A los niños les gusta jugar en la playa a hacer ruidos de animales. Al principio, como sucede con todo en la vida, les resulta difícil imitar fieras feroces. En vez de salir rugidos atemorizantes, emiten maullidos roncos que enternecen a sus madres y desesperan a los demás que están a sus alrededores. De pronto, un escalofrío recorre sus cuerpos. El Revolcadero suspira. Algo ya ha ocurrido. Lo sienten. Los pequeños siempre son los primeros en enterarse, pero no saben cómo expresar las noticias que han recibido. De todas formas, si supieran, pocos harían caso. El agua del mar está decidida. Los granos de arena parpadean emitiendo señales desde Caleta-Caletilla hasta Barra Vieja.
No todo es de golpe. Va siguiendo una ruta de gradualidad. Primero, como si el viento hiciera eco a estos juegos, el océano se integra los retozos infantiles y decide participar. Al principio, devuelve la brisa del mar con esa agradable sensación de refrescar la piel y engrandecer el alma. El airecillo baja desde lo alto de la cruz de Truyet y refresca la atmósfera acapulqueña. Los chicos corretean muertos de risa, se envuelven entre las olas y hacen buches de agua salada. Si el oleaje se pasa de fuerza y arrecia el ritmo, uno que otro saldrá tosiendo para expulsar la arena que se le metió al cuerpo.
Pero, cuidado si a Chalchiuhtlicue, la diosa de la falda de jade y madre del agua, de los lagos, los ríos, los mares y los manantiales le da por hablar. La esposa del dios Tláloc, no conoce de juegos. Si ella decide hacer ruido de animales, hay que escucharla. Se trata de una advertencia. Sus rumores empiezan más allá de la Costa Grande y se pierden en el horizonte de Pie de la Cuesta.
Aquella tarde, la diosa habló. El cielo se ennegreció y comenzaron a sonar aquellos extraños silbidos. Era como el ulular del búho, el graznar de los cuervos o el quejoso zureo de las palomas ¿Por qué no se callan? Los pelicanos salieron despavoridos y los monstruos de la fruta tomaron camino a las cuevas oscuras. La diosa se desespera al ver que pocos atienden a sus avisos. La diosa grita a sus modos en el último esfuerzo por hacerse escuchar y no tiene suerte.
Los aires ganan velocidad, emiten una amonestación que no se logra interpretar. Apúrense, intenta decir sin éxito. Miles de rostros voltearon al cielo y vieron como las nubes se desgarraron, como un anticipado velo luctuoso. El firmamento estrellado deja de titilar. El viento recorre caminos circulares que giran a veces en el sentido del reloj y otras al revés de cómo se mueven las manecillas.
Mientras la noche avanza, muchos deciden irse a dormir. Fue tan rápido que el desastre nos encuentra en camisón y ropas de cama. Estamos aturdidos y despeinados. Pocos entendemos. No hubo tiempo para recordar las leyendas de horror acerca de la lluvia fría que cae sobre la Bahía de Santa Lucía cada vez que el lucero de la muerte aparece en medio del ojo del huracán. Ni los clavadistas de La Quebrada lograron interpretar los signos del cielo, tierra y océano Más de los que se atreven a confesarlo, caen en un sueño profundo y despreocupado sin escuchar las advertencias que los aires y los mares están profiriendo. No es negligencia, fue una falla de interpretación. Eso nos decimos.
Pocos, son pocos los que hacen caso a los consejos de la madre naturaleza y huyen tan pronto como pueden. Cuando los silbidos eran tan fuertes que estremecieron al puerto, supimos que algo iba a cambiar el eje de rotación de Acapulco. Todos, no hubo quien no lo hiciera, cerramos los ojos y apretamos los dientes. Nos imaginamos que con esos aires huracanados nos mudábamos a otra galaxia, a otro mundo a otra realidad. Los crujidos no nos dejaban oír nada más.
Con las mandíbulas tensas y los ojos arrugados, me atreví a mirar al cielo. Clamé por un deseo. Hice mi petición más sentida: ¡Protégenos, protégenos, por favor! Algunos, ni siquiera tuvieron tiempo. Se fueron por la ventana. Las masas de ventoleras veloces entraron por los huecos de los vidrios y por las puertas, arrancaron marcos, dinteles, rompieron cristales, alzaron muebles, hicieron volar colchones. Mujeres y hombres se elevaron por los cielos sin tener necesidad de alas ni de extender los brazos.
Anhelos rotos, miradas opacas, lágrimas saladas. Los torrentes de agua desgajaron la tierra, desenterraron raíces y tiraron los banianos, los mangos y los encinos. Las piedras rodaron. En la superficie del mar, quedó flotando un ramo de girasoles y margaritas. Más allá, una rosa blanca se deshojó. El espíritu de Otis dibujó cicatrices en la tierra y en el rostro de las personas. Paredes, tierra, aparatos domésticos, manos y brazos, redes de pescadores, palos y picos hacían la ronda en el cielo antes de iniciar su vertiginosa caída. El último grito de desesperación ya nadie lo oyó. Creó que fue casi idéntico al primero que tampoco nadie escuchó.
Los giros del trompo en el arenal siguen su camino rumbo al norte. Se debilitan, tal vez, asustados por tanta desgracia que causaron sus vientos. Se fueron a llenar las presas y a dejar agua para las tierras sedientas de los estados aledaños. Acá, en el camposanto, las tumbas se quedaron sin tierra. Los muertos también tuvieron miedo de que sus esqueletos quedaran expuestos, aunque ¡ya qué importa! Con todo lo que ocurre, nadie puede entrar al terreno del panteón ni a las inmediaciones del puerto.
La melancolía nos aprieta el cuello y queremos hacer ruidos de animales. Ruidos que quisieran ser feroces y cada vez se oyen más débiles. Se nos escurren las lágrimas. Nos dicen que no debemos llorar. Con el tiempo, el cuerpo se acostumbrará a esta extraña desarmonía.
Atravesar la puerta de la casa, quitarse los zapatos, caminar entre troncos y vidrios, dejar que los pies duelan. Gritar. Dejar que el enojo y la confusión fluyan. Limpiarse las lágrimas. Señalar el camino que siguió la destrucción. Alguna vez me dijeron que era indispensable pedir un deseo en ese instante, justo cuando el meteoro se acabara de ir.
Queremos el Acapulco de azul contramar, de color cobalto y dorados de sol. Queremos que se nos devolverá ese puerto que se opacó, palideció y se puso triste. Queremos que, sobre el puerto, penda una antigua bendición que nos ayude a renovarlo todo. No nos explicamos cómo y aunque parece que todo fue arrastrado al fondo de los barrancos, sabemos que Acapulco volverá a brillar una vez que amaine el aguacero y el azote de la tormenta se vuelva un chipi chipi sereno. Eso queremos, eso sabemos.
Sí. Los niños volverán a jugar en la playa a hacer ruidos de animales, querrán imitar a las fieras feroces. No serán los mismos niños, serán otros. Los que estuvieron jugando en la playa ya olvidaron la niñez, se las arrebató un viento huracanado que los enseñó a rugir.