Madrid, 2011.
Había quedado con Ana Cristina en la librería, pero ella se retrasaba como de costumbre. Llegaría sonriendo y desplegando su lista de percances diarios. Siempre fuera de serie. La esperaría sin prisa, preparándose a disfrutarla, degustando el sabor a malta de una cerveza artesanal, ojeando las últimas ediciones de libros escritos hacía muchos años. Al menos eso creyó hasta que un hombre alto, con acento americano, empezó a hacerle preguntas. Vestía con ropa ajustada, de colores llamativos. Ramón pensó que seguramente quería practicar español y le previno de que solo disponía del tiempo que le obsequiara su amiga. Lewis, según le contó, llevaba tres años viviendo en Madrid y procedía de Virginia. Luchando con las conjugaciones verbales, le explicó que su familia era humilde y que tuvo que esforzarse en los estudios para encontrar becas que le hicieran salir del pozo de pobreza, incultura y mediocridad donde creció. A pesar de que había otras materias que le parecían más atractivas, escogió la especialidad en finanzas porque su objetivo era ganar mucho dinero. Las matemáticas acabaron gustándole y también las vueltas que empezó a dar por el mundo. En Madrid arribó contratado por un grupo de inversores que, entre otras cosas, compraba aviones y helicópteros en España y los vendía a países en desarrollo. Normalmente eran pagados con la partida que la ONU les asignaba por servir en misiones de paz. Los intervalos de obsolescencia de la flota cada vez eran más cortos. «You probably know, my friend, los inversores son invisibles, no soy más que un intermediario, un comercial. Viajo para convencer a los encargados de los ejércitos y pido apoyo a las embajadas para que presionen a los gobiernos y ayuden con las ventas». Ramón bebió otro sorbo de su cerveza reservándose sus comentarios. El americano continuó con su plática. Había trabajado durante un tiempo en el gabinete del secretario general de Naciones Unidas. «Todavía estaba Annan, eran otros tiempos. Después me aburrí. No hay mucha visión en los altos cargos de las agencias». Ramón relacionó sus palabras con algunos correos de Helena donde aludía a que la institución estaba llena de mantenedores del establishment, comprados por las ventajas que ser funcionario de la ONU les procuraba.
El americano saltó a otro tema: el Bilderberg Group, formado por gerentes de bancos internacionales, de la Organización Mundial de Comercio, del Banco Mundial, de empresas petroleras y químicas, de firmas de alta tecnología; por líderes políticos, viejos imperialistas y otros multimillonarios con perfiles supuestamente filantrópicos. Ramón estaba a punto de increparlo por aquel barullo de información en dos idiomas, cuando Ana Cristina abrió la puerta de la librería. Sintió un gran alivio, sin saber muy bien qué era lo que más le molestaba. En las palabras de Lewis, no sabía por qué, cualquier conversación sobre temas profundos sonaba frívola.
Hacía años que no la veía, pero recordaba otras visitas fugaces desde Lisboa, donde ella residía después de abandonar Brasil amparada por el Plan de Protección a Víctimas y Testigos. En Portugal trabajaba como educadora en el sistema nacional de cuidados a la infancia y adolescencia. No le fue fácil salir de Rio de Janeiro, lo pensó unos meses, pero era una locura seguir allí después de la matanza de la Candelaria: un trauma difícil de olvidar. Imposible despegar de sus pupilas las imágenes de los niños y adolescentes tras la identificación de sus cuerpos. Les incrustaron las balas en las sienes mientras dormían. Algunos tenían apenas diez años y la apariencia frágil que da la crianza en la calle. Detrás de los esbirros se escondían nombres poderosos, personas que encargaron los asesinatos. Distintas instituciones financieras de la zona habían pagado a la policía militar para disparar a más de setenta chicos: ocho muertos y decenas de heridos. Esos niños y jóvenes habían sufrido desde que nacieron la agresión sistemática del más fuerte. Era un deber humano identificar a los monstruos que habían urdido los crímenes que el cinismo más corrosivo tildó de «limpieza del centro histórico». Los triunfadores de la sociedad eran vampiros chupando la sangre, imponiendo las reglas de la calle a golpe de pistola.
Ana Cristina llevaba tiempo trabajando con los chicos. La teoría le reconfortaba menos que la experiencia de arremangarse y entregar su tiempo a suplir algunos de los olvidos más flagrantes de la sociedad, los deberes no hechos. Claro que nunca fue un trabajo fácil, pero las dificultades diarias la motivaban y recompensaban. Una vez, un niño de 11 años le estiró de la cadena que le había regalado su madre. Ella lo miró fijamente y le dijo: «Sé que no lo vas a hacer porque sabes que yo estoy de tu lado». El chico, aunque tardó en reaccionar, terminó soltándola. A pesar de ese día a día, seguía creyendo que había una forma de cambiar las cosas. Uno se acostumbraba a todo si lo que le ofrecían desde pequeño era el desamparo total: acababa no confiando en nadie. Ana Cristina se propuso entregar todo el amor que tenía, le sobraba valentía, no conocía el miedo, pese a los obstáculos de cada jornada. Preparó talleres de arte, de teatro, tocaron instrumentos fáciles de fabricar; les enseñó técnicas para confeccionar piñatas y papeles de colores. Como alternativa al robo, una Navidad les puso a confeccionar tarjetas para luego venderlas en la calle. La predestinación del futuro de aquellos niños y niñas era un leviatán contra el que había que luchar cuerpo a cuerpo, y siempre valía la pena aunque muy pocas pudieran esquivar su condena.
Después de meses dando sin esperar nada, los chicos le enseñaron sus códigos y cómo se tejían los lazos de solidaridad entre los miembros del grupo, necesarios para sobrevivir. Era una senda vedada a la mayoría que Ana Cristina se ganó a pulso. Los mayores protegían a los más pequeños, reproduciendo algunos roles familiares y varios se travestían para ejercer de madre. También se prostituían. Pocas opciones les daba haber crecido en la calle, pero Ana Cristina los llevaba al médico y les proporcionaba condones mientras les explicaba las razones para usarlos. Así fue la supervivencia de los predecesores estudiados por Darwin: el altruismo tenía que estar presente de alguna forma, también el castigo a los abusones.
El padre de Ana Cristina había sido un militar de alto rango del gobierno brasileño, quizás por eso las represalias de la policía militar fueron contrarrestadas, lo que no evitó que se incrementaran las tensiones en el seno de la familia. La etiquetaron de comunista y tuvo que escuchar de nuevo todo el cántico de consignas y prejuicios prefabricados. El contacto con esa otra realidad del país fácilmente deshacía los argumentos de un padre educado a golpes. Unas semanas después de la matanza, Ana Cristina continuaba denunciando los abusos cometidos contra los menores, especialmente con quienes nada tenían, en los medios de comunicación que querían saber. Entendió lo valioso que era haber aprendido inglés durante tantos años para dar a conocer el crimen más allá de las fronteras. Solo la presión internacional podría conseguir algún grado de reparación. Su abuela le decía que estaba viva de milagro y le recriminaba haber elegido poner en riesgo su vida con veintitantos años y una posición social de privilegio. Cada vez cruzaba más líneas rojas y la gente que la quería la convenció para que se largara del país: tarde o temprano tendría un accidente, tarde o temprano le llegaría la bala perdida. Había un límite para aquella exposición.
La propuesta de Joao llegó antes de que fuera demasiado tarde. Pertenecía a una de las organizaciones lisboetas englobadas en la red de ONG donde ella trabajaba. Con empleo y papeles, la etapa más dura del camino migratorio estaba cumplida. En su familia apoyaron esa decisión, que llegaba cuando habían perdido toda esperanza de que Ana Cristina cambiara su actitud de lucha contra los gigantes que azoraban el mundo. Después de unas semanas en Portugal supo que podría quedarse mucho tiempo haciendo lo que mejor sabía sin sentirse amenazada día y noche.
Volvió a Brasil en vacaciones y, aunque sus familiares le pidieron que no se involucrara más, no pudo vencer la tentación de buscar a Wagner, el chico que les ayudó a identificar a los criminales y que, después de sufrir un nuevo ataque, tuvo que ser amparado por el Programa de Protección de Víctimas. Había crecido mucho en esos dos años e intentaba, con ayuda de algunas organizaciones, mejorar las condiciones de vida de otros niños de la calle, expuestos a todo tipo de violencia, con acceso a drogas cada vez más dañinas y sometidos a riesgos ambientales cada vez más hostiles. Ana Cristina también buscó a su antigua compañera de la ONG, una psicóloga de Minas Gerais, pero sus familiares le pidieron que no fuera a verla porque nunca había podido superar la matanza y todavía precisaba de apoyo psiquiátrico. No era inocua la injusticia, no lo era la violencia. En uno de los viajes se dio cuenta de que el término de favelas había sido sustituido por el de «comunidades». Tanta exclusión rebasaba los bordes del lenguaje políticamente correcto. Como tampoco cabía la violencia simbólica que la nueva industria del entretenimiento dispensaba sin límites.
En los últimos años, Ana Cristina se había dedicado a investigar el impacto de los medios de comunicación, los videojuegos y publicidad en los niños. Participaba en informes con recomendaciones que tenían que ver con la regulación y la instauración de códigos éticos. Había trabajado mucho tiempo por los derechos de la infancia y le gustaba compartir evidencias y datos de cómo el aparato capitalista defecaba sobre los derechos de niños y niñas. Su último estudio estaba centrado un juego on line que empezaba siendo gratuito para enganchar a los menores y que en pocos días demandaba la adquisición, vía tarjeta de crédito, de comida y enseres para asegurar la sobrevivencia de un pingüino. Su inventor presumía haber ganado mucho dinero manipulando los sentimientos de la infancia, especialmente el del miedo de ver morir a la mascota virtual.
Ramón conoció a Ana Cristina a través de un amigo soteropolitano, escritor de varios libros sobre los desaparecidos en la dictadura brasileña. Había asistido a dar una charla en la facultad del madrileño y le invitó a cenar en su casa. Aquellas historias de represión las sentía como suyas desde que había vivido en Uruguay. La red seguía tejiendo otro eslabón con Ana Cristina, a quien podría ver más a menudo debido a sus frecuentes visitas a Madrid. Y ahora estaban en la librería, recordando el legado que le dejó esa experiencia: la creencia de que el ser humano podía sacar lo mejor de sí si tenía a alguien a su lado, acompañando, preocupado.
El americano todavía daba vueltas por la librería, aunque la mayor parte del tiempo había estado merodeando cerca de su mesa, tal vez esperando una invitación a sentarse. Ojeaba las novedades de los anaqueles y expositores para disimular su interés de escuchar la conversación. Ramón forzaba su sonrisa, molesto, aunque sospechaba que tendría muchas dificultades con el «portuñol» de Ana Cristina, quien ahora le contaba sobre la construcción en el nordeste de Brasil de una gran hidroeléctrica. En su país el agua era necesaria para la producción de electricidad. Los ríos represados habían permitido contar con una energía menos contaminante, aunque algunas sequías forzaron la construcción de centrales térmicas operadas con petróleo. «Sin la deforestación habría más agua retenida en el suelo sosteniendo la corriente fluvial. El crecimiento económico que también ha sacado a muchas personas de la pobreza destruye la naturaleza. Es una cuestión mundial. La Amazonia tiene casi la mitad de su bosque impactado y en un 20 por ciento la tala es total», evidenciaba Ana Cristina apasionadamente. El americano parecía asentir con la cabeza desde un extremo de la librería, pero Ramón no quería compartir ese momento con su psicosis verborreica.
El tema de los resultados de las últimas elecciones generales fue la siguiente parada de Ana Cristina. Llevaba veinte años fuera del país y todavía seguía los avatares de Brasil como si no hubiera diez mil kilómetros de separación. Fueron desesperanzadores a pesar de que en los meses anteriores la gente había salido a la calle a protestar contra la corrupción o los excesos del gasto en la preparación del mundial de fútbol. El diputado más votado se paseaba con una camiseta que decía que los derechos humanos eran una mierda. También la participación de militantes religiosos, muchos de ellos pastores, había crecido exponencialmente, lo que ayudaba muy poco a la garantía de los derechos sexuales y reproductivos. Se juntaban con otros parlamentarios defensores de los intereses de los terratenientes ganaderos, de los lobbies de empresas de seguridad y armas para velar por la moral religiosa de la sociedad e infravaloraban la deforestación de tierras vírgenes. Ana Cristina votó desde Portugal. Ese Brasil tenía el potencial de despegarse de las ataduras de la dictadura y construirse de otra forma, pero en la batalla las élites cedían pequeños espacios y no descansaban. En una buena parte eran las mismas que habían asesinado a sus niños, todavía seguían ahí, intocables, invulnerables, utilizando las balas perdidas si la ocasión así lo exigía.