Ahora que el verano, una vez más, toca a su fin, afloran a la mente, como en blanco y negro, reminiscencias de antiguos amores, primeras experiencias de juventud que llegaban con los largos días de sol y que con frecuencia se difuminaban cuando septiembre comenzaba ya a intuirse en el horizonte, con su sombra oscura, amenazante. Siempre dejando un poso de melancolía infinita que, sin duda, fue parte de lo que ayudó a conformar nuestra identidad de adolescentes, y un regusto que perdura en el alma, como el de la tierra mojada de esas lluvias del final del estío.
A años luz de aquellos días, los recuerdos se vislumbran con esa aura luminosa que desprende lo que fue sublime, y uno se pregunta qué habría pasado si…
Encapsulados en la memoria, los amantes de otros tiempos se antojan etéreos, perfilados con una belleza imperecedera, poseedores de toda impunidad. Un estado incorrupto que solo podría verse afectado por la imprudencia de querer saber; osadía que a menudo nos devolverá una imagen bien distinta de aquella otra que habíamos construido y la confirmación de que la curiosidad fue lo que mató al gato.
Estamos hechos de historias; somos el producto de cada una de nuestras vivencias. ¿Quiénes habríamos sido sin las alegrías y sinsabores que han constituido nuestra educación sentimental? ¿Sin las lágrimas amargas que corrían por las mejillas púberes cuando, sin consuelo, decíamos adiós con la mano?
Son instantes infinitos que, por su condición efímera, han adoptado la esencia en la que deleitarnos sin límite, cuando, de otro modo, hubieran sido, casi con toda probabilidad, simplemente banales. Y que nos permiten fantasear con hipotéticos encuentros, solo comparables con los finales felices de los cuentos de hadas.
«Somos de la misma materia de la que están hechos los sueños» (La tempestad, William Shakespeare). Materia que no solo ha servido para calentarnos en las frías tardes de soledad, sino también para dar rienda suelta a todo tipo de expresiones artísticas.
Modestia Aparte, la banda musical de los noventa, evoca en una de sus míticas melodías una de esas primeras veces, torpes y emocionantes, cuando se está atravesando la barrera de la niñez: el palpitar del corazón, el temblor de los dedos, la frescura de aquella época.
A veces, al final de una película, tras la ansiada conquista del amor y la incipiente llegada de los títulos de crédito, nos preguntamos qué pasará después. Una elipsis te escupe al automatismo y lo mundano y, de repente, como en esa otra canción de James Blunt, entre tanto gris, aparece una silueta olvidada: un momento fugaz cargado de reminiscencias.
…Bajaba al andén y me la crucé. Me reconoció o tal vez no; hora punta en el metro. Yo la recordé, con coletas y calcetines blancos, volviendo de su colegio. Abrazo en un rincón, temblando de emoción…
El amor nos transforma e incluso nos trastorna. Atesoramos el recuerdo de primeros amores, mucho después de haber prescrito, y volvemos a ellos cautivados por una fragancia evocadora que aturde toda capacidad de raciocinio.
Esto lleva sucediendo desde el origen de la vida: el amor, el más universal de los temas; el despertar de los sentidos, tempus fugit.
El poeta italiano Dante Alighieri (1265-1321), famoso por haber escrito una de las obras más importantes de la literatura, estuvo hasta el fin de sus días obnubilado por una mujer: Beatriz, centro de su vida y de su obra. El primer encuentro entre ambos sucedería alrededor de los nueve años: siempre la recordaría con vestido carmesí y una belleza de la que quedó absolutamente prendado. Nueve años más tarde volvería a verla, caminando con dos amigas.
Se cree que Beatriz pertenecía a una familia noble residente en el mismo barrio que Dante; sin embargo, no se conoce que hubiera más encuentros ni tampoco que entre ellos hubiese mediado palabra alguna nunca. Unos pocos años más tarde, estando ella ya casada (con otro hombre), supo Dante de su fallecimiento, hecho que le nubló la existencia y le sumió en un profundo desconsuelo. Su propósito a partir de entonces sería la manifestación poética del que fuera su amor platónico.
De aquello nacería Vita Nuova: un canto a la transformación que había sufrido su vida con el solo hecho de conocerla. Muy próxima al amor cortés, la obra contempla a la mujer lejos de lo tangible del mundo de los vivos, casi incorpórea, como de un lugar superior. Pero no termina ahí: ya convertida en musa, ocupará un lugar preferente en su obra cumbre, la Divina Comedia, siendo ella la guía que acompaña al poeta hasta el paraíso, en su transitar por las esferas celestiales.
Tan gentil y tan honesta luce
mi dama cuando a alguien saluda,
que toda lengua temblando enmudece,
y no se atreven los ojos a mirarla.
Ella pasa, sintiéndose alabada,
benignamente de humildad vestida;
pareciera ser algo venido
del cielo a la tierra a mostrar un milagro.
Se muestra tan agradable a quien la mira,
que por los ojos procura al corazón gran dulzura,
incomprensible para quien no la experimenta.
Y parece que de sus labios surgiera
un espíritu suave de amor pleno
que al alma va diciendo: ¡Suspira!
Tras un primer encuentro con Laura, Petrarca (1304-1374) actuaría de forma similar a Dante. Pasó años tras los pasos de la dama, componiendo poemas inspirados de nuevo en un amor platónico (anteriores y posteriores a la muerte de la muchacha), que dieron lugar a su Cancionero.
Paz no encuentro ni puedo hacer la guerra,
y ardo y soy hielo; y temo y todo aplazo;
y vuelo sobre el cielo y yazgo en tierra;
y nada aprieto y todo el mundo abrazo.
Quien me tiene en prisión, ni abre ni cierra,
ni me retiene ni me suelta el lazo;
y no me mata Amor ni me deshierra,
ni me quiere ni quita mi embarazo.
Veo sin ojos y sin lengua grito;
y pido ayuda y parecer anhelo;
a otros amo y por mí me siento odiado.
Llorando grito y el dolor transito;
muerte y vida me dan igual desvelo;
por vos estoy, Señora, en este estado.
Aunque las pesquisas han conducido a la sospecha, más o menos fundada, de quiénes podrían haber sido estas señoras (Beatriz Portinari y Laura de Noves) a las que aluden los poetas, desde lejos se viene especulando con la idea de si en verdad existieron o solo son el fruto de la creación literaria.
Ambas mujeres comparten una serie de rasgos, como el origen noble, el profesar su afecto a otro hombre e incluso el destino funesto a una edad temprana. El poeta se encapricha de una joven y poco le importa ser correspondido o no: su relación con ella se va a materializar mediante la palabra escrita. La dama, objeto de su deseo, se ha convertido en recurso poético al servicio de la literatura.
Y es que los primeros amores siempre están ahí, decía Gala. A lo que se suma el tópico de que todo tiempo pretérito fue mejor: la tupida niebla no nos deja ver con claridad y nos devuelve un espejismo que tiene más que ver con la elaboración de un ideal que con hechos objetivos.
Sea como fuere, sobre la base de esas primeras experiencias (primeros besos y también primeros desengaños) cimentamos el aprendizaje de lo que significa querer. Nos ha pasado hoy y les ha pasado a los grandes poetas, muchos siglos atrás, y lo han dejado escrito (¡y de qué manera!) para que revivamos una y otra vez sus historias, que ya son eternas.
Por ello, quiero dar las gracias a las aves de paso que caminaron durante algún tiempo junto a nosotros, que son parte de una mochila de recuerdos bonitos que nos hacen sonreír cuando echamos la vista atrás, y que además nos proporcionan la tinta en la que, como aspirantes literarios, poder mojar la pluma.