Hay amores que se guardan en silencio, que guarda en secreto tu nombre. Un nombre que discute con el viento y que lleva el sabor de las amargas notas de tu ausencia. Un amor que te esperó con paciencia en el tiempo para que llegaras, para que me eligieras. Dicen que los bebés en el cielo eligen a sus padres. Tú no nos elegiste a nosotros.
Cada mancha roja mes a mes era la evidencia de tu sombra y caricia de tu olvido. Era la muestra irrefutable de tu negativa a llegar. Cada pulso, cada retortijón, cada cólico era una nueva rajadura. Eran negativas. Otra vez, no. Amor que sufre, que calla y llora. Es fácil imaginar lo que provoca esa gota de sangre con tan solo mirarla. Es horrible sentir ese golpe de realidad. Verla sobre la tela blanca lastima la vista, derrumba al corazón. El recuerdo parece un retrato casi sepia. Al contemplarlas —en todas las ocasiones fue igual, siempre igual—, me quedaba con los ojos redondos, separados, empequeñecidos, húmedos. Otro intento como un barco que encalla sobre el peñasco que esconden las olas. ¿Dónde está la promesa cumplida de que, si deseas algo con fuerza y trabajas por ello, lo vas a obtener? Puras payasadas. Hubo amor, trabajo, perseverancia. Unos lo podrán llamar necedad, ignorancia, inocencia.
Tenía al hombre que amaba. Lo tenía en mis brazos, en mi cuerpo, lo tenía conmigo. Juan Gerardo era el hombre que busqué por todos los rincones el mundo, ese que marcó los sueños de la niñez y la ilusión juvenil que me perseguía. Era el que había amado desde antes de nacer, desde que mis padres se tocaron para concebirme, el que se reveló entre los fragmentos de otros hombres. La brillantez del Ultra, la generosidad de Pedro, las inteligencias de Ángel, el cuerpo de Antonio, la saliva de Humberto, la fugacidad de Sergio, todos llegaron unidos y reunidos en él. Fue la fuerza y el dinamismo de Juan Gerardo. Y, todo estaba ahí, todo estaba en él: cara tan bonita como la de los ángeles de Botticelli, cuerpo tan bien cincelado como el David de Miguel Ángel, hombre fuerte de ideas poderosas como las del Aquiles de Homero. Yo lo necesitaba. Tenía sed y él se dejaba beber. Nos mordíamos con hambre que creíamos insaciable. Juan Gerardo era un hombre ardiente, con una fuerza mayor. Era todo un bloque candente, con mayor sensualidad que ninguno de mis cariños anteriores. Era el Paris de Helena, era el Odiseo de Circe. Era sabio al tocar, era maestro al pronunciar el susurro preciso. Ardíamos. Sus pies caminaban sobre los míos. Manos, labios, brazos, piernas, luz, flor, aire éramos calor de tantas formas. Este amor de hombre atrofiaba mi estabilidad y me llenaba tanto de alegría como de desasosiego.
Fue fácil amarlo. También fue espinoso. Juan Gerardo es un sube y baja, es un columpio que te lleva arriba y abajo, es una resbaladilla de caracol. Se muestra dadivoso, ofrece al mundo su alegría, su goce por la comida, su generosa conversación llena de palabras y tonos tan agradables al oído, sus manos hábiles y rasposas. Nos retorcíamos y nos estirábamos. Nos acoplábamos y nos confundíamos. Esa energía que como vendaval me entraba al cuerpo y me dejaba despeinada. ¿Cómo no rendirme a la ilusión de una vida juntos? Nuestras familias estuvieron más que encantadas con nuestra decisión. Tañidos de campanas, marcha nupcial y pastel de bodas.
Te digo que fue fácil amarlo y, sin duda fue espinoso. De pronto, un miedo intenso de abandono se manifestó. Cuando uno está enamorado no nota el patrón de relaciones intensas e inestables. Yo misma lo padecí. De repente, pasé de ser idealizada a ser la fuente que engendraba todos los males. Juan Gerardo dejó de mostrar interés. Fue cruel. Los cambios se dieron muy rápido, de repente.
¿Sabes? Pronto, muy pronto, el amor enmudece y no dice nada. Amor que se convierte en la eterna lluvia que lucha por disimular lágrimas. No supe qué fue lo que desató en él esa agitación por ser padre. De haber sabido, tal vez, habríamos tomado mejores decisiones. Es muy fácil unir los puntos cuando sabes dónde estás y a dónde quieres llegar. De otra manera, nada más hay tachones, rayones y espirales infinitas. Nuestras vidas fueron un constante dar de palos con los ojos vendados. Los golpes duelen siempre.
Yo quería una familia, sí que lo quería. Pero en él se fue transformando en un conjunto de ansiedades, sudores, temores, gritos, culpas, recriminaciones y descontentos. Ese fue Juan Gerardo, el hombre al que se le turbó la mirada. Un hilacho que se asoma por la ventana esperando a que algo o alguien pase por la calle que oculta la cara y en silencio llora de rabia. Se combinaban los períodos de paranoia relacionada con el estrés de saber si ahora sí, el tratamiento había pegado. Las pérdidas fueron mellando nuestra pasión. Nunca salimos victoriosos.
Cada visita al médico era una apuesta, cada vez más ir a la clínica de fertilidad era una especie de comportamiento impulsivo y riesgoso, imprudente. Una ola de gastos, atracones o abusos. Solo Dios sabe cuál era el sabotaje del éxito. Amar ya no era espontáneo, se convirtió en una bitácora de horarios, tiempos y movimientos. El deseo se mudó de lugar. Las caricias fueron atornillamientos; el meneo fue entrechoques; los desmayos, nervios; los estremecimientos se enfriaron; los olfateos se acabaron. Las efusiones se estrangularon. En el tubo de ensayo, siempre quedaban los óvulos fertilizados. En mi cuerpo las hormonas preparatorias que jamás dispusieron mis entrañas para dar vida. En la tela, el manchón rojo; ese maldito semáforo que tarde o temprano paraba en seco nuestros sueños de ser padres.
La vida de azucarera dejó todo eso que hoy nosotros estamos tratando de que no se caiga porque realmente es una vida que está muy destruida. Se despeñó hace tantos, tantísimos años. Es como una ciudad desolada por una guerra en la que tú no quisiste participar. Tú, hijo mío, te reusaste a llegar. Y, aunque hay un grupo de gente tratando de reconstruirla, es difícil, muy difícil. Seguimos en ruinas. Nos derrumbamos después de muchos intentos y por fin llegar a la conclusión de que ese no era el camino para la maternidad. Al menos, no para nosotros.
Sé que Juan Gerardo siempre me culpó, aunque en la clínica nos dijeron que la esterilidad era cosa de los dos: de la pareja. Pero, siempre tuvo la certeza de que era yo la de las entrañas marchitas. Pensé que era su forma de afirmar su masculinidad. No era eso. Era otra cosa. Él lo supo, se lo dijo su madre. A mí me dejaron en la sombra. Ha pasado tanto tiempo que ya olvidé cuánto. El cuerpo envejeció rápido, la piel se arrugó y la lozanía huyó a un mejor destino.
Ahora que sé lo que sucedió, pienso que la mía es una posibilidad muy complicada porque en una sociedad con una moral conservadora; nosotras somos siempre las que cargamos la loza completa. Ahora quedamos demasiado abiertos, somos un libro expuesto en el que muchos ya han leído y repasado nuestras hojas. Y aquella es una mujer como de este tiempo, con mucho éxito, mucho mundo. Y ahí tenemos muchos cruces de trenes, por eso te digo que esto es un cuento trenzado con muchas voces, tantas que ya no puedo ni quiero escuchar. Muchas que ni saben, pero que siguen hablando sobre temas que no les conciernen, que debieran ser del padre y madre que no quisiste favorecer. Porque si los bebés escogen a sus padres, ¿por qué no nos elegiste?
Ya ves, hijo que no existes. Tengo que luchar contra esos fantasmas, que me obsesionan en muchos momentos del día y de la noche. A mí, a tu padre, a esa otra mujer con la que sí pudo concebir un hijo, a las abuelas, al abuelo y, en una de esas, hasta a ese otro ser humano que no tiene un rostro conocido y sobre el que todos piensan nos estalló la vida. A ese bebé lo regalaron para que la vida de sus padres no se marchitara. Se marchitó. Se secó la de ellos y la mía de paso.
Mírame desde tu inexistencia. Mira a tu padre. Cuando parece estar divirtiéndose en los cafés y en las fiestas es cuando más vacío lo siento. Esta lucha fue, yo digo, incendiaria porque, por un lado, Juan Gerardo puede rendirse y plegarse o puede combatir, buscar más opciones. Pero, aquí sigue.
Ya dejamos de intentar hace muchos años. Creo que Juan Gerardo la ha buscado y se van a encontrar en el Café Levante. No sé mucho de la madre de su único hijo. Sé que ninguno de los dos ha sabido nada de él. Sé que es una mujer exitosa. Cualquiera podría decir lo mismo de mi marido o de mí y ya ves. Somos polvo.
Es una maravilla que no hayas querido ser nuestro hijo y que hayas decidido ser un simple tubo de ensayo porque así no te cansas. Cuando piensas que la vida va por un lado, agarra por otro. Siempre hubo en mí, al menos, dos mujeres: una mujer iracunda y perpleja que siente que se está sofocando en el nido vacío y otra que se precipita a la acción: vamos a esta clínica, visitemos a este doctor, intentemos con esta probeta, pidamos un tubo de ensayo más. Todo como si fuera un escenario, disimulando las verdaderas emociones porque son evidencia de mi voluntad debilitada, la impotencia de ser madre, la desesperación de la infertilidad, de la falta de coraje por dejar esa puesta en escena y reinventar una mejor oportunidad. Es más cómodo presentar al mundo solo una sonrisa. Claro que hay comodidades que son como una corona de clavos.