Montevideo, 1997.
Nadie me convenció. Fue tu sonrisa.
(Grafitado en Barrios Amorín con Soriano, Montevideo)
Habían pasado algunas semanas desde que presenció aquella puesta de sol: una inmensa bola roja incendiando la Ciudad Vieja. Ese fue el primer indicio de que Montevideo iba penetrando en su piel. La observación de los nudillos de los tipás y los ginkgo biloba diluidos en el color grisáceo de las nubes bajas fue el segundo. Apenas sin advertir el cambio, miraba la ciudad de otro modo, quizás por enésima vez buscando en las hojas caídas, las tardías que habían sobrevivido a los embates de otras ventiscas pero que ahora salían derrotadas, rastros de las historias que Helena le contaba. Le había dicho que le sentaba bien ir hasta la Rambla y dejar en el mar todo lo que impedía su felicidad. Lo hacía desde que perdió a su mejor amiga tras un cáncer de pecho. Ramón también paseaba para que todo fluyera: allí iban los despertares de Helena en brazos de Hugo; el color tibio de los besos de Teresa, que ya había llegado a Montevideo pero que seguía estando lejos. Su letanía de cada día se componía de comparaciones entre dos mundos, entre dos países, donde su visión sesgada hacia las bondades de uno y los inconvenientes del otro, le hacían imposible reconciliarse con el nuevo lugar que habitaba. Ramón animaba a Teresa a que buscase algo que hacer en Montevideo, pero ella alegaba muchas complicaciones, burocracias insalvables a las que no se sometería. Ya tenía suficiente, le increpaba, con llevar a Rodrigo al colegio, acompañar su proceso de adaptación y paliar lo que definía como «desastre casero» para vivir «como dios manda». Ramón recogía las tripas para sus adentros, repartía dolores entre sus órganos, se hacía nudos invisibles e intentaba racionalizar sus paranoias. Aunque a veces se daba cuenta de que en algunas cosas tenía razón y que él tenía que cambiar lo que le habían enseñado que era un hombre para poder parecerse a un padre responsable.
Todos aquellos sentimientos acontecían en medio de una vida laboral estéril, de pasillos de burocracia fría, de ventanillas opacas, de escritorios sin huellas. Los sobres secretos seguían desplazándose y cada vez eran más los indicios de lavado de dinero. Se miraba para otro lado: nuevas reglas del juego que iban sembrando miles de entusiastas. Las cartas que enviaba a Madrid tenían respuestas vagas. Los silencios se compraban con primas a los ejecutivos, quienes movían la información más confidencial. A veces todo el mundo parecía poder verse desde el vidrio de esa gran pecera que separaba el dinero y sus adoradores del resto de las personas. Tenía que abrir la boca para poder respirar mientras en ese gran parque de atracciones eran cada vez más quienes elegían la montaña rusa. Teresa encendía la televisión cuando él trataba de narrarle su indignación. Le acusaba de haberse convertido en un ingenuo con pistola para matar. Ramón vibraba con cada reproche inmerecido. Lo que en otro momento había sabido a fruta fresca, ahora olía a almendras amargas. Su abuela lo expresaba así: «Hijos míos, el matrimonio es baúl cerrado, uno no sabe lo que se encuentra hasta que no está dentro». Teresa volvía a la carga, pero ningún reproche podría ya penetrarle porque parecía como si aquello se hubiera perdido definitivamente. Le recriminaba su falta de apetito sexual, que no la tocara, que no la besara... Le flaqueaban las fuerzas para iniciar una conversación profunda que ella siempre esquivaba. No visualizaba un futuro junto a Teresa, en cambio en esos momentos ardía de ganas de caminar junto a Helena hacia el mañana. Un porvenir que intuía vacío de posibilidades. ¡Tan diferentes esas dos mujeres!
Todo estaba demasiado enredado. Tampoco había orden en aquella llamada de atención de las olas del Estuario del Plata. Podían ser invisibles, incluso inaudibles, pero le interpelaban, interrogándole, avisándole con su ladrido de que algo estaba pasando por su vida y que quizás mañana quedaría diluido. Le faltaban referentes para enfrentarlo, momentos de recogimiento para entender lo que acontecía en las fibras de su cuerpo. Si la primavera habitaba algunas esquinas, dejaría que todo aquello sucediera sin sentirse culpable, aprovechando los rayos de ese sol siempre en guardia, disfrutando de esa condena fuera de todo juicio. Condenado, condenado y, al mismo tiempo feliz, inspirado, aquejado de transformaciones físicas que le hacían rejuvenecer. Por eso el primer mate que probó le pareció tener un sabor dulce. Helena le había dicho que era amargo y relatado su origen guaraní: lo plantaban encima de las tumbas para dejarlo crecer y así poder beber la hierba, absorbiendo la sabiduría de la persona que había muerto. La quería y respetaba, no había plan de conquista. Solo aspiraba a continuar caminando y que Helena no estuviera muy lejos. Una fuente de aprendizaje donde crecer, con quien compartir algún momento en la semana y festejar los encuentros casuales.
En su hogar Ramón sentía que hacía mucho tiempo que algo se había quebrado definitivamente. Al principio optó por la opción fácil para suplir ese vacío, aunque los encontronazos extramatrimoniales apenas paliaron su angustia. No era una amante lo que quería, y menos que fuera Helena, quien ocupaba un altar sagrado y secreto. En nada le hubiera complacido un escarceo más, ya había vivido otras historias fugaces y nunca le habían aportado gran cosa. Pero las pulsaciones y los pinchazos descontrolados, las cosquillas esquizofrénicas que recorrían su cuerpo cuando ella estaba cerca, le hacían pensar que era más que una amiga y confidente. Un renacer de células dormidas que provocaban que se disparara, que se disipara. La imagen de un universo entero plegado ante sus ojos. No iba a tirarse al suelo para recoger los trozos de sí mismo, disfrutaba de esa magnanimidad como de una noche que hiere con la luz lechosa de las estrellas. Helena le despertaba esa mezcla de atracción y admiración, aunque también de dolor de los días largos sin sus noticias, sin la satisfacción de verla llegar a otra cita, sin las risas que iba a provocarle sin esfuerzo. Experimentaba su propia pequeñez y caminaba para no correr, para no dejar de respetarse, para que su negación se acompañara de cordura.
Miraba a la puerta de su apartamento cuando llegaba Teresa e imaginaba que era Helena: su melena suelta, su improvisación en el vestir, su sonrisa de verdad, la fuerza arrolladora que ponía en todo lo que hacía. También hubo muchos días de paseo solitario en los que anheló la niebla y su brazo. Su mirada azul, su boina burdeos… A veces ese deseo no tardaba en transformarse en llamada intempestiva o cita de sobremesa, en camaradería. Los límites estaban marcados por señales de stop que nunca se sobrepasarían. Si un exceso de humo ocultaba las indicaciones, volviéndolas confusas, Helena se permitía el lujo de ser explícita. Las decepciones que sufría Ramón eran fruto de sus propias fantasías, de sus ganas por rebasar las fronteras. Ella tenía todo el derecho de guardarse para sí lo que necesitaba y compartir con él lo que quería. Ramón había aprendido a respirar muy profundo antes de levantar cada muro de contención, a no herirse innecesariamente.
En el juego había estado muchos meses, sin dolerse demasiado, sin sufrirlo, pero de repente todo estalló. Había sido unas semanas antes, mirando el horizonte en un atardecer que se asemejaba a la explosión de una bomba de hidrógeno. Un cielo detenido. Las nubes apelmazadas en disposición vertical se dejaban coronar por una aureola. Docenas de mariposas le rodearon y empezó a correr a su misma velocidad. Las piernas se alternaban cada vez más rápido y su pecho sentía el calor de aquella explosión. Creía saber cuál era el origen de esa congoja que se quedaba en su garganta sin darle tregua a las lágrimas. Un golpe incisivo retenido: la realidad vista como en fotogramas, tan clara y tan dañina. En su oído derecho parecía filtrarse todo el viento del mundo. Esquivando a la multitud de un sábado primaveral, se acordó de aquella vez que la miró en el café, ajena y desenvuelta, compartiendo un debate acalorado con sus compañeros. También recordó los tangos premonitorios de Gardel que escucharon en directo unas semanas antes en un restaurante donde, según el camarero, todo estaba dispuesto para potenciar los campos energéticos. Hubo alguna intuición, aunque no quiso entender qué estaba pasado. Podía recordarlo ahora nítidamente, mientras el cielo descorría milagrosamente un velo que vertía agua de lluvia a su paso, gotas que le reconfortaban porque paliaban el calor y suavizaban los destellos de sol que días atrás le habían resultado demasiado abrasadores. Pensó en cruzar la calle, pero siguió corriendo cada vez más deprisa, ya sin camiseta, expuesto al viento, sin aliento, llenándose de incertidumbres que permeaban por las grietas del día. Una energía brotó de su interior para hacerle sentir más vivo y recordarle que todavía estaba en esa ciudad. A Ramón le hubiera gustado compartir con alguien aquel sentimiento de amor infantil.
Hacía tiempo que había descartado la posibilidad de conversar con Helena de aquella atracción. Al principio porque no se hubiera atrevido y después porque le dio miedo que la confesión pusiera un freno a su amistad. Igual eran demasiado mayores para no saber y todavía jóvenes para perdérselo. Hubiese sido vulgar intentar besarla y, mucho más, urdir una artimaña para acabar en su cama. Helena tenía un amor al que cuidar, una relación elegida. Las casualidades en los últimos días no allanaban el panorama. Era inútil buscar razones en una realidad caprichosa y caótica. Sentía una ternura inconmensurable, del tamaño de una ballena o de un precipicio. Algo muy diferente a la pasión donde era fácil quererla querer. Proyectaba deseos en posibilidades futuras, para amarla donde nada existía.
Todavía con los ecos de la explosión de la bomba que erosionó su estabilidad, el pampero llegó después de atravesar los Andes, fuera de temporada. A Ramón no le dio tiempo a ponerse a resguardo. Las ráfagas lo encontraron inconsciente en las calles y desplazaron un cuerpo que a duras penas pudo sujetarse, encontrar contrapesos para permanecer.