Una mujer semidesnuda encabeza a una multitud de personas, cubiertas únicamente por círculos perfectos de acrílico fosforescente en la piel. Son los años 60 en Estados Unidos: la década de la revolución, de la persecución de ideales magníficos que traen un sentido de cambio a las calles de Nueva York. La multitud la ha seguido hasta Central Park, y en ese momento se congela esta escena inaudita. Parece uno de los happenings con más éxito del año: la mujer, una japonesa joven, sonriente, de cabello oscuro y largo, se para en uno de los puntos más importantes de la ciudad, en medio de la masa interminable de personas, y se aclara la garganta. Desdobla un papel que trae entre las manos, y en el momento en el que parece que va a decir algo, se paraliza.
La gente la mira en silencio: está a la expectativa de lo que vaya a hacer después. La mujer tiene las miradas de todo el parque sobre sí, y lo único que puede ver son puntos de colores. Puntos. Puntos que le dieron nombre, que fueron su marca distintiva, por los que fue rebelde, y por los que se fue de casa. Puntos que se extienden al infinito, puntos perfectos, puntos de colores, puntos. Y entonces, Yayoi Kusama recuerda sus primeros años de obsesión en su ciudad natal, y parece que los gritos estridentes de su madre se hacen presentes de nuevo, tantos años después de huir de ellos.
Yayoi Kusama vislumbró los primeros atisbos de Trastorno Obsesivo Compulsivo desde una edad muy temprana. Hija de una familia de comerciantes, pudo asistir a las mejores escuelas de arte que Japón pudo ofrecerle. Se desempeñó siempre con maestría en lo que la tradición estricta de los cánones artísticos de su país le dictaba, con la resistencia sutil de los que buscan algo más de un patrón repetido a través de los siglos. A pesar del magnífico talento que demostraba para las convenciones estéticas del Nihonga —lo único que se impartía en las escuelas locales—, Kusama siempre tuvo sobre sí el peso de las relaciones conflictivas que sus padres llevaron en vida.
Amoríos, peleas, espionajes de pareja: desde niña se vio forzada a soportar el yugo de problemas que no le pertenecían. Es por esto por lo que recuerda experimentar alucinaciones desde muy joven, que resultaron en severas tendencias suicidas a lo largo de su vida. Su madre no cumplió jamás con la idea de una figura amorosa en la cual protegerse, y su padre permaneció como una sombra huidiza que se escapaba de su casa para vivir una vida que ya no le correspondía. La rigidez casi inexorable de la academia sumada con la presión incesante de su vida familiar le produjo fuertes tribulaciones que no supo resolver del todo, y una mecha latente amenazaba con prenderse.
A pesar de su juventud turbulenta —y de los fuertes desvaríos emocionales que padeció desde entonces—, Kusama logró abandonar su país de origen cuando pudo independizarse de sus padres. Quería un horizonte nuevo, alejado de los parámetros rigurosos en los que la cultura japonesa se desenvolvía. Se mudó a Nueva York al cumplir 31 años, y ahí encontró el refugio metropolitano que sus inquietudes artísticas e intelectuales necesitaban. Para los años 60, cubría paredes con puntos en los interiores de las galerías en «redes infinitas», como le gustaba llamarles, y se había hecho de un nombre propio, ya reconocido en los más exclusivos círculos de la bohemia neoyorkina.
Fue ahí, en la capital artística de Estados Unidos, que pudo expandir su conocimiento de los movimientos más frescos de la vanguardia. Conoció a Andy Warhol, Georgia O’Keeffe, y a varias de las figuras más sobresalientes del medio artístico. Se dejó influir por ellos, y los demás permitieron que sus propuestas artísticas se impregnaran del sentido revolucionario que Kusama irradiaba. Fue entonces que pudo exhibir en las galerías más importantes, y que su nombre se convirtió en una firma envidiable en el mundo del Arte. Todo el mundo quería tener «redes infinitas»: puntos de colores contrastantes en los cuales perderse, hacerse uno con el espacio. Fundirse, en fin, en esa obsesión de antaño, que no cesaba de manifestarse.
Con la fuerza de la fama, Kusama decidió expandir sus horizontes creativos. A pesar de su particular aversión al sexo —y todo lo relacionado con el acto—, decidió ampliar su gama a algo más que habitaciones punteadas. Fue entonces que empezó a jugar con la idea de figuras fálicas, que bien podrían ser tentáculos o bastones. Sin embargo, los tonos sexuales implícitos son una constante a lo largo de su obra: aquellos dejos obsesivos que su vida en Japón despertó se perpetuaron en un nivel más sutil de esencia, eternamente presente en su propuesta artística. No le importó lo que la crítica tuviese que decir: la experimentación se volvió un eje conductor durante el tiempo que vivió en Estados Unidos, y la llama disidente de la bohemia la impulsó a buscar más.
Además de lo escandalosas que sus obras a gran escala pudiesen haber sido en el momento, Kusama es de las primeras en introducir los proyectos de instalación. Este paso ya se había intentado dar antes, pero ciertamente ella marcó un hito: su obra se volvió experiencial, completamente sensitiva, con la intención innovadora de lograr que el observador tuviese una inmersión profunda con la obra, y pudiese vivirla como algo real, inmediato: como si fuese una extensión de sí. Había algo en sus instalaciones que enloquecía a la gente, que los hacía pedir más: sería la confusión de estar en medio de puntos rojos, o la locura de espejos contrapuestos que parecen llevar al infinito. Lo cierto es que Kusama pudo entender a la audiencia a la que se dirigía, y así, se volvió una de las artistas más aclamadas del siglo XX.
Sin embargo, la fama y la fortuna que encontró en Estados Unidos no le fue suficiente. La expresión de su espíritu revolucionario no se limitó a su capacidad artística, sino que se desarrolló, además, en el ámbito social y político del momento. Así como las marchas en pro de los derechos de los negros estaban en su auge, los artistas decidieron tomar el estandarte pacífico en contra de la Guerra de Vietnam. Estaban hartos de las dicotomías absurdas que los medios ofrecían, y estaban dispuestos a manifestarse en su contra. Kusama no fue la excepción: varias de las performances públicas que hizo en esos años atacaban directamente la incompetencia humana que caracterizaba al gobierno estadounidense, y los reflectores estuvieron sobre ella también en este ámbito.
Fue en 1967 que reunió a gran parte de sus seguidores y amigos artistas para pintarlos a todos con círculos fosforescentes perfectos, con la idea de hacer una marcha multitudinaria para que las tropas fueran retiradas de Vietnam. El día acordado, salieron todos, semidesnudos, con carteles en los brazos y gritos de paz en la garganta. Llegaron a Central Park y el parque se volvió un mar de gente punteada. Entonces, en medio del tumulto —ya en silencio—, la joven japonesa de pelo largo y oscuro se aclaró la garganta. Tenía los ojos de todos sus seguidores encima, y el mar de puntos fosforescentes pareció deslumbrarla por unos instantes.
Desdobló el papel que tenía entre las manos, y después de un silencio casi imperceptible, se dirigió al presidente Nixon: le ofrecía su cuerpo a cambio de la vuelta de las tropas de Vietnam, a cambio de parar la destrucción ecológica y social —a cambio, en fin, de terminar una guerra sin sentido. Esta carta pasó a la Historia como uno de los íconos más representativos —y más valientes— de una generación que genuinamente se ocupaba por buscar un cambio. A pesar de la fobia inexorable que la mujer sentía hacia el acto sexual, hizo una declaración política poderosa, usando como excusa una de debilidad que había nacido en Japón, y de la que no había podido librase nunca.
Años después, empapados de escenas similares, Yayoi Kusama volvió a Japón y abrió un estudio. En 1973 empezó a escribir novelas en sus momentos de ocio, pues la mala salud no le permitía demasiado. Hoy por hoy, a sus 88 años, sigue exponiendo en los mejores museos del mundo, trabajando siempre desde su estudio japonés. Decidió internarse en un psiquiátrico, y sale todos los días a su estudio, para volver a su estancia en el hospital a eso de las siete de la tarde. Y así, la obsesión volvió a su lugar de origen, dejándole al mundo un legado legendario —siempre, con puntos de colores.