Madrid, 2011.
No era habitual que las circunstancias le permitieran adentrarse sin rumbo en su propia ciudad. Recorrió sus entrañas fascinado por la ductilidad del decorado. Una transición que le dejaba pensar de nuevo qué senda tomar. Caminó por la Ronda de Segovia y después cruzó el viaducto de Max Estrella. Tuvo la sensación de que esa era la primera vez que transitaba lo que en otras ocasiones contempló desde arriba, desde otro ángulo. La escalinata se hizo más pesada, quizás por el paso de los años, también por la pasividad de los últimos días. Si hubiese paseado más despacio hubiese advertido que el ritmo de su corazón era el de una máquina impredecible. Latía lento y rápido mientras descorría las preocupaciones de la noche anterior. El nuevo día le ofrecía un sol en donde quedarse. Si la alfombra del tiempo le dejaba transitar sus adoquines de forma reposada, mientras el resto de las personas corrían, no tenía por qué asustarse de ese privilegio. Se saldría de su traje de estresado, del ritmo de carrera interminable para contemplar, tras los vidrios de cualquier cafetería, ese movimiento necesario y estéril. Así había sido siempre Madrid. Ciudadanía y visitantes se fundían, aprovechándose de su cuerpo urbano hasta los tuétanos, retorciendo sus esquinas, creando sombras que movían los objetos inanimados, rumor en los restaurantes, contrastes de bolsillos llenos y vacíos. Ramón deseaba unas calles menos ruidosas, pero de nada servía quedarse parado. Le sorprendió que en la radio dijeran que era la capital con más árboles de Europa, porque cuando salía a la Sierra siempre la recordaba gris. Desconfió de la información, fruto de una propaganda política que se travestía en ejercicio de rendición de cuentas. También se confundía el rigor con el rumor, la evidencia con el ruido, la falsedad con la mentira desnuda.
Hizo recuento visual de las calles que los cobijaban, aunque más que conseguir números, agradeció sus colores, el cimbreo de las ramas, el contorno de sus troncos desnudos, meditando junto a ellos ese ejercicio fugaz de dejarse habitar por la ciudad. Su propia insatisfacción proyectada en ese Madrid gris, necesitado de un proyecto social y de convivencia que no fuera para mayor goce de unos pocos. Pero esa mañana tocaba tregua y estaba dispuesto a alcanzar los callejones y pasajes nunca transitados y buscar los atajos hacía ningún lugar en el damero retorcido de los Austrias. A qué lejos sonaba un reinado y cuánto anacronismo cabía en el presente. Ramón sabía que sus huellas no mutarían aquellas lajas sólidas que cubrían las calles. Pesaba tan solo la historia de unos siglos, pero hacía 120,000 años que el homo sapiens habitaba la tierra. Esa repetida caricia, que atestiguaba la sucesión de vidas de paso, había multiplicado su impacto: las grandes corporaciones querían renombrar las calles, las excavadoras hacían socavones convirtiendo a la ciudad en un laberinto hueco, los edificios sacaban las pisadas con olor humano para poner moquetas aislantes del frío y del calor. La codicia había convertido esa caricia en bofetada, haciendo profundos surcos al que probablemente era el planeta más hermoso del sistema solar.
El otoño todavía era benigno con las temperaturas. Se cruzaron en la Plaza del Alamillo. Había fabulado muchas veces con ese encuentro. No pensaba en Silvia, sin embargo, cuando le llamó por su nombre. Ni siquiera estaba divagando sobre las estrategias a seguir en sus guerras abiertas contra el inmovilismo y la injusticia. Simplemente caminaba junto a su hijo Rodrigo y a un rayo de sol de invierno que calentaba la mañana. A Ramón le gustó verla, aunque durante mucho tiempo simbolizó una batalla perdida. Habían compartido una amistad adolescente y un presentimiento lleno de interrogaciones del que pudo ser su primer enamoramiento. Silvia pronunció su nombre como si lo hubiera estado haciendo durante toda la vida o, al menos, así le sonó a él, a pesar de que no habían coincidido en los últimos quince años. El paso de los lustros había hecho impreciso el último encuentro en el barrio donde crecieron. Después cada uno tomó su rumbo: ella se fue a París, Londres, Berlín; él terminó en Montevideo. Coincidieron algunas vacaciones. En el breve instante que charlaron, antes de que Rodrigo tirara de su brazo con gesto aburrido, Silvia le contó que llevaba años en Luxemburgo trabajando para la banca de inversiones. Visto con perspectiva, era difícil que ahora él pudiera enamorarse de alguien con esa ocupación. Así era el pasado: un reflejo que por momentos llegaba a conmover y que posteriormente se borraba sobre nuevas huellas. Aceleró la colisión con lo perdido, que se quedó enganchado por un rato al después inmediato. Esa aparición fantasmagórica se esfumaría como todo.
Cuando llegó a casa todavía se sentía invadido por su sonrisa, que era la misma siendo su cara distinta, más serena y blanquecina, habitada por líneas de expresión afiladas. Se miró al espejo y vio que también ahí habían pasado los años. Un rostro y un cuerpo que no se correspondían con lo que fueron. La barba naciente totalmente canosa, su ropa más informal que en su juventud. Dejó divagar su mente por unos instantes y luego se sentó a leer su correo electrónico. No quiso dar más alas a ese recuerdo, aunque sabía que esos espacios no contaminados de relaciones de poder ni de falsas promesas, donde palpitaba un corazón solitario, ayudaban a los sentimientos inocentes e incoherentes a rebrotar. Volvió a otras cuestiones más urgentes. En su cueva, construida todavía por el destello de esa aparición, leyó el primer correo:
Querido Ramón:
Te confieso que en la manifestación del 19 de marzo me deprimió ver que no había ningún compromiso del mundo de la cultura. Estoy acostumbrada a la tradición francesa de los «intelectuales», la del affaire Dreyfuss, la de Zola y Hugo… Recuerda que pasé muchos años siendo hija de inmigrantes en aquel país. Creo que la base de la definición de intelectual está en la sabiduría de buscar el bienestar de nosotras y los otros. Pero aquí el mundillo del arte no está en la calle con la gente, de la misma manera que tampoco lo está la iglesia. Como creyente me indigna, porque sabemos que también es posible una iglesia como la de los curas obreros o blancos de Centroamérica. Hoy están ausentes para venir cuando ya el capitalismo lo haya arrasado todo a recoger con limosnillas y comidas de caridad a los indigentes.
Mientras estos colectivos no se involucren nos quedaremos afónicas desde la llanura de la clase trabajadora, procurando que no nos estrangulen.
Un abrazo, Carlota.
Solo había transcurrido una semana de aquella manifestación, pero le pareció que ya pertenecía a un pasado lejano. «Vamos despacio porque vamos lejos», se leía en las pancartas del 15M. Ramón sentía que el tiempo se había acelerado y confundía los gritos reivindicativos con las exigencias de su propio corazón, que aullaba mendigando atención. Esperanza e indignación: un binomio perfecto para enseñar a su hijo Rodrigo, quien también había acudido a las protestas, aunque nunca acompañado de su padre. Sus modelos de sociedad eran similares, pero el lenguaje utilizado hacía que parecieran diferentes. Rodrigo se refería a «ocupación legítima» para explicar el uso que se había dado a un hotel de la Puerta del Sol durante las protestas. Para su hijo era una forma de «liberar espacios para uso común», la mejor manera de dar valor a un edificio perteneciente a una inmobiliaria en concurso de acreedores y conocida por su actividad especuladora. Por aquel entonces siempre iba acompañado de Claudia, una chica que había pasado gran parte de su vida en Buenos Aires y que decía ser su camarada. Rodrigo no había querido responder a la pregunta de si eran novios. Su generación parecía sucumbir menos a los mitos sobre el amor romántico, aunque recibiría las mismas vibraciones y escalofríos cuando de afinidades electivas se trataba. Claudia y Rodrigo seguían enarbolando al Che, pero habían incorporado a Julian Assange, Edward Snowden y Bradley Manning a su nómina de héroes modernos. Ramón nunca quiso ponerle la etiqueta de incomprensión intergeneracional, prefería pensar en la renovación de los códigos y los sentires: la fuerza de la juventud ayudaba a reinventar lo ya dicho. Rodrigo a menudo le reprochaba su negligencia, su pertenencia a la manada anterior, la que soñó con un mundo mejor y después consintió que se llegara tan lejos en la manipulación y en la mentira. Era curioso cómo se podía infravalorar el peso de un contexto que no había jugado a su favor, tampoco ayudaba a su padre a reconciliarse consigo mismo. Su despertar a las injusticias fue tardío y lento. Ni siquiera tuvo agallas para participar en los muchos partidos políticos que afloraron después del fin de la dictadura, durante sus años de universidad. Buscaba un trabajo y se mantuvo al margen, bien instalado en el establishment que le procuraba calor. Luego se dio cuenta de que ese calor no era de hogar, sino de carcelero, devenía en un vapor pesado, paralizador. Así que no podía reprochar nada a Rodrigo, se limitaba a asentir y a recordarse una y otra vez la importancia de no volver a ese espacio de reclusión, a compensar con su trabajo la estupidez y cobardía del pasado. Podía permitírselo, ya no había necesidad de seguir acumulando ni de transmitir el tan fallido cuento del patrimonio familiar. Todo se fagocitaba tarde o temprano, se disolvía en los agujeros negros de lo cotidiano y la marcha acompasada de segundos sobre minutos, sobre horas, sobre días, años, lustros, siglos, milenios… Sobre los millones de toneladas de arena que no cabían en su imaginación.
Rodrigo tenía claro que no quería seguir dando cabida en su país a un rey cazador de elefantes ni a sus sucesores educados en universidades conservadoras. No quería a esos esclavos del poder económico que reproducían, desde el orden simbólico, la obediencia ciega. Una pareja de baraja coronada de hipócrita felicidad, rodeada de casos de corrupción de los que milagrosamente se habían puesto a salvo. Caricaturas trazadas para dar pábulo a malas historias de ficción contadas en noches de fuego de campamento. Hablar dos días de ello en los medios de comunicación bastaba para hacer la catarsis colectiva necesaria para que todo siguiera igual. «Lo manda la Constitución» —decían—, y Rodrigo les argumentaba que no era más que un acuerdo en papel impuesto por unas élites cuarenta años atrás sobre la memoria de aquellos que consideraron sus enemigos, pero que también eran parte del país. Un consenso a punta de amenazas de golpe militar que sirvió para la gran representación de la ansiada legitimación real. Ahora recogíamos sus frutos blasfemando contra los principios de la Ilustración. Los príncipes rana tenían derecho a enamorarse de plebeyas al servicio del poder, pero no a convertirse en rey por argumentos carpetovetónicos de línea dinástica. Adornado con la banda de comandante en jefe, su rostro poco agraciado pasaría a formar parte de la nómina de las pinacotecas. Y mientras tanto a seguir con el cuento en las revistas del corazón que se acumulan en las peluquerías, en grandes mamotretos sobre los culebrones borbónicos de las más populares librerías o en series panegíricas para la televisión con guion retocado por la Zarzuela. Reinas custodiadas del mando militar, operadas, besando pies de un Papa para purgar los pecados. Putas o vírgenes, obedientes al fin y al cabo. Una maquinaria de control que no descansaba de reproducir o reconstruir los símbolos. Y si había que cambiar alguna línea, todo se podía maquillar con buen marketing. Una forma conocida para permitir que quienes más tenían pudieran seguir acumulando, ejerciendo el egoísmo que por naturaleza pervivía en el cerebro humano.
Había sido un día largo, lleno de emociones. Las palabras de Carlota se fueron desgastando entre los algodones que necesitaba para seguir creyendo en un pasado que fue suyo. Se durmió recordando la luz intransigente de aquella juventud, las veces que Silvia y él se besaron en portales ajenos, la inseguridad con la que encararon su felicidad. El sueño llegó en forma de río pantanoso. Morfeo lo acogía inquieto, sin saber dónde lo dirigía aquel cauce de fango donde cada vez le costaba más despegar los pies. Ausente de signos de fauna o vegetación, un zapato se le quedó prendido al lodazal, pero no creyó que mereciera la pena intentar recuperarlo. Decidió quitarse entonces el otro zapato y seguir descalzo. Ese gesto descorrió el sortilegio: el río empezó a llenarse de agua y él nadaba para no ahogarse alentando un sentimiento de libertad infinito.
El día que dijo adiós para siempre a Silvia también perdió un zapato. Por suerte, el río que estaba por venir lo sacó del fango.