Del cuerpo de la sentencia no nacida surge la esfera de luz, y de esa esfera de luz surge la sabiduría. De la Sabiduría surge la sílaba-semilla y de ella surge el mandala completo.
(Tenzin Wangyal Rimpoche)
El mandala es un símbolo muy importante, no sólo por su universalidad, sino porque en esa universalidad veremos la construcción básica que parece acompañar a todos los símbolos, sean de la naturaleza que fueran.
Los mandalas como íconos budistas son los más conocidos, en sus distintas versiones (dibujos, tapices, imágenes de arena de colores, etc.). El uso de la palabra mándala (lo más cercano a la pronunciación en sánscrito, pero también es válida como mandala que es la que usaremos acá) ha sido estudiado en profundas investigaciones -psicológicas, antropológicas- de Occidente. Pero no sólo se trata de cuestiones de conocimiento positivo, sino que involucra una noción de lo sagrado que debemos buscar para una comprensión más acabada de lo humano. Dicho de otra forma: en los mandalas siempre se intuye un espacio que será de naturaleza sagrada. En general, un mandala es aquel diseño geométrico que simboliza al universo (macro y microcósmico) y cuyo uso ayuda a ciertas prácticas budistas e hinduistas de meditación, y también colabora con el profano en tales lides, a entrever una dinámica de integración (a veces, sólo estética) que excede la comprensión racional. En ese símbolo se concentra una delicada y gigante metáfora de la nada en donde el yo se pierde hasta de sí mismo, encontrando un espacio absolutamente vacío que se manifiesta como la nada en tanto que sustrato metafísico de la libertad... el budismo lo llama Nirvana, el cristianismo, Gloria.
Cómo están armados
Se considera que los mandalas están constituidos por tres elementos básicos: un punto central; un área intermedia de diversos diseños y un círculo que encierra al conjunto. Según parece, fueron introducidos en el Tíbet desde la India por el gran gurú Padma Sambhava en el s. XVIII a.C. En cuanto a su nombre sánscrito, mandala remite a cualquier objeto circular o interpretado como circular como son los discos de la luna y el sol o cualquier cosa redonda o casi redonda. Así, los halos atmosféricos del sol y la luna también pueden ser llamados mandalas e incluso las huellas de las uñas que quedan grabadas en la piel de los amantes reciben ese nombre. También son mandalas el conjunto de naciones menores que rodean a los reinos más poderosos -mandalas políticos-, una serpiente enroscada o la posición que debe tomar el arquerista en el momento de tensar el arco justo antes de disparar una flecha... y un sinfín de etcéteras, pero se lo conoce más en Occidente por su condición de motor de estados especiales de la mente hacia instancias sagradas, por vía de la contemplación y la meditación. No sólo se pintan o dibujan, sino que también se construyen en forma tridimensional en ciertas festividades, aunque también, y según Lingdam Gomchen -del convento lamaísta de Bhutia Busty- un verdadero mandala se concibe como una «una imagen mental que puede ser constituida, mediante la imaginación, sólo por un lama instruido» y que no contará con ningún lazo material.
En el budismo se conciben dos mundos: el del samsara, donde opera el karma y donde se muere y se nace una y otra vez, y un mundo nirvánico, al que se accede cuando se detiene el karma. El hombre accede a este último por un salto cualitativo al que contribuye el mandala y que consiste en el conjunto experiencia-conciencia interior de un universo que sólo deviene y fluye. Esta experiencia/conciencia interior fue llamada «Matriz de todos los Budas»; «Identidad Absoluta» o «Esencia no connotada», es decir, que no tiene connotaciones con nada, generando el vacío de la liberación del karma. El mandala es un ducto hacia la liberación del yo ficcional.
El término mandala se originaría de dos términos: «manda» como esencia («como la crema de la leche») y «la» que remite a la idea de terminación, coronación. De esta manera, el mandala es el espacio simbólico en donde se reconcentra una esencia fundamental (como la acumulación de la crema, lo que resulta más nutritivo -y sabroso- de la leche). Es el verdadero conocimiento (el sabor del saber y el saber del sabor) que será el que lleva a ese espacio interior que nos envuelve tan plenamente sin dejar espacio para el yo, llevándonos a restablecer el equilibrio como nuestra versión de la nada... parafraseando a Borges, nos dejaremos llevar por un río, siendo nosotros ese río.
Pero mientras estamos en nuestra vida diaria, autoconsciente, no existe tal equilibrio y sólo nos queda el balance entre contrapesos: balance, balanza, pesar, pensar, sopesar, evaluar, valuar, valer. Ya lo dijimos en De redes y poesías: «En poética hay deriva, asombro, fluidez, libertad. Fuera de la poética hay diagnóstico: cosas, causas, culpas». Cuando hablamos de mandalas hablamos de poesía y no de sistemas causales. Hablamos de derivas y no de diagnósticos. Hablamos de equilibrio, pero como metaestabilidad.
Composición y dinámica
Básicamente, su versión tibetana es una estructura que tiene un centro en el que reposa la imagen de alguna divinidad, equivalente a la divinidad misma -sin manifestarse-. De allí se abre un diagrama que simboliza un palacio de múltiples niveles con cuatro aberturas a los puntos cardinales: es el área intermedia asociada al número cuatro y todo termina dentro de un círculo. Inmediatamente fuera de él se instalan figuras que representan demonios del inframundo: lo que nos espera si no adscribimos al modelo propuesto por el mandala. El círculo es, a la vez, acabamiento y trascendencia a la manifestación del área intermedia.
Puede sintetizarse al mandala como una estructura ternaria: un centro; una zona de conflictos y una culminación circular. El punto central puede ser un dios -como en su versión tibetana- o un pequeño redondel que sugiera inmovilidad, inmanifestación, inexpresión. También se lo halla en la tilde de la yod, la décima letra del alefato a partir de la cual se construyen las 21 letras hebreas restantes... y considerando que el universo se construyó con palabras, la yod es el centro de todo lo creado y del área intermedia donde nos hallamos nosotros ahora, tratando de entender, precisamente, al punto y al círculo del nuevo dios.
El área intermedia incluye cruces. Ya hemos observado en La mujer y su simbolismo que a Cristo lo esperaba en el Monte del Calvario el staticulum, que era un palo vertical y masculino en su concepción simbólica (representando al Padre), mientras que el reo -el Cristo- acarreaba el elemento femenino: el patibulum. La cruz así formada es, en definitiva, el conflicto entre elementos simbólicos opuestos entre sí: lo masculino: positivo y luminoso; lo femenino negativo y oscuro, los que -al cruzarse- regeneran el punto. Por supuesto que en simbolismo no hay una escala ética y, ni siquiera una estética: en el símbolo no hay moral ni tampoco más belleza que la sensación que despierta la univocidad del símbolo.
El cuatro expresa simbólicamente la materialidad de lo creado y el tres, su espiritualidad, teniendo múltiples correlaciones. En arquitectura encontramos las bases de cuatro ángulos sosteniendo arcos que representan diferentes variantes de círculos, en número y posición, como en los portales románicos, árabes, etc. En el grabado de El hombre de Vitruvio de Leonardo encontramos claramente plasmada una cuadración de círculo -o circulación del cuadrado-, con la figura de un hombre con cuatro brazos y cuatro piernas... expandidas para abarcar el círculo y juntas, con brazos horizontales para delimitar el cuadro. En el cuadrado, lo material, queda un hombre crucificado y el cruce de las diagonales se da sobre sus genitales, quedando así expresada la materialidad humana. Esto aparece sintetizado en el sacerdocio según el orden de Aarón que era por herencia de carne. Mientras que el círculo tiene como centro de sus infinitos diámetros, el ombligo: el sacerdocio según el orden de Melquisedec: el espíritu (Hebreos 7:11) sin herencia de carne. El Cristo tenía en sí ambos órdenes porque fue crucificado según la carne y el de Melquisedec por ser hijo carnal de un dios. La figura de Leonardo es un diseño mandálico: un punto central (el ombligo: su inmanifestación); el cuadrado y el hombre en cruz -área central-. Luego, la culminación de todo: el círculo.
Otra correlación entre el triángulo con el cuadrado como mandala, de amplia distribución mundial, es la pirámide cuadrangular. En África (Sudán y, por supuesto, Egipto); en Asia (China); en Europa meridional y en América del norte, central y del sur, hay pirámides todas cuadrangulares, y en el cruce de sus diagonales en el ápice, que puede ser material como en las egipcias y sienitanas, o virtuales como en las americanas y chinas, el cuatro a través del tres de las paredes, da el uno de lo sagrado: el punto del ápice es el círculo del mandala. Este punto proyectado sobre la base en el cruce de las diagonales de lo material es lo que Aristóteles tomó como centro inmutable de toda materia (a diferencia de los otros cuatro puntos), que no era ni frío (el aire), ni caliente (el fuego); ni húmedo (el agua) ni seco (la tierra): era el éter o quinto elemento (la quintaesencia alquímica). En la pirámide cuadrangular, el quinto elemento se proyecta hacia el ápice como un espacio sagrado: material en la pequeña pirámide del piramidión egipcio y espiritualmente en altares sobre las superficies planas terminales (meso y norteamericanas y chinas).
Existen también pirámides circulares las que, obviamente, son gigantescos conos. Pero no resulta difícil establecer la correlación entre cuadrado y círculo, como ocurre en el círculo pitagórico que permite identificar en él, la inclusión geométrica de un cuadrado. De hecho, el Benben, en la mitología egipcia y dentro de la cosmogonía helipolitana, fue la montaña primordial cónica que surgió del Nuu u Océano Primordial (tardíamente llamado Nun). En los Textos de las Pirámides, el dios Atum se refiere a sí mismo como «colina», que luego será una pirámide. El término Benben ya remite a una estructura mandálica: significa «el radiante» desde un centro hasta el círculo: una piedra sagrada en el templo Solar de Heliópolis sobre la «colina de arena», donde el dios primordial se manifiesta y donde dan los rayos solares nacientes (weben). Esta ceremonia se llevaba también adelante en Napata -la capital de Nubia- y en el oasis Siwa, donde el equivalente al Benben era una piedra cónica como ombligo del mundo. El Benben podía ser tanto cónico como piramidal, pero como amuleto de momias, era siempre un pequeño cono que simboliza a las pirámides. El mito del Benben reaparece en el culto al ave Bennu (la garza del Nilo) que derivó en el mito griego del ave Fénix. El egiptólogo inglés Barry Kemp definió una correlación entre el Benben, el ave Bennu y el Sol radiante y naciente o weben que, observamos nosotros, conforman un mandala: el weben es el centro; el Bennu responde al área intermedia y el Benben es el círculo que lo culmina.
Las pirámides cónicas aparecen tanto en los sitios arqueológicos de Cuicuilco y Guachimontones en México como en la pirámide más austral de América, en el Shincal de Quimivil, en Catamarca, Argentina. Y mientras las cuadrangulares orientaban el espíritu -los vientos- según los cuatro puntos cardinales materiales, las circulares son una metáfora del espíritu como un todo presente en la base material que se subsume a todos los vientos. Los puntos cardinales son cuatro, alrededor de un eje central que define dos puntos más: por encima y por debajo del observador: el cenit y el nadir. Los primeros definen materialmente al Hombre y los agregados refieren a su condición espiritual: celestial e infernal. Los cardinales centrados en la persona construyen una pirámide donde el individuo es la quintaesencia alquímica que se proyecta hacia un cenit infinito como nuevo punto inmanifestado de origen (un nuevo dios). Lo mismo ocurre con el círculo zodiacal respecto del Hombre como punto central, rodeado de los cuatro puntos cardinales del mandala y culminando todo en el círculo celestial.
Otro ejemplo es el rito de Teuchitlán, Guadalajara: el del palo volador que representa, con cuatro hombres «voladores», los puntos cardinales y los cuatro vientos. Estos cuelgan de sogas desde la punta del palo, donde está instalado el «caporal» que dirige el ritual. Los voladores giran a la vez que descienden con sus vestimentas coloridas que remiten a aves. La tradición cita que Guachimontones era el lugar donde los Hombres se convertían en aves, o sea: en dioses, pero donde los dioses llegaban a la Tierra para permitir la conversión. De esta manera, los voladores construyen simbólicamente una pirámide virtual a la vez cuadrangular y circular, resaltando su equivalencia, y donde el caporal es, a su vez, la voz que ordena la creación hasta culminar con los hombres en su condición caída. El palo es, a su vez, la quintaesencia que une lo material con lo espiritual: el círculo con el centro del mandala.
En el caso de los mandalas como rosetones de las iglesias, estos «iluminan» un recinto, pero también «guían» la mirada como la orienta un símbolo, en el sentido de aunar miradas hacia la luz solar que por ellos penetra como símbolo de Dios, del mismo modo que el mandala budista «guía» a la mente a su extinción nirvánica en la identificación con el todo. También es mandálico el símbolo fundamental de la masonería: con un cuadrado de base representado por una escuadra que es cruzada desde encima por un compás. Lo material, como algo inercial, involuntario, representa el área intermedia, mientras que el compás puede variar su grado de apertura: cerrado para el no iniciado, luego se abre en distintos ángulos según la evolución del miembro: a 30 o 45 grados; luego a los 60 y finalmente, a los 90 grados (los 180º le corresponden a Dios). Alcanzados los 90º, el compás coincide, por voluntad propia, con todo lo existente: la base cuadrada de la escuadra encuentra su moderación y control en el círculo virtual que diseña el compás, el cual determina en su espacio central la potencialidad divina del punto: tanto el centro como el círculo están separados por el conflicto moral, intelectual y estético que implica la evolución humana.
En la tradición islámica, por su lado, tenemos presente una rueda simbólica en su doble estructura exotérica y esotérica. El círculo no es la proyección de un centro (como en las ruedas, soles o estrellas simbólicas) sino el regreso desde la periferia de la existencia alejada de Allah, hacia Allah que es el centro del mandala musulmán. La relación del musulmán con el mundo exterior a la rueda, que incluye el adquirir las exigencias morales de la conducta islámica o shariyah, es el círculo exterior o exotérico del islam, que es cómo el no iniciado conoce al islam. Luego, cada persona inicia su camino hacia el centro, como si se tratara de un «radio personal» de la rueda o tarîqah. Finalmente llega a la verdad interior, esotérica o haqîqah, que es el centro de la rueda y que es cuando el hombre se ha perfeccionado hasta «conocer como Allah». Se trata, en este caso, de una rueda centrípeta, a diferencia de los mandalas centrífugos ya mencionados.
Citaremos por último, un mandala natural, la constelación de Orión: una base cuadrada (las estrellas Saiph, Rigel, Betelgeuse y Bellatrix) y un centro trascendental: las llamadas Tres Marías (Alnilak, Alnitak y la ecuatorial Mintaka). Para los Incas era el mapa celestial de su imperio (los cuatro suyos y la triple puerta celestial de divinización), mientras que entre los egipcios -en la llamada Correlación de Orión- las pirámides parecen representar -con la Vía Láctea como el río Nilo- el imperio celestial y el Duat como camino a la divinización.
Conclusión
Los ejemplos se pueden extender a todos los ámbitos y todos reflejan esta división tripartita mandálica, hasta el punto de poder concluir que todo símbolo deriva de alguna forma, de un mandala. Es una experiencia vívida de regreso e integración al equilibrio inicial, análogo al de la muerte que era cuando el yo todavía no existía.
Si bien el equilibrio, tras el filtro positivista de Occidente, lleva a la idea de algo que ha perdido su capacidad de ulterior modificación y resulta en un valor negativo, porque implica la extinción del yo, en el orientalismo es algo positivo porque alcanza la totalidad sin el entorpecimiento del yo.
El escultor, poeta y pintor francoalemán Jean Arp -pasada la Primera Guerra Mundial-, fue uno de los primeros que, habiendo conseguido revistas de arte de todo el mundo, se dio cuenta de que todos los artistas desarrollaban las mismas estrategias de búsquedas espirituales y esotéricas, con nombres como los de Mondrian o el neerlandés Theo van Doesburg. Con caminos diferentes, muchos llegaban a las mismas metas simbólicas que, más cerca o más lejos, eran siempre estructuras mandálicas. El pensamiento es mandálico y muchas veces adquiere esa forma clásica, como en la teoría del Big Bang o en la de la Evolución. Una célula es mandálica. Un ecosistema lo es. El planeta, el sistema solar, la galaxia y los cúmulos y supercúmulos de galaxias y sus atractores centrales son mandálicos... Los mandalas están siempre presentes en forma y dinámica: del punto central invariable a su expresión -dolorosa pero generatriz y amorosa- y a su equilibrio metaestable: del equilibrio del punto al equilibrio del círculo como nueva estabilidad creadora. Esta nueva estabilidad rinde nuevos puntos invariables y quintaesencias. Nuevos dioses. Infinitas cadenas de mandalas metaestables. Escribió Jung: «Recién cuando comencé a pintar los mandalas vi todos los caminos que había tomado, todos los pasos que había dado. Todo conducía de nuevo al mismo punto, esto es, al centro. Se me hizo cada vez más claro: el mandala es el centro, es la expresión para todos los caminos».
Ver un grupo de monjes budistas y unos chamanes navajos americanos haciendo sus mandalas de arenas coloreadas, o viajar desde «el Mundo Útero» (el Taizokai Mandara) japonés al atrapasueños de los Chippewas canadienses: todo responde al mismo modelo de fuerzas, energías y dinámicas ideativas que reproducen una acción universal que impregna lo natural y que determina nuestro estilo cognitivo de captar las infinitas variables del entorno. El observador que se centra en estas abstracciones mentales, o que las adivina en los distintos niveles de lectura, puede adivinar el carácter numínico y sagrado de lo real trascendente y, contra todo materialismo, siente un alma que descubre los augustos moldes donde se vacían materia y energía... sin pruebas y sin necesidad de ellas, porque el verdaderamente sabio, el que ya navega en su propio círculo, no padece conflicto alguno entre su pensar y su sentir.