Parte de las funciones que emergen de las estructuras de poder en este continente, consiste en marcar las pautas y tendencias de diversas índoles en el comportamiento social, construyendo una psicología de masas sutilmente maleable hacia el favor y dominio de las élites. A pesar de que estos lineamientos hoy en día se relacionan principalmente a la imposición mercantil y efectos geopolíticos, encontramos sus cimentos en el contexto de la conquista. Los cuales, pasando posteriormente por distintos períodos y sucesiones de las potencias, proliferaron, manteniendo ese orden hasta el actual mundo globalizado.
Enfocando uno de los resultados de estos procesos de disposición y confección social, encontramos que después de quinientos años, en muchas ciudades y países de Abya Yala (Latinoamérica), hoy en día, se percibe una aversión al ser indígena, a la piel negra o incluso mestiza. Con base en esta realidad, la artista mexicana Guillermina Ortega ha venido vinculando su entorno, desplegando un considerable cúmulo de creaciones a lo largo de su carrera, implementando en su obra componentes que conectan con la naturaleza y aportan a la reivindicación de la mujer indígena, negra o mestiza en la historia contemporánea, permitiéndonos ahora aproximarnos a ciertas claves de su búsqueda y de su planteamiento artístico.
Después de albergar el conocimiento que le proporcionó culminar la carrera artística en la Escuela Nacional de Pintura, Grabado y Escultura: «La Esmeralda» (INBA) a finales de los ochenta, cuando la corriente del neomexicanismo estaba en su auge, Guillermina empezó a experimentar más allá de lo bidimensional, acercándose a la esfera contemporánea de lo que hoy se designa como arte descolonizador. Aunque en aquel entonces, para ella, al igual que para el arte regional, este término era desconocido, su orientación instintivamente la movía en esa dirección.
En aquella etapa, encontró a través de sus asiduas lecturas, acordes a la investigación artística, un nuevo aspecto del poder espiritual de la mujer, basándose en la creatividad, la visualización y la concepción de Dios como un ser femenino; lo cual interiorizó como una posibilidad maravillosa, iniciando una reflexión hacia la descolonización de su propio cuerpo.
Las alusiones a la feminidad divina empezaron a fluir progresivamente en todas sus obras, utilizando inicialmente lienzos de madera para pintar vulvas, denotando un lenguaje de la creación, además de surcar con gubias la madera hasta tallar la silueta de la vulva, o de hacer oquedades con fuego y pirograbados.
Para 1997 realizó una de sus primeras instalaciones, inspirándose en la experiencia que había compartido con su abuela paterna indígena en la elaboración del altar de los muertos tradicional de la huasteca, en el cual, de forma espacial, se manejaba el rito y el mito.
Tomando en cuenta el territorio, y su relación con la obra, eligió la sala principal de la ex capilla del Instituto Veracruzano de Cultura, instalando una vulva de doce metros de largo. Aquí empleó tierra de jardín, barro, frijol, lenteja germinada, agua de mar y cerámica. Delimitando tres escalas. Usó la tierra de jardín de color oscuro para formar una ojiva de gran dimensión; en su centro, dibujado con tierra amarilla, un pequeño óvalo o circunferencia, y a la vez, una vasija de barro llena de agua de mar, la cual sobresalía en medio del óvalo. El plano general de la composición definía una vulva gigante que consagraba en su piel de tierra, la germinación del frijol y la alfalfa; elevando la versión de la gran diosa o gran mujer.
La fertilidad que se reproduce en la naturaleza creadora hacía que su arte se acercara más a la cosmovisión femenina de su linaje indígena, planteando un pensamiento adverso al establecido, empezando a delatar el influjo del sistema patriarcal en México, el cual, junto al paradigma de blancura como distintivo de belleza, inteligencia, y riqueza, ha constituido una drástica desigualdad estructural. Ella retomaba este sentir nativo a pesar de que su familia, mayormente blanca, omitiera o negara dicho linaje; una tendencia de sus consanguíneos, que también veía con malos ojos su piel morena. Este doloroso patrón de rechazo intrafamiliar a lo que no es blanco, en palabras de Guillermina, se reproduce y se extiende en múltiples hogares y parentelas de Veracruz.
Su inquietud artística suscitó el acercamiento a distintas comunidades originarias de Veracruz, pero fue en la región totonaca donde convivió cuatro años con las mujeres alfareras. Con ellas, además de aprender las técnicas de modelación y cocción del barro, estrechó sus creencias: el respeto y el vínculo de crianza entre niña, madre, abuela, y madre tierra. La concepción de Kiwikgolo y Kiwichat como dualidad cuidadora del monte. El acuerpamiento femenino, al momento de dar a luz y al cuidado del nuevo ser. El equilibrio de la vida espiritual y el trabajo. La transmisión de saberes por parte de las ancianas hacia las nuevas generaciones. También en esta convivencia, la artista encontraba un nuevo lugar para las vulvas, esta vez a partir de la arcilla.
El tiempo se encargaría de complementar su condición creativa, cuando en el año 2005 se reuniría en una residencia canadiense, con diecinueve artistas descendientes de nativos norteamericanos. El «Aboriginal Art Program» abordaba desde el marco político y científico creaciones relacionadas con el señalamiento de la herida colonial en aquella región. Guillermina, que llegaba del contexto artístico mexicano, en el cual el arte indígena contemporáneo no era valorado, empezó a consolidar su criterio, concatenando su experiencia, con este concepto de arte descolonial, del cual ya había consciencia artística en el extranjero. Posteriormente, en la versatilidad de sus trabajos, se integraría plenamente este sentido.
La interacción con esta rama del arte contemporáneo también se presentaría años después, al obtener una estancia en Washington, en el Museo Nacional del Indígena Americano y, nuevamente en Canadá, en un intercambio artístico en la reserva indígena de Quebec. También al interior de su ciudad en el Tajín, Veracruz, hacia finales del 2006, los artistas empezaban a ensayar con el carácter ancestral a través de instalaciones.
La artista mantenía el contacto con las comunidades indígenas, mientras realizaba exposiciones colectivas en el ámbito local y, eventualmente, encontraba residencias al exterior del país. Lograría reafirmar y sistematizar sus experiencias de arte y vida comunitaria, diez años más tarde, en su tesis de maestría, cuyo título era: «Hacia una cartografía de la visualidad decolonial. Delimitando a cuatro artistas indígenas contemporáneos de Norte América». Como parte de la investigación académica conoció el criterio de la filósofa argentina María Lugones, identificándose ampliamente con sus ideas, y la posibilidad de resistencia que contrae el denominado por Lugones: «feminismo decolonial»; el cual se diferencia del feminismo blanco, con base en el enfoque e inclusión que aquí adquiere el racismo y la discriminación.
Realizó una tercera visita a Canadá, invitada por el Museo de Arte de Rouyn-Noranda, en el 2018, llevando a cabo una videoinstalación, referente a las desapariciones forzadas de mujeres en México. En esta ponía en perspectiva que dicho flagelo mayormente toma por victimas a mujeres morenas, indígenas, en condiciones de precariedad, y también revela el racismo institucional, que minimiza la tragedia a pesar de su prolongación, manteniendo inactivo un seguimiento real o un programa para subsanar dichos crímenes.
En este montaje nombrado «Seres de luz», Guillermina expuso un tema lúgubre y desgarrador, con el cuidado de no trastocar la ilusión de los familiares de las víctimas, quienes, a pesar de ver desvanecer la presencia de sus seres queridos, aún imploran en lo profundo de su fe una señal de vida. De tal manera, usando telas de organza, conformó una serie de cortinas o láminas semitransparentes, dibujó sobre estas de forma abstracta, sugiriendo las figuras femeninas; bordó en los textiles expresiones en náhuatl y, suspendiéndolos a unos pocos metros de altura, proyectó imágenes de naturaleza que se adherían a los cuadros colgantes. Integró en el audio, poesía en náhuatl, dirigida a las madres y hermanas de las víctimas. Era una ambigua atmósfera que acariciaba sutilmente a la muerte, mientras aún permitía respirar la esperanza a través de la tela traslúcida.
Aunque la mayor parte de la obra de la artista prioriza las voces de las mujeres que han sido sistemáticamente borradas, encontramos en uno de sus trabajos recientes, lo que ella indica como una alegoría al tránsito entre sus dos territorios, tomando en cuenta la comunicación intrínseca del aspecto blanco e indígena, ya que ambos devienen ineludiblemente de su condición mestiza. Se advierte este sentir en su pieza titulada Nudos y lazos, donde entrelaza con hebras de estambre las vulvas de barro cocido con el blanco algodón y la pochota, lo que encuadra sensorialmente, un contraste lleno de armonía, sensualidad, y resistencia. Enfocando que subyace en estos componentes la fuerza y belleza femenina, a pesar del conflicto de la desigualdad social, invocando la unidad o sororidad.
Actualmente el arte en México ha adquirido un mayor compromiso por parte de los artistas hacia las comunidades, Guillermina intuye desde su experiencia que esto germinará paulatinamente como efecto sanador, en el enjambre social. En particular, valoramos la autenticidad que ha marcado la senda creativa de la artista desde los ochenta y la polivalencia que le ha suministrado el arte contemporáneo, permitiéndole expandir sus expresiones, recurriendo a la pintura, arte objeto, instalación, dibujo, intervención fotográfica, video instalación, cerámica, materiales orgánicos y textiles; llevándola por más de cien exposiciones individuales y colectivas, nacional e internacionalmente. De acuerdo con su definición, en sus múltiples trabajos y conceptos, se ha fijado una línea transversal hacia lo matrilineal, a su relación con la tierra, al territorio, a la descolonización del cuerpo femenino y al desmontaje del pensamiento blanco. Dándonos así, un lugar donde poder revalorar la igualdad y la trascendencia del equilibrio natural que nos alcanza como mujer, hombre y humanidad.