Viví en Concepción desde febrero del 1970 hasta septiembre de 1973, tres años y ocho meses intensos de historia y vida, que no se pueden narrar en pocas líneas. Concepción fue mi cuarta ciudad y yo, un muchacho de 14 años, que llegué allí vestido de vaqueros y chaqueta «Lee».
La ciudad, como la percibí y descubrí rápidamente, era distinta a Santiago, Valparaíso y Punta Arenas. No estaba a orillas del mar, no era una metrópoli y se le conocía por su efervescencia política, por sus ideas y sueños. Por las largas luchas de los mineros del carbón, por los sindicatos y las organizaciones obreras y por ser sede de la Universidad de Concepción, donde en el 68, los estudiantes habían impuesto una presencia política, que distinguía la cuidad y que era escenario cotidiano de luchas, manifestaciones y protestas. Concepción era en ese sentido el centro del centro, el epicentro de los terremotos y cambios sociales, el campo de batalla entre un pasado soñoliento y un futuro forjado a martillo, yunque y fuego y tantos libros, tantas noches insomnes, tantas discusiones sobre los objetivos y método.
Sus calles eran perfectamente paralelas y yo vivía en Barros Aranas, a unos pocos pasos de la plaza central, entre Rengo y Lincoyán. Muchos de los nombres de las calles, evocaban los grandes toquis araucanos y Concepción era la puerta norte de la Araucanía. Detrás de la vieja estación de trenes, que ahora está cerrada, corría y corre el río Bio Bio, la frontera infranqueable de Arauco. En ese entonces, el hotel más importante de la ciudad se llamaba «el Araucano» y quedaba en la esquina entre Barros Arana y Caupolicán, que marcaba uno de los cuatro ángulos de la plaza principal.
Muchas veces al volver a casa, buscaba informaciones sobre los personajes detrás de los nombres: Ongolmo, Tucapel, que juntos a Lincoyán y Paicaví, probaron fuerzas para vencer al invencible Caupolicán en la prueba del Toqui: arrastrar un tronco de árbol a cuestas por horas y días. Rengo fue un cacique, el que, junto a otros, siguió a Colo Colo, uno de los más renombrados estrategas de la guerra y estos nombres, estos recuerdos e historias, me hicieron descubrir una realidad, que para mí era desconocida. Chile era y es un país de araucanos y mestizos. Un país lleno de historias, de proezas y de suplicios, ya que el precio de la libertad a menudo es carne, huesos y sangre, sabiéndolo o sin saberlo.
Frente a la plaza, estaba el teatro de la Universidad de Concepción, donde se celebraban actos culturales y políticos. No sé cuántas veces entré y salí del teatro, caminando calmadamente o corriendo. Pero ese teatro fue uno de los lugares que marcaron mi vida. Otro lugar, fue la diagonal, que llevaba desde los tribunales a la Universidad y era la calle por donde pasaban todas las marchas estudiantiles. Y otro lugar aún, fue el foro de la universidad.
Mi recorrido cotidiano era caminar por Barros Aranas hasta Janequeo, que era el nombre de una mujer araucana y desde allí hacia la izquierda hasta la plaza Condell, donde tenía sede el Liceo 2. Desde esa misma esquina, hacia la derecha, se llegaba al ingreso principal de la Universidad, pasando por la facultad de medicina para terminar en el foro.
En la plaza Condell, nos juntábamos siempre antes de entrar y salir de clases y frecuentemente íbamos en grupo hacia el centro. La plaza, como todas las plazas tenía una pileta a forma de círculo en el centro y nos sentábamos allí, esperando la hora para entrar al liceo y muchas veces también durante los recreos. Al liceo llegaban mujeres con canastos a ofrecer sopaipillas con ají, pan amasado, bebidas y fruta. Cada día compraba y comía pan con ají o membrillo, siempre con ají. Algunas de las señoras, sin pensarlo dos veces, me daban crédito, ya que como decían ellas, yo era el niño bueno.
El barrio de la plaza Condell era un barrio modesto y los estudiantes del liceo con sus uniformes de chaqueta azul, camisa blanca y pantalones grises, se mezclaban con los obreros vestidos con trajes oscuros y cascos y con las mujeres con sus faldas de vivos colores y pañuelo. Mi mundo era otro mundo, mi modo de hablar era distinto, mis modales eran ajenos, pero en la plaza Condell tenía a mis amigos.
A menudo, cuando íbamos a buscar a casa a uno de nuestros compañeros de escuela, por las mañanas temprano, antes de las clases, teníamos que saltar a los borrachos, que dormían profundamente en la vereda, después de una noche de parranda y juerga. La calle Orompello con todos sus prostíbulos, quedaba detrás de una de las tantas esquinas y allí, llegaban los hombres a gastarse la mitad del sueldo, bebiendo hasta perder el conocimiento. Orompello fue un astuto jefe araucano, que peleó contra los conquistadores y Arcilla lo menciona en su libro, la Araucanía, que en esos años leía con atención y recitaba a memoria muchos de sus versos.
Pero un día de septiembre de hace ya unos 50 años, esas calles se llenaron de soldados, de tanques y de muerte, buscando enemigos inexistentes en personas desarmadas, que tenían sus mismos nombres y apellidos, sus mismos rostros y eran su misma gente. Pero la orden de abrir fuego siempre fue obedecida y las calles de Concepción se transformaron en un cementerio a campo abierto, sin tumbas y lleno de cadáveres inocentes.
Esos fueron mis últimos días en la ciudad, que dejé atrás a los 17 años. Sus calles son siempre las mismas, la plaza está siempre allí, más vacía que antes y las calles con sus nombres evocan las mismas historias de lucha de un pasado heroico, que está ya lejos, muy lejos del presente. En Concepción aprendí de la vida y de la muerte, de la libertad y de las ideas, del futuro y del progreso. Allí tuve mis primeros amores, allí sufrí mis primeras derrotas y recibí fuertes golpes. Allí dejé gotas de sangre en oscuros rincones y de allí conservo tantos inenarrables recuerdos.