Quizá no me puedan creer lo que les voy a contar, pero es absolutamente cierto. En mis 64 años de vida he visto muchas, muchísimas cosas. Mi profesión de enfermera me llevó a conocer los más recónditos rincones de lo humano; en general, aquellos que se mantienen en penumbras, de los que nos avergüenza hablar, pero que son parte de la vida, tan absolutamente presentes como lo que sí se muestra: la gloria, el triunfo, el éxito. Bueno, en la vida hay de todo, aunque me inclino a pensar que son más las sombras que las luces.
¿A dónde quiero llegar con este aburrido soliloquio tan desesperanzador? No lo sé con exactitud. Quizá a ningún lado en particular: solo mostrar que en la vida sobran las espinas y no abundan las rosas. El drama humano no conoce límites.
Soy amiga de Zoritza desde hace más de 40 años, cuando llegué a Bratislava para trabajar en el Hospital San Miguel, yo recién graduada. Ella fue durante toda mi vida mi gran amiga, mi confesora, mi apoyo. Nunca pude tener hijos en ninguno de mis dos matrimonios —creo que por eso los dos se fueron, me abandonaron—. Pero ella sí. Sus dos muchachitos: Ondrej y Miroslav, eran la luz de sus ojos. Los conocí desde que nacieron, y de alguna manera, fui su tía, su segunda madre. De verdad que los quise mucho. Creo, como dicen los psicólogos, que los tomé como si fueran mis propios hijos, proyectando —así me parece que se dice— mi maternidad fallida sobre estas dos criaturas.
Lo confieso: llegué a quererlos mucho. A veces me daba la impresión de que más que la misma Zoritza. No estoy diciendo que ella fuera mala madre. No, en absoluto. Ella fue muy abnegada con sus hijos. Sucede que, cuando enviudó, siguió trabajando duro —la ginecología era su pasión— y no se daba todo el tiempo del mundo para brindarles una atención de veinticuatro horas; Stefan, como buen padre, también se ocupaba bastante de los hijos. Cuando ellos no podían, ahí estaba yo. Recuerdo que más de una vez me quedaba en su casa cuidándolos, mientras ella hacía sus turnos. Ella era doctora, como dije, ginecóloga más exactamente, y su esposo había llegado a ser director del hospital. Muy buen médico, por cierto. Dinero no les faltaba. El doctor había heredado unas cuantas propiedades de su familia, las que pasaron luego a Zoritza cuando Stefan falleció.
La familia nunca pasó penurias económicas. El paso por las drogas de Miroslav fue muy efímero. Por suerte —tal como hace la mayoría de los adolescentes— lo suyo fue solo una prueba. Quiso saber qué era ese mundo supuestamente atractivo que se le ofrecía, y probó unas cuantas veces, pero no pasó a mayores. Con mi amiga, que ya había enviudado, lo ayudamos a salir muy rápido del consumo. En general diría que ambos muchachitos, Ondrej y Miroslav, fueron muy buenos chicos.
Cuando ellos se casaron, yo estuve tan contenta como Zoritza. En verdad me sentía que había ayudado a su crianza, quizá no tanto como la madre, pero sí dando un generoso granito de arena. Sus respectivas esposas no me parecieron tan encantadoras como las veía mi amiga. Aunque ¿qué podía hacer yo al respecto? La mujer de Ondrej siempre me pareció «complicada», por decirlo con suavidad. Una jovencita que contaba a los gritos, ufanándose, que falsificaba la firma de su padre en la adolescencia para que no se enterara de sus amonestaciones en la escuela. Ella no me simpatizaba para nada. No tenía ninguna prueba evidente para decirle ni a la madre ni al hijo mayor que esa mujer no me parecía que le conviniera. Pero ¿qué iba a poder expresar yo de eso, con qué derecho? Dicen que las intuiciones femeninas en general no fallan. Bueno, creo que es cierto: la vida, en este caso, vino a demostrármelo. La esposa de Miroslav no se quedaba atrás: como estudiaba medicina y vino a hacer sus prácticas en el hospital, conocí algo de su vida. Realmente no me caía bien: era una oportunista de primera, que iba a la cama con cualquiera, con tal de conseguir sus beneficios.
Los dos hermanos fueron siempre muy unidos. Ya casados —ninguno terminó la universidad, y creo que sus esposas influyeron en eso— la amistad entre ambos matrimonios se fortaleció. Las malas lenguas, que nunca faltan, llegaron a decir que hacían intercambio de parejas. No me consta. La vez que, con mucha timidez, se lo sugerí a Zoritza repitiendo lo que escuchaba por allí, reaccionó airada. No se enojó conmigo precisamente, sino con el rumor. Pero, claro… ese encendido enojo me hizo pensar que sí, en realidad, podía ser cierto.
Por supuesto, eso a mí no debía importarme. Era la vida privada de esas cuatro personas, y yo no tenía nada que decir al respecto. Desde luego que en la privacidad de la gente no hay que meterse; eso lo tengo claro, y creo que siempre fui muy discreta al respecto. De todos modos, ciertas conductas que empecé a ver me hicieron pensar que los dos niñitos que yo conocí, y a los que hasta les cambié pañales, ya no eran esas tiernas criaturitas de años atrás. Empezaron a comportarse de un modo… digamos «llamativo».
Ninguno de los cuatro se graduó en la universidad. Luego de sus casamientos, siempre los veía muy elegantemente vestidos, a las mujeres con joyas, utilizando unos autazos de lujo. Yo me pregunta —sin atreverme a decírselo a Zoritza— de dónde venía ese dineral. Dejé de conocer los detalles del día a día desde que se casaron, pero igual no veía que ninguno de los muchachos, ni sus dos esposas, trabajaran en algo fijo. Decían que hacían negocios. Nunca me quedó claro qué negocios. Por allí —nunca faltan los rumores— escuché que se dedicaban al tráfico de personas, que ubicaban gente de Medio Oriente, o africanos también, que querían llegar a Italia, a Francia o a Alemania. Ellos, según esas habladurías, se encargaban de ese tráfico. De ser cierto, se trataría de un grave delito; me suena casi a la venta de esclavos de la antigüedad. De todos modos, lo repito, no me consta. Y, por cierto, creo que esto del tráfico de esclavos, aunque sea un delito, se sigue haciendo. Terrible, ¿verdad?
La cuestión es que si el río suena… agua trae. No parecían trigo limpio, ¿me entienden ustedes? No tenía pruebas evidentes; ni las buscaba tampoco, por supuesto. Sin embargo, algo raro estaba pasando, algo turbio, oscuro. Los muchachos, cada vez que nos cruzábamos, trataban de no verme, miraban para otro lado. Cuando les era imposible negarse, apenas si me saludaban con un murmullo inaudible. Era obvio que algo había cambiado en sus vidas.
No quiero extraviarme en el relato, y voy directo al grano. Zoritza había trabajado toda su vida en la profesión con mucho ahínco, con muchísima dedicación. Era una doctora muy responsable, muy acuciosa. De hecho, fue mi ginecóloga todos estos años. Veo que fue una gran profesional; todas sus pacientes —yo incluida— la adoraban. Después de los sesenta lo único que quería era jubilarse. Desde la muerte de Stefan no volvió a tener un hombre fijo. Solo algún que otro encuentro ocasional por allí. Era muy reservada con eso, y apenas si me comentaba, casi entre dientes, alguna salidita que se permitía. Por años se dedicó solo a sus hijos y a la profesión. De las propiedades que le dejó su marido apenas si se ocupaba. Había un administrador, un cuñado. Este fulano, persona muy recta, muy trabajadora, cumplía en pasarle puntualmente cada mes la renta de las casas —creo que eran cinco o seis— y de un pequeño viñedo en Pezinok, en las cercanías de Bratislava, con lo que mi amiga tenía de sobra para sus gastos.
Vivían bien, pero Zoritza nunca fue materialista. Si bien tenía un muy buen ingreso como médica, más todo lo que le entraba por esos alquileres y el viñedo, tenía una vida sencilla, sin ninguna ostentación. Rara vez la veía con joyas, y prefería caminar —vivía cerca del hospital— que utilizar su Volvo. De verdad que no era de alardear, para nada. Sus hijos fueron criados en esa escuela. Es ahí, entonces, donde viene lo que les quería contar.
Ondrej y Miroslav, pese a no haberse criado con estreches económicas, heredaron de su madre ese espíritu de humildad: nada de pompa, de vanagloria ni oropeles. Así los conocí yo de pequeños, de jovencitos. Luego, ya casados, las cosas cambiaron. Por ejemplo, de jóvenes jamás vi que usaran perfume; años después, olían a las mejores fragancias todo el tiempo, y los escuché hablar de comprar de las mejores marcas, por supuesto carísimas, con total naturalidad. Cosas como esas me hicieron encender las alarmas. ¿Qué les está pasando a estas criaturas?
Me lo preguntaba, pero, por supuesto, no le podía compartir estas dudas a mi amiga. Hubiera sido de muy mal gusto decirle algo así. De todos modos, algo raro yo veía. Y algo raro sucedió.
Un día 31 de diciembre llegué a casa de Zoritza para saludarla por el fin de año —ella vivía sola en ese entonces— y llamé a la puerta, como tantas veces lo había hecho. Yo tenía llave de su casa para algún caso de emergencia. Me llamó la atención que no contestara, dado que el día anterior convenimos en que pasaría. Ante la falta de respuesta, decidí entrar. Llamativamente, no estaba. La llamé a su teléfono móvil, pero no contestó. Me empecé a preocupar. Después de pensarlo un rato, llamé a sus hijos. Ninguno de los dos contestó. No sabría decir por qué, pero me invadió una horrible sensación de que algo malo estaba pasando. No solo malo: algo trágico.
Ese fin de año la pasé muy mal, angustiada. Traté de informarme sobre Zoritza, pero nadie me pudo dar información, ni en el hospital ni otras doctoras o enfermeras a quienes contacté. La falta de respuesta de sus dos hijos me llamó poderosamente la atención. Yo los llamaba muy poco, solo en contadas ocasiones. De todos modos, era raro que después de tantos intentos ninguno de los dos se comunicara. El día 4 de enero debíamos retomar nuestras labores en el hospital. Yo, por supuesto, ahí estuve —falté creo que dos o tres veces en toda mi vida por alguna enfermedad. Zoritza era igual: jamás faltaba—. A todo el mundo nos sorprendió que no apareciera. Nadie podía comunicarse con ella. Ese silencio nos alarmó.
Con otra compañera de trabajo fuimos a la policía. Buscamos en todos los lugares que podíamos buscar: hospitales privados, la morgue, preguntamos a cuanto colega se nos ocurrió. Pero nada. Ni un rastro de Zoritza. Tuvimos que declararla desaparecida.
No les puedo transmitir la congoja que sentía, la desesperación. No terminaba de entender qué podía haberle sucedido. Era como que la tierra se la había tragado. Mi amiga jamás haría una cosa así. Pensé en todas las posibilidades: llegué a concebir que se había suicidado. De todos modos —aunque eso me parecía imposible— ¿dónde estaba el cuerpo? No le encontraba explicación alguna.
Quince días después de desaparecida, ya ni me acuerdo cómo, alguien me pasó el dato de que creían haberla visto en un hospital psiquiátrico privado. De hecho, ya había preguntado en todos los centros de internación de la ciudad, y en ningún lado aparecía. Cuando fui al mentado lugar, me atendieron muy mal, no me permitieron pasar, y prácticamente me sacaron a patadas. Lo que más me llamaba la atención era que ninguno de los dos hijos, mis queridos muchachitos Ondrej y Miroslav, daban señales de vida. Cuando fui a casa de ellos, preguntando por aquí y por allá sobre sus direcciones, nunca los pude encontrar. Lo más que me dijeron unos vecinos de Miroslav es que creían que estaba de viaje fuera de la ciudad, o del país.
Por fin, casi dos meses después de desaparecida Zoritza, Ondrej atendió una de mis numerosísimas llamadas. Con voz cortante me dijo que su madre estaba internada porque «se había vuelto loca». Quedé atónita. Eso no podía ser; mi amiga era la más normal del mundo, una persona muy equilibrada. Pensé en algún arranque psicótico, pero eso era imposible: no dan brotes de locura a los 60 años. Pensé igualmente en algún proceso de demencia senil; tampoco eso era posible, porque esos son deterioros progresivos, más bien lentos, y de ninguna manera alguien que hasta el día anterior estaba totalmente lúcida, de pronto se deteriora como por arte de magia y necesitaba una internación.
Cuando me dijo el lugar de la hospitalización, quedé helada. Al llegar allí vez pasada cuando estábamos buscando desesperadas, lo repito, no me dieron ninguna información. Yo sabía que ese lugar era bastante —o muy— siniestro. Había rumores sobre lo tétrico de ese lugar de internamiento: se hablaba de tráfico de personas, de tráfico de órganos. Son esas cosas que se dicen por lo bajo, pero que son muy difíciles de comprobar. Lo cierto es que la mala reputación no se logra por casualidad. Una sola vez en mi vida había entrado previamente en ese hospital, cuando tuvimos que trasladar a un paciente, y cuando lo hice aquella vez, sentí un escalofrío que no puedo describir ahora.
Pero para no aburrirlos con detalles, para ir directamente a lo que quiero transmitirles ahora, he de decir que después de recibir la noticia de boca de su hijo, quise saber más de lo ocurrido. Pregunté a Ondrej qué había sucedido. Con expresiones más bien tajantes el muchacho solo me dijo que su madre había enloquecido, que se había puesto muy violenta, y por eso fue necesario internarla. Aduciendo que no tenía tiempo para seguir hablando, cortó la comunicación en forma áspera. Sin pensarlo mucho, asocié la pequeña fortuna que había en juego: varias propiedades bien cotizadas y un viñedo, no eran poca cosa. Quedé estupefacta, pero la vida me enseñó que no hay límites para estas cosas retorcidas. Si uno ve serenamente el mundo —los campos de concentración, las armas mortíferas que hoy día existen, las torturas, los engaños cotidianos que presenciamos, la codicia, la manipulación— no me sorprende que alguien pueda llegar a este colmo de internar a la madre haciéndola pasar por enferma mental. La verdad es que, como especie, no somos angelitos precisamente. Los animales no son tan maléficos como nuestra raza humana.
Luego del impacto de la noticia, ya reaccionando, decidí que algo había que hacer. Con otra doctora, gran amiga también de Zoritza y mía, decidimos ir al sanatorio de marras dispuestas a averiguar todo. Déjenme decirles que, en la recepción, en forma nada cordial, nos dijeron que no había ninguna persona ingresada con ese nombre. Por más que discutimos un buen rato con el médico de guardia, nada logramos. Nos dijeron que no había ninguna autoridad en ese momento, no estaban ni el director ni el subdirector, y que no podían darnos ninguna otra información. De ningún modo nos permitieron entrar, ir más allá de la recepción. Eso nos indignó.
Seguramente tan grande fue el escándalo que armamos que varios pacientes se fueron acercando al lugar. Entre ellos, Zoritza. Cuando la vimos, en bata y con la típica cara demacrada de los pacientes psiquiátricos hospitalizados, adormilados por los antipsicóticos, las tres reaccionamos a los gritos.
Mi compañera, la Dra. K., con voz recia o, mejor dicho, con atronadores gritos, amenazó a quienes nos atendían que ahí se estaba cometiendo un crimen, y que, si no nos daban inmediatamente a la paciente Zoritza Kovačič, doctora ginecóloga, conocida por nosotras, quien hasta hacía dos meses estaba perfectamente sana y que no necesitaba estar recluida en un asilo psiquiátrico, en ese mismo momento iríamos a la policía.
Se ve que se asustaron, porque contrariando todos, absolutamente todos los protocolos médicos institucionales, en un momento Zoritza estaba con nosotras, vestida con ropa civil. Bastante atontada por los medicamentos, con marcha dificultosa, pero radiante de alegría al vernos. Por supuesto, nos reconoció al instante, y con lágrimas en los ojos nos abrazó largos minutos. Lo primero que dijo fue: «Vámonos urgente de aquí. Estos hijos de puta me quieren matar».
Ya en su casa nos contó la tragedia vivida este tiempo, desde aquel infausto diciembre, dos meses atrás. Dijo que recordaba haber recibido la visita de uno de sus hijos con su esposa, y que de pronto se sintió adormilada. Después, todo lo que recordaba es que se encontró en una sala de hospital, sola, con la puerta cerrada con llave. Al intentar llamar a alguien para preguntar qué pasaba, la única respuesta fue una inyección que la terminó de dormir. Vagamente recuerda haber recibido electrochoques; nos dijo que no recordaba tanto de lo sucedido, solo que la tenían dopada día y noche. Perdió la noción del tiempo, porque los neurolépticos —es decir: los medicamentos que le suministraban— la mantenían semidormida, embobada. En los momentos de mayor lucidez protestaba ante alguien, algún médico o enfermero. Pero nunca le hicieron caso. A los gritos reclamaba que la dejaran salir, pero ante cada reclamo venía una nueva dosis de tranquilizantes.
Más que obvio que estuvo secuestrada. No se puede hacer una internación psiquiátrica contra la voluntad del paciente. Sin dudas aquí hubo algún manejo sucio: Zoritza es una persona totalmente normal, equilibrada, en ejercicio pleno de sus capacidades mentales. Si la mantuvieron secuestrada todo este tiempo, sin dudas haciéndola pasar por loca, allí se cometió un grave delito. Desde ya, la institución y los hijos tienen que estar tras todo esto: el hospital, porque permitió una tremenda irregularidad contrariando toda la ética médica, el buen nombre de la práctica en salud mental, aumentando la estigmatización que existe en este campo. Y los hijos… bueno: ni se diga. Una internación psiquiátrica es terrible: hablar de locura nos espanta. Son más tolerables las enfermedades del cuerpo que las psíquicas. Acusar a alguien de loco es marcarle su vida para siempre. Eso intentaron hacer con mi amiga.
No puedo decir que jamás hubiera pensado que los muchachos podrían hacer una cosa así. Viendo cómo se comportaban últimamente, cualquier cosa puedo pensar de ellos. Es horrible, tremendamente horrible, terrorífico imaginar que dos hijos te pueden hacer algo así. Pero no hay otro modo de entender lo sucedido. Como dije antes: el drama humano no conoce límites.
La familia Kovačič tiene algunos recursos, como ya les había comentado. Hasta donde sé, todo está a nombre de mi amiga. Sumadas todas esas propiedades, sin dudas hacen una muy bonita cantidad de euros. La codicia, lo sabemos, es un cáncer que nos puede matar. «La codicia rompe el saco», se suele decir. Así es. Es uno de los más viles pecados. Estos muchachos… no sé, no los entiendo. Yo veía que vivían muy bien, y sin trabajar. Eso me empezó a llamar la atención desde hacía algún tiempo. ¿Para qué querían más y más? ¿Tiene sentido hacer eso con una madre?
Pasado el primer momento del shock, hablamos mucho con Zoritza. Ella no salía de su asombro. A decir verdad, yo tampoco. Permítanme decirles que ahora estaba más normal que nunca, bien ubicada. Si por algún momento llegué a pensar que, quizá, podría haber habido algún proceso de deterioro psíquico —bueno, a cualquiera nos puede pasar eso ¿no?— la situación actual indicaba con total evidencia que aquí no había ningún caso clínico. Había, eso sí, una enorme, infame manipulación, falsificación de las cosas. Por lo que se veía, Ondrej y Miroslav y la gente del psiquiátrico, habían implementado un fraude fenomenal. Nuestra amiga nunca estuvo mal de la cabeza; la quisieron hacer pasar por enferma mental para quedarse con sus propiedades, pero no les salió bien la jugada. Me imagino que debe haber corrido mucho dinero tras todo esto. Claras de que estábamos ante un mayúsculo ilícito, un crimen horrible, yo pensaba que había que actuar. Sabemos que la justicia nunca es totalmente imparcial, y que gente como la que maneja esa clínica es de lo peor y dispuesta a hacer cualquier cosa, pero no obstante todo ello me pareció imperativo hacer algo, denunciar, ir contra los agresores.
Con otras pocas amigas a las que les conté el caso, decidimos que había que tomar cartas en el asunto y acompañar a Zoritza, tanto en el incondicional apoyo anímico que ahora estaba necesitando, como en lo jurídico. Contactamos abogados —dos, una abogada, gran amiga mía de hacía años, y un prestigioso penalista, muy caro, por cierto, de los más reputados— que, sin cobrar nada, nos asesoraron. Preparamos todo lo necesario para presentar la correspondiente denuncia. Cuando tuvimos el paquete armado, se lo presentamos a mi amiga.
Primer final
Para nuestra sorpresa, la reacción de Zoritza fue inesperada, hasta diría que casi incomprensible en principio. Insisto: en principio; luego, analizándola en detalle, veo que tiene coherencia. Nos dijo, con amabilidad, pero en forma contundente, tajante, que no quería iniciar ningún proceso legal contra sus hijos. Si lo iniciaba contra el hospital, de todos modos, sus hijos iban a aparecer en la denuncia, porque habían sido ellos los que promovieron la internación. Por tanto, era mejor dejar todo allí. Con expresión de ruego y lágrimas en los ojos, me pidió que diéramos vuelta la página.
Nos pidió explícitamente que no siguiéramos adelante, que prefería comerse su dolor, sola y en silencio. No nos quedó más alternativa que aceptar su deseo. La entiendo en su posición de madre, pero al mismo tiempo, no termino de procesar la situación. ¿Cómo es posible eso? De verdad, créanme que sigo buscando explicaciones. Como dije: el drama humano es infinito.
Segundo final
Mi intuición de que estos jóvenes eran de temer, que eran peligrosos, se vio confirmada. Con la denuncia presentada, la respuesta fue casi inmediata. Ondrej y Miroslav, no sé cómo se enteraron, pero muy rápidamente actuaron. Esto que cuento ahora, por supuesto con temor, lo hago desde Polonia, en Varsovia. Tuve que salir del país porque la situación se puso complicada, al rojo vivo. Peor aún diría: se puso infernal.
La Dra. K., la otra amiga que estaba colaborando en todo esto, un día de tantos fue baleada. Nunca se supo cómo fue exactamente: un par de tipos pasaron en una moto a toda velocidad y dispararon contra su automóvil cuando ella se dirigía al hospital. K. no murió, pero quedó gravemente herida. Creo que un balazo se lo dieron en la cabeza. Ante eso, yo preferí salir rápido del país. Me vine aquí para Varsovia, donde tengo amigos que me pueden acoger. Hasta donde supe, Zoritza volvió a ser internada en ese sanatorio repugnante. Ahora no sé cómo ayudar, y la verdad, me temo lo peor para mi entrañable amiga. Me siento un poco culpable por haber salido del país, pero preferí no hacer de mártir. Tengo miedo, lo reconozco. Veremos próximamente cómo puedo seguir esta lucha. Admito que está muy difícil. El drama humano, no me caben dudas, no tiene límites.
Tercer final
Para mi sorpresa, la justicia fue —tal como siempre se preconiza, pero raras veces se cumple— pronta y eficiente, objetiva, imparcial. Parece que en todo esto intervino la Interpol. Hacía tiempo que estaban tras una red de trata de personas y venta de bebés. El hospital psiquiátrico del asunto era uno de los puntos principales de ese affaire. Zoritza quiso mantenerse al margen de todo el proceso. Cuando se detuvo a varios médicos del nosocomio —que era, en realidad, un centro de operaciones de esa mafia— y a sus dos hijos, para mi sorpresa, ella no dijo una palabra. Traté de hablar sobre el asunto, con mucha cautela, por supuesto. No se le movía un músculo, no le salía una lágrima. Seguramente esa coraza era un mecanismo protector para evitar sentir dolor, el dolor insoportable que puede tener una madre al ver la desgracia de sus hijos.
El caso fue bastante relevante en la opinión pública; como pasa con estas cuestiones, provoca innumerables reacciones en la gente en un principio. Al corto tiempo, todo el mundo se olvida y se sigue con otras noticias del continuo e inacabable show periodístico. Lo cierto es que Ondrej y Miroslav terminaron tras las rejas, al igual que sus esposas. Creo que en total fueron alrededor de diez personas las detenidas, incluidos médicos del psiquiátrico. Zoritza pidió ya su jubilación, y ahora se dedica solo a su jardín.