Hay situaciones que desnudan carencias necesarias del pensar filosófico. Mientras que el pensar científico se encargará de lo fáctico, de los hechos, sus ocurrencias y recurrencias, el pensamiento filosófico lo tomará e intentará buscar sus causas profundas o renunciará a buscarlas por considerar que lo fáctico científico es el final del camino del conocimiento. Pero quizás, aun bajo esta postura de claudicación, especule acerca del conocer y una metafísica de lo conocido y del conocimiento, dejando al enunciado científico a solas con sus verdades a medias y comience una nueva complejidad del pensamiento más allá de la física y su materialidad. En pocas palabras, lo volverá a enredar todo. Y esto es porque la inteligencia humana se lleva bien con el caos: necesita del caos para organizarlo, para tener algo que hacer con él. De hecho, cuando la filosofía trata sobre los hechos materiales, comienza a parecerse a la tecnología, y esto es debido a la materialidad de origen del pensamiento en general. La filosofía tendió siempre a sistematizarse: se ha tratado a sí misma como la inteligencia científica ha tratado a la materia inanimada y ha buscado el orden que se escondía en su propio revuelco de ideas. Nos remitimos a nuestra idea de que la mano, en la evolución, sigue «agarrando» a través del pensamiento que ayudó a crear (Ver La palabra).
La sistematicidad del pensamiento, sin embargo, puede parecer ausente, como en la producción de Nietzsche, por ejemplo. No obstante, a lo que pareciera invitarnos su asistematicidad es a navegar por nuestra libre interpretación del mundo: decide cada uno zarpar hacia su océano personal. Al respecto, J. Derrida -muy nietzscheano- dice: «Yo decido y ustedes deciden desde donde escuchan». Comerciamos, intercambiamos bienes o males tangibles, tocables, agarrables... Y que pueden ser ideas o trompadas, pero para hacerlo debemos hacerlo desde la sinceridad: cada uno decide desde su interpretación... e «interpretación» nos llega desde el latín inter -entre- y el radical pret: comprar o vender. Con ese radical –pret-, se forman palabras como «precio» o «prostituta» ... todo se vuelve mercable, interpretable... y el dinero de ese mercadeo es, para Nietzsche, aquella sinceridad que termina rompiendo con el idealismo platónico. El mundo real de Nietzsche no tiene referentes en el mundo de las ideas: es aquí y ahora. Pero en su vastedad oceánica adivinamos una sola corriente de sistematicidad: se trata de la vida que quiere... Y no es que quiera vivir, explica Nietzsche, porque ya lo hace, sino porque quiere imponerse: la célebre voluntad de poder.
Es conocida la anécdota que transcurre en una de las que serían sus últimas noches en libertad: «Nietzsche sale de su alojamiento en el número 20 de la Vía Milano. Es enero en Turín, y hace mucho frío. Aprieta el nudo de su bufanda, levanta el cuello de su abrigo y va a cruzar la calle cuando, ante él, un caballo se desploma. El cochero, impaciente, lacera a latigazos el cuerpo del animal, que no puede tirar más de la carga. El filósofo corre hacia él, se abraza a su cuello sangrante y, llorando, le pide perdón en nombre de la Humanidad...» (Chantal Maillard, La herida en la lengua).
Para muchos ese fue uno de los primeros síntomas de su locura, pero para otros fue su último gesto de coherencia. Nosotros nos inclinamos más por esta última idea: el filósofo trata de aferrarse al sentido moral de la vida que está más allá de nuestras ideas degradadas de Bien y Mal que, desde el modelo cristiano, malgastan energías en abstracciones que corrompen esa voluntad. Se trata de la vida: un complejo material que se expresa desde sí mismo. Allí aparecen tanto Nietzsche como su inspirador: Baruch de Spinoza. En este marco, el «poder» de Nietzsche no es el del dominio sobre lo real sino de lo que Spinoza llamaba la «potencia de existir». Quizás la influencia más nítida del neerlandés sobre el prusiano parta de su idea de que la potencia del existir consistía en Amor Puro... idea que tomara, a su vez, de León Hebreo y del neoplatonismo.
En Nietzsche, la realidad del pensamiento es creación: el que dice conocer clausura el devenir de lo real: lo agota y lo destina a una muerte por inanición. En cambio, en el pensar, las puertas del devenir siguen siempre abiertas, corriéndose hacia adelante a cada paso que damos: «no me conozcas, adivíname». Y en este devenir expansivo y creativo del pensar, desaparece la sistematicidad de Hegel que pretende agotarlo todo. En efecto: Nietzsche no se abraza a una verdad externa a lo humano sino a una autopercepción que declama su mortalidad y la tragedia -con un dejo a Schopenhauer y Cioran- de la existencia de la vida enfrentada a la materialidad no consciente. Tal, quizá, el sentido último de su abrazo al cuello del caballo: el no poder sentir su dolor y agonía por tratarse de dos cuerpos separados por la materia. Y es en esta imposibilidad que se nos abre el hondo abismo, donde la única figura que lo pudo cruzar fue Cristo (Siddartha, en cambio, lo dinamita) ... y la fuerza que usaría Cristo para cruzarlo fue aquella potencia spinoziana, idea no fogoneada ni por tradiciones aristotélicas, escolásticas o las neoestoicas de Justo Lipsio (Amor como el placer de estar con Dios) sino que se resumían en una potencia divina. A su vez, el célebre intertexto entre San Agustín y Cayo Tácito: «Ama y haz lo que quieras...» apunta en la misma dirección: fuerza expresiva, una potencia hacia el existir que tiene como inicio la idea de Dios.
En Nietzsche, en cambio, esa potencia es multidireccional: el Hombre no conoce cosas sino que participa él mismo de lo conocido: conoce conociendo sin detenerse en el proceso creativo: es su pura «voluntad de poder» que vacía al corazón y hace sonar su siringa de Pan (su corazón liberado más allá del Bien y del Mal) para que los dioses puedan bailar: el corazón se convierte en una flauta hueca y sonora y, como la de Pamina y Tamino en La Flauta Mágica, encantadora... tan hueca, sonora y mágica como la cabeza de un enamorado.
El amor y su apetito
La sobreabundancia de definiciones del tema muestra la debilidad para abordarlo. Decir que hay una definición de Amor por cada filósofo no sería exagerado. Podemos, sin embargo y especialmente en Occidente (nuestro «mercado» interpretativo), reducir todo a cuatro categorías que heredamos de los griegos: Eros, Ágape, Philia y Storge.
Philia hace referencia a la amistad y admiración (p. ej. amor al saber o filosofía), mientras que Storge encuentra su vínculo, por ejemplo, en el amor filial. Por su parte, Eros y Ágape resultan en las formas principales del Amor como aventura del alma: Ágape está en el amor incondicional entre grupos sociales (como amor de amistad o como caridad, la que aparece por primera vez con Tertuliano en el siglo II d.C.) derivando en la Iglesia cristiana primitiva como comida fraternal (ya presente en el culto a Mitra, culminando en la Última Cena). Eros, por su lado, está presente en la atracción sexual, la pasión, la fertilidad y en la sacralidad del sexo... y eso lo convierte en la forma más sincera y profunda de amar. Dijimos en Sexo: «La conformidad de lo natural consigo mismo es siempre patrimonio de la mirada del sabio. Y es natural tal armonía en la esfera humana, bajo el cielo estrellado y en el abrazo de la noche donde los amantes se encuentran para desvestirse de máscaras y revestirse de biología. Allí el Amor sacia su sed en el agua del sexo, mientras el espíritu sacraliza y redime la escena, superando lo humano...».
No obstante, no se nos escapa que el sexo predica del Amor, y que muchas de las definiciones que damos de él son, en realidad, cosas que predican del Amor. Así, por ejemplo, cuando Lorenzo el Magnífico dice que «l'amore e un oppetito di belleza», el «apetito» predica de lo que, para Lorenzo, es el amor. También pasa con Santo Tomás: concupiscibile circa bonun, el Amor como el apetito de algo bueno en cuanto bueno. Pero, aunque no digamos nunca qué es, el Amor ciertamente provoca apetito, y eso se ve, se sabe y siente siempre más claro -lo dijimos- en Eros. Los mayores placeres de la carne y su mente se encuentran siguiendo a Eros. Y a su vez, felicidades que se presentan como infinitas se religan con martirizantes frustraciones, desconsuelos y llantos.
La dulcísima aria de Cherubino, «Voi che sapete», de Las bodas de Fígaro (Acto II, Esc. 1) de Mozart, expresa la antinomia de matices que abarca Eros: «Busco de nuevo fuera de mí. No sé qué tiene, no sé lo que es. Suspiro y gimo sin querer, palpito y tiemblo sin saber por qué. No encuentro paz ni de noche ni de día, pero me gusta languidecer así... Vosotras que sabéis qué es el amor, mujeres, ved, si lo tengo en mi corazón». Hay un apetito. El término, en su etimología, satisface en algo nuestra curiosidad: «apetito» viene del latín appetere: intentar tomar, pretender. Y la raíz indoeuropea -pet nos lleva a «volar». De -pet viene penna, nuestra «pluma», pero también «peña» y «despeñarse» y en griego da pteron: «ala». Así intuimos por qué al dios Eros se lo representa con alas y al hindú Kama montando un loro: nuestro espíritu se lanza al vuelo y según vimos, quiere transaccionar su vida a cambio de otra hasta ese momento inalcanzable y superar, en ese negocio, el abismo que separa a las personas. De hecho, la boca abierta en el beso es una metáfora del abismo del amor: los amantes se vuelcan a la nada abierta del otro. El acuerdo puede ser un éxito (una salida) donde nuestra escapatoria nos llevará al cielo de los bienaventurados (los emplumados llevados por buenos vientos), o nos sumirá, como a Cherubino, en alguna forma de fracaso espiritual, una frustración que nos desplome... y desplume.
El Eros llevado por el sexo conlleva atracción. Claro es que también hay atracción entre el niño y los padres; entre amigos o entre desconocidos en medio de una batalla para defenderse. El amor es atracción, pero también separación. En efecto: los amantes buscan estar solos; los amigos de un grupo se segregan de sus pares en sus propios espacios y rituales; las sociedades se aíslan en células familiares; la imagen mental del amado se impone sobre cualquier otra, etc. Esta dualidad de juntar y separar es común a toda forma de amor. Incluso un eventual amor por toda la Humanidad es un segregarse de los desafíos imprevisibles del mundo natural. Así, podemos ver nuestro «ir hacia lo otro» como flechas (de flores y cañas de azúcar en Kama y de preciso acero en Eros) que cruzan el abismo buscando tanto igualación como diferenciación a otra escala. Los sistemas construyen y destruyen en un mismo acto: se cancelan y se manifiestan, todo a la vez (lo vimos en La diferencia en la naturaleza y la sociedad), y por eso se dice que amar es ordenar. En el Génesis no aparecen las cosas de la nada, sino que se ordenan desde lo equivalente, desde lo caótico: tierra del agua; el agua de arriba de la de abajo, etc. Y luego lloverá porque la tierra y el agua se aman, desapareciendo uno en el otro: se agrupan y se segregan entre sí para poder acercarse y representar, en ellos mismos, aquello que les dio origen: el Amor.
La estrategia de la creación
«Aburrirse» es un término de connotaciones pacíficas e inofensivas. Sin embargo, y según Humberto Maturana, la partícula ab quiere decir «nada» a lo que se le agrega horrore, quedándonos un inquietante «horror a la nada» como significado liminal de estar aburrido. De alguna forma, algo o alguien sintió ese aburrimiento o fue desde siempre su forma de existir, y entonces, al horrorizarse por la nada circundante, se expresó. Somos -nosotros, los expresados- aquellos que nos desorganizamos y reorganizamos una y otra vez en forma de perros y gatos, átomos o galaxias, varones o mujeres. La estrategia de la creación quizás incluya un «Big Bang» o un «Big Bounce» con infinidad de reinicios. Nunca lo sabremos «a ciencia cierta», la más «probada» teoría puede tener su refutación a la vuelta de un átomo o en el vientre de algún agujero negro. Pero hay algo que sí sabemos sin dudas, y es que amamos. Padres, hermanos, mascotas, uno mismo, un hombre, una mujer (y también sus formas patológicas: poder, dinero o conocimiento) constituyen la esencia de nuestra intimidad por donde pasa la energía del Amor. La atracción que une separando, nos constituye. Y, su inteligencia, su estrategia cósmica es siempre la misma: lanzarse al vacío de la certeza. Aunque sólo en el Hombre quepa la duda («¿me devolverá amor si se lo digo o se burlará de mí?»), esto es porque sólo nosotros conocemos el abismo sobre el que se lanzan las alas del Amor. Por el contrario, el Universo lo sabe todo y por eso se lanzan sin temor los opuestos a complementarse y los complementados a oponerse. El Amor organiza las ideas en el pensamiento como en un ecosistema, porque la mente es un ecosistema -como señaló G. Bateson- no de plantas y animales, sino de ideas. Pero aun así no podemos conocer al Amor sino sólo saberlo. Y debemos crear ficciones que justifiquen su presencia, así como lo reconoce Chaucer en The parlement of fowls (El parlamento de las aves), unciendo en el yugo de la misma fuerza al amor cristiano y al cortés, ambos sin causa necesaria: «...dijo el pato: ¡por mi sombrero! Que los hombres amen siempre sin causa, ¿quién puede hallar razón o cordura en ello?». Nunca hallaremos, señor pato, razón para el amor, y si hay una causa seguro que ella no es Amor porque él es también su propia causa. El Amor es el ser que deja de serlo para existir por sobre el abismo. De hecho, podemos pensar que en el Amor conviven orden y caos... amándose.
Metáfora y final
Hay una metáfora: la sangre que navega por todas las partes del cuerpo: por aquellas que usamos, por aquellas que olvidamos y por aquellas que ni sabemos que tenemos. Todo es ajetreo, viaje, trabajo: identificar el CO 2, el O 2, descargar uno, cargar el otro. La sangre va roja, vuelve azulada, lleva cargamentos de proteínas, hormonas, grasas, residuos, azúcares, vitaminas. Todo es movimiento en circulación perpetua... pero hay algo que no cambia de lugar en toda esa vida de bullicio y transformaciones, y que es la razón inicial de todo ese movimiento e inquietud: nuestro corazón. Él siempre debe estar donde corresponde, tocando mansamente su tambor junto a aquello que sentimos como lo que evita que seamos monstruos. Allí, en su refugio de fe y quietud, es fiel a su solitario compromiso de ser un centro inmutable mientras todo a su alrededor cambia incesantemente. Del mismo modo, el Amor, en su inteligencia, en su intus legere, en su lectura interior, dinamiza al Universo entero, mientras él es la única fuerza central y absoluta que yace mansa en el seno del Todo, generando todas las fuerzas que luego estudiarán los científicos.
Es la fuerza que ejerce la magia del encanto amoroso. Recién cuando el corazón se llena de quietud en su centro, atrapado en su monotonía, es capaz de vaciarse y así, hueco, remite a la figura de Krishna tocando su flauta mágica. El encantamiento de esa canción hace que el Verbo, con la música del corazón liberado, no hable, sino que cante al son de la flauta del Krishna/Kristós. El corazón, así vaciado, deja que circule el aire libre por la Flauta Mágica de Mozart: dicen Pamina y Tamino al encontrarse en el Acto I, Esc. XIX: «¡Es ella...! / ¡Es él...!». Así de simple es la letra de la canción del Amor: es el Eros del principio que se resuelve en el reconocimiento: el Amor que mueve al sol y a las estrellas del Dante; la dualidad que busca cancelarse en el sexo; el Amor que resuelve el dilema de Pamina y Tamino. Toda complejidad imaginable se resuelve en eso: en el corazón que se vacía y que luego se lanza, ciego, hacia el seno del abismo que él mismo abrió en su interior... Abismo del Amor por donde triunfan Pamina y Tamino; por donde parece caer sin remedio el pequeño Cherubino y desde donde llora Nietzsche su disculpa al caballo agonizante: los cinco personajes de nuestro relato se reconocen entre ellos durante el vuelo, en alas del Amor, cruzando por lo más elevado del alma, los más profundos valles del abismo humano.