Estuve caminando por el centro de la ciudad donde vivo y casi sin darme cuenta me encontré en el ingreso de una sala de exposiciones donde mostraban los trabajos de Jon Rafman, un artista del espacio virtual, de los sueños, pesadillas, de la realidad sobrepuesta a la realidad. Sus trabajos me llevaron a pensar en universos paralelos, en la incomunicación de nuestros días, en el impacto que la tecnología tiene sobre nuestra percepción, identidad y vida personal.
Las referencias que teníamos en común, la vida trascurrida socialmente en contacto cotidiano con la comunidad compartiendo experiencias, problemas e intereses se ha ido disipando lentamente y ahora cada uno vive en su mundo, rodeado de pocos y por ende con tiempo para crear, imaginarse y alimentar un mundo personal. El título de la exposición era El viajero mental, evocando la metáfora del viaje como vida y un aspecto fundamental de los mundos virtuales, donde las experiencias son siempre y casi exclusivamente mentales, en el sentido que espacio temporal se reduce al yo y las vivencias están cada vez más desprovistas o alejadas del mundo material compartido que define la comunidad.
Al salir y seguir caminando, pensé en todas las cosas que nos unen: espacio físico, tiempo, ciudad, necesidades biológicas, responsabilidades sociales y todas las cosas que nos separan y que se nutren de «virtualidad»: la imaginación, percepción y perspectiva con que vivimos en mundo físico y es esta la dimensión que nos distancia y nos lleva a usar lenguajes sin aparentes sobreposiciones o intersecciones. Jon Rafman habla de second life, avatares, personalizaciones vividas en espacios no compartidos, donde la fantasía domina y nos hace perder la conexión con la «colectividad inmediata y los proyectos comunes».
Mientras caminaba, observaba a las personas que encontraba en mi camino, su modo de presentarse, vestirse y proyectarse socialmente en apariencias y reflejos y pude apreciar la enorme diversidad de estilos y modos de comportamiento, especialmente entre los jóvenes. Esto evidenciaba, a su vez, el paralelismo existencial. Antes, decenios atrás era más fácil identificar los modelos y ubicar social e ideológicamente a las personas. Hoy, cada individuo es una isla y esto complica las cosas a nivel de interacción. Años atrás, una de las máximas que teníamos que seguir en comunicación era identificar al interlocutor, su realidad y preferencias para poder calibrar los mensajes y la presentación.
En el mundo actual, esto es casi imposible y por eso antes de hablar o sugerir tenemos que escuchar para poder individuar la persona que tenemos al frente y que es parte de un universo fragmentado, poblado de islas en la inmensidad de la sociedad. Persona significa máscara y la diferencia es que las máscaras ahora son múltiples, se alternan y cambian de situación en situación, volatizando la individualidad o individualizando la objetividad. El eje sobre el cual gira la personalidad se ha desplazado del mundo físico y social al universo de los sueños y deseos. Ser significa más y más personalizarse virtualmente.
Las preguntas que me quedaron dando vueltas en la cabeza son: ¿en qué medida la virtualización crea contenidos y actitudes que nos separan o unen al otro y qué podría significar a nivel personal y de comportamiento si estos contenidos no están supeditados a una realidad común? La ubicación geográfica o localidad y el tiempo como dimensión histórica no tienen el mismo significado de antes y hoy son variables que podemos manipular virtualmente. Por otro lado, la familia, tradiciones, instituciones en general y la política pertenecen al mundo de todos los días y esta bifurcación de las realidades con contenidos paralelos nos cambian sin saber aún en qué dirección. Y así, terminé mi paseo real alcanzando unos 20.000 pasos y en el trayecto, sumergido en mi mundo personal traté de objetivar mi realidad.