Al mediodía solía llegar el cartero con su emblemática bicicleta llena de sorpresas a mi casa natal de las Tierras de Adrogué, al sur de la ciudad de Buenos Aires. Porque las cartas, por esencia y en su mayoría nos dirán cosas que aún no sabemos, lograba que quienes estuvieran en la casa se agruparan alrededor de quien había hecho posesión anticipada del asunto. En aquella infancia, cuando no existía la Red de Redes, una carta era como recibir el periódico pero con noticias y temas personalizados, y entonces, mucho más importantes. Podrían ser buenas o malas nuevas las que cayeran, pero si el remitente no era una organismo estatal o una empresa que brindara algún servicio, suscitaba una dulce ansiedad.
Siempre hubo algo mejor y eso eran las postales. Por excelencia, han sido cosas absolutamente familiares porque se las envía a sabiendas que serán vistas por todo el grupo hogareño; por ello van dirigidas «a fulano, o mengana, y a toda su familia». Porque nadie se atrevería a escribir algo feo o sucio sabiendo que no habrá ningún tipo de intimidad epistolar durante todo el viaje y aventura de la misma entre su origen y destino. Siempre han sido declaraciones abiertas y ante los ojos poco inocentes del mundo. Por otra parte, en comparación con las cartas, supieron lucirse con sus coloridos paisajes o diseños atrayentes. A veces, y tan solo así, descubríamos en esa fotografía viajera cómo era el lugar desde dónde nos la habían enviado, o nos sorprendíamos al comprobar que tal familiar o cual amigo había pasado -tal vez- por un museo famoso, sin que pudiéramos precisar si fue luego de visitarlo o si tan sólo anduvo curioseando por la puerta.
Ahora bien, con los avances tecnológicos, las cartas se convirtieron en correos electrónicos, y las postales hoy en día serían esas fotos que uno publica en las distintas plataformas digitales con alguna leyenda del sitio o de lo que uno está queriendo decir que hace por allí. Es decir, todo ha sido reemplazado, o ha ido transformándose.
Pero yo, que ya no envío tantas cartas como antes, sigo enviando postales. Por ello mismo, presto atención en cada ocasión que voy al correo, en cualquier rincón del mundo, comprobando que no sigo siendo el único experimentado 'postalero'. Basta con ir a cualquier sucursal de correos para comprobar que todavía se venden dichas preciosuras y que quienes las compran no parecieran pertenecer a ningún club de expertos coleccionistas en extinción.
Tal como sucede con el teléfono y sus mensajes es que, si uno busca causar un verdadero efecto, realiza una llamada tal como nos lo enseñaron los teléfonos abuelos, tan así y con más fuerza, sucede al efecto cuando uno envía una postal. Está claro que podría haberse enviado una foto por cualquier servicio de mensajería electrónico, o más frío aún, publicarla en las redes sociales y dar por sentado que todos se han enterado de dónde estamos y cuál es la leyenda actual de nuestra vida. Pero quien recibe una postal sabe muy bien que esta fue escrita en un momento determinado para tal fin, y no entre otras múltiples tareas administrativas modernas. Que se tuvo que ir necesariamente hasta al correo para enviarla, a no ser que se cuente con un secretario del cual abusar de su nobleza o servicios. Por estas circunstancias ese emblemático cartón rectangular -los hay de otras especies geométricas- conserva el compromiso afectivo de las cartas de antes, que es el gesto particular de haberle dedicado, a quien recibirá la postal, el tiempo, dedicación y cariño.
Las postales coloridas, entre todas las plataformas de escritura actuales, seguirán siendo las que nos harán sentir cercanos -excusando a los pocos escritores de cartas que deambulan por allí- a pesar de lo difíciles celos e histéricas notificaciones de ese terrible rompe-tinta llamado teléfono inteligente: que tiene por contrapartida ser un gran perturbador y comportarse con muy poco don de gente.