Ya lo sé. No hay cosa más aborrecida que una chismosa de pueblo. Nada más eso me falta, convertirme en una. Pero, a mi favor puedo decir que después de la desgracia siempre se oyen los lamentos y todos hubieran querido escuchar una advertencia. Lo curioso es como solo el perro de los Norda y yo nos damos cuenta de que ahí va a pasar algo y los demás ni se las huelen. Los animales saben más, me decía mi abuelo, un hombre que prefirió vivir en el campo y aprendió a descifrar sus secretos. Si un perro baja las orejas y esconde la cola, algo anda mal. Así veo al Ranco, ese Gran Danés que quiere tanto a Rita y que es bien correspondido. Si el animal mete el rabo entre las piernas y empieza a gruñir, algo anda mal. Seguro, algo anda mal.
Decir que se me quema la lengua para dar una señal de alarma o que me hierven las neuronas y me da por sospechar, no es hablar por hablar. No me gusta desperdiciar palabras. Y, por otro lado, sé que si abro la boca y resulta que todo es fruto de mis imaginaciones, me voy a achicharrar y aquí en Poroñuelo el Chico, eso no se perdona. Lo malo es que, si el olfato no me falla y me quedo calladota, ¿quién me va a ayudar con los remordimientos? El Ranco me mira como recriminando, como exigiendo que haga lo que él no puede por no tener voz. Lo miro y elevo los hombros, como ofreciendo una disculpa.
Además, no es que Rita fuera tonta ni que estuviera ciega o sorda. Tampoco éramos íntimas como para que yo le contara de mis sospechas. Me hubiera gustado, eso sí. Me habría gustado tanto comentarle sobre mis suposiciones, pero cada vez que pensaba en cómo empezar esa plática me perdía en cavilaciones, no encontraba la forma correcta ni la palabra precisa y aunque sabía que debería hablar, mejor me quedaba callada.
Humberto Blasco, el Pintorete, había llegado al pueblo en busca de inspiración. Eso dijo y, al parecer, nadie encontró motivos para no creerle. No sé. Tal vez, es que soy contreras. Ya de por sí, su sola presencia despertaba suspicacias. Un hombre como él que se llega a instalar a un pueblo rural es extraño, pero parecía que la única que veía esa rareza era yo. Trajo caballete, lienzos, pinceles, tubos de todos los colores de pintura y taburete. Salía muy temprano de la casa que rentó al final de la playa, con todos los artilugios bajo el brazo, los pantalones de lino arremangados, un sombrero de ala ancha hecho de paja y se sentaba frente a mi cafetería a pintar el farallón, los pelicanos y las gaviotas. Pero, no conseguía trazar ni un punto. Elevaba el pincel y lo bajaba sin tocar la tela como mil veces antes del desayuno. Luego, tapaba su obra, un lienzo en blanco, con una franela roja y entraba a pedir, primero un café bien cargado y luego algo de desayunar.
Al principio, el Pintorete, me daba un poco de ternura. Yo misma llegué a Poroñuelo el Chico con la esperanza de que las musas me dieran un motivo para escribir y terminé comprando una cafetería en un lugar privilegiado del malecón que me dio mucho dinero y cero inspiración. Por eso, por una especie de sentimiento empatía, me fijé en él y empecé a ponerle atención. No fui la única. Todas las chicas del pueblo andaban alborotadas.
Es que Humberto Blasco era un hombre de piel apiñonada que contrastaba con unos ojos más verdes que el jade. En su juventud, debió ser muy guapo, tanto que, a pesar de esas líneas alrededor de los labios y esas arrugas profundas en la frente, seguía luciendo bien. Pero, algo en él me picaba en el estómago. Dicen que el león reconoce a los de su condición. Igual que al Ranco, el Pintorete me causaba desconfianza, aunque es justo decir que no tenía una sola razón para ello. Era como un impulso que me llevaba a sentir precaución.
El recién llegado a Poroñuelo el Chico, causó novedad. Las más jovencitas de pueblo suspiraban al verlo pasar y las madres procuraban la ocasión para que sus hijas se acercaran al artista. Era eso, el halo del pintor lo que obnubilaba el juicio y hacía que el tema de la edad se pasara por alto. Al principio creí que era una molestia al ver a estas mujeres entrar en esta pelea disimulada por poner a sus hijas en vitrina y con la etiqueta en oferta. Eran las actitudes que, por no ser del pueblo, ni llegué a entender ni me terminaron de gustar. Por mi mente, jamás pasó la idea de participar en el concurso de simpatías cuyo premio mayor era un pintor fallido. Esas y otras cosas de la vida y de la sociedad en el pueblo no me despertaban la menor curiosidad.
Por lo demás, vivir en Poroñuelo el Chico había sido una de las mejores decisiones que he tomado. Un lugar pacífico, que se recorría a pie en cinco minutos, con un mar azul profundo, temperaturas templadas todo el año y a punto de ganar la certificación de Pueblo Mágico. En fin, un entrono muy campestre, un lugar colonial de playa, con un convento barroco, una parroquia churrigueresca, rodeado de ermitas que atraían turistas que llegaban a pasar el día que se iban al atardecer. Siempre caras nuevas, siempre los mismos del lugar. Poroñuelo el Chico sorprende por su bullicio. Siempre es difícil encontrar estacionamiento, el trazado de las calles es tan desordenado y su señalización tan confusa que una vez entrados al pueblo es muy fácil salirse desviado por un mal anuncio. Quiero decir que, para estar aquí, hay que querer y ser perseverante.
La gente fue muy amigable, de inmediato me abrieron las puertas de su casa, me ofrecieron amistad y siempre me han hecho sentir que estoy ahí pero no soy de ellos. Al Pintorete le sucedió casi lo mismo, pero a él sí que querían integrarlo a la vida social del pueblo. Era la viva figura del príncipe azul que viene en busca de la afortunada consorte. La suspicacia empezó a echar raíces un día que Humberto Blasco entró a la cafetería, después de haber pintado nada, a pedir un café sin su consabido desayuno y solicitó que le abriera una línea de crédito. Me dijo que me pagaría cuando le llegara el anticipo del cuadro que estaba pintando. ¿Cuándo va a ser eso? Pronto. La verdad, no le creí. Le regalé el desayuno de ese día y le dejé claro que no podía darle nada fiado.
Los modos seductores del Pintorete dejaron de ser tan amables conmigo y se convirtieron en la mejor definición de lo correcto. Buenos días. Muchas gracias. Vuelva pronto. Lo que sea de cada quien, Humberto Blasco era un hombre educado. Con las demás mujeres del pueblo, los modales del pintor se empezaron a refinar. Para todas tenía un piropo, una sonrisa, un guiño o un contacto especial. La mano en hombro, un apretón de manos más largo de lo habitual, un suspiro descuidado. Como por arte de magia, ya no hubo solicitudes de crédito. Con todas, se sentaba a desayunar o a tomar café. A todas les platicaba de sus pinturas y de los éxitos de su obra. Hablaba del don de la inspiración y, aunque sus conceptos eran ciertos, siempre hubo algo artificial en sus palabras. No sé por qué, siempre sentí que le faltaba honestidad. Todos eran lugares comunes que se podían leer en internet. Se hizo una división curiosa: él las instruía, ellas peleaban por pagarle la cuenta.
Desde luego, el contraste entre el Pintorete y los hombres de Poroñuelo el Chico era notoria. En el campo la gente es recia, perseverante, algunos espíritus exquisitos podrían calificarles como tozudos, rudos y hasta un poco crueles. Para domar la tierra y sacarle provecho al mar hay que ser fuertes y arrimar el cuerpo. Para vencer una página en blanco, o en su caso un lienzo, no se necesitan navajas, palas, escardillas o machetes, hay que acercar el espíritu. Los pinceles y los tubos de pinturas son distintos a los rastrillos, a las segadoras y a las redes de pesca. Desde donde yo podía ver, Humberto Blasco no se interesaba por los enseres rurales y mucho, mucho no usaba los que necesita un artista. Eso me lleva a pensar qué rayos hace una persona así aquí, en medio del campo, con el bullicio turístico que no da para concentrarse y convocar a las musas.
Ya lo sé. No hay cosa peor que una persona que no puede escribir criticando a un pintor que no logra trazar ni una raya. Ni modo, así era la cosa o al menos, así me pareció a mí. Yo lo veía hablar mucho y pintar poco. Insisto que al principio me sentí identificada y hasta me dio ternura, pero pronto, eso se apagó. En honor a la verdad, no fue aquello lo que despertó mis sospechas. Fueron los gruñidos del Ranco. Fue verlo crisparse y darme cuenta de que el pelo del lomo se le erizaba con solo ver al Pintorete. Sobre todo, la alarma se encendió cuando el perro que siempre fue muy amigable, casi se va a las mordidas una vez que Humberto Blasco se le acercó mucho a Rita.
Lo peor comenzó cuando Rita me dejaba al Ranco en la cafetería. ¿Me lo cuidas un ratito, porfa? El perro se desgañitaba, como gritándole no te vayas, no me dejes aquí, no te vayas con él. Me miraba desesperado y podría jurar que me pedía que no la dejara salir de ahí con esa mala compañía. Sentía una pena terrible por el animal. A mí me gustan los animales, me gustan mucho más los animales que las personas. Me comunico bien con ellos, no existen problemas de interpretación ni se burlan de la gente ni se aprovechan: son honestos. Ranco es dos cosas: inteligente y honesto. Por eso me gusta ponerle atención. Por eso se me alborotaron las sospechas.
Yo veía de reojo. Salían de la cafetería en medio de los ladridos del perro y al llegar a la calle, se tomaban de la mano y caminaban rumbo a la playa. Él se calzaba el sombrero, se ponía el lienzo debajo del brazo que le quedaba libre y ella le ayudaba a cargar el caballete y las pinturas. Daban la vuelta a la cafetería, caminaban por la arena y antes de llegar frente al farallón, se detenían para que el artista comenzara a pintar. A veces, me quedaba observándolos por la ventana. Ella se tiraba al lado del mar y él empezaba con el circuito de elevar el pincel, acercarlo al lienzo, hacer ningún trazo y dejar pasar minutos que se hacían horas, para luego, tapar la obra con una franela roja y volver a la cafetería. Se quedaban ahí hasta pasadas las dos de la tarde, el Pintorete recogía sus enseres, se los pasaba a Rita para que los cargara hasta llegar de regreso por Ranco y así un día tras otro.
Pero a Rita se le empezó a opacar la mirada y a jorobar la postura. Su vocabulario se empezó a poblar con monosílabos. La advertencia estaba en los labios y el temor de abrir la boca para ganarme el desprecio de Rita en particular y de la gente en general hacía que me tragara las palabras. No hay que confundir, tenía mis razones. El exilio autoimpuesto y la nostalgia matan, tratar de pertenecer a un grupo también. Y, así sucede cuando uno trata de no liarse en la vida de un pueblo. Las formas nobles, el estilo rural, los avatares de una pareja, el día a día de una comunidad y el último suspiro aún circula por los campos tan rústicos y las calles empedradas. Las presiones deconstructivas, los errores por precaución, los pecados por omisión te traban la lengua y prefieres callar. Ranco me ve y no me justifica. Parece advertirme que, cuando los hermanos de Rita se den cuenta, ahí va a pasar algo. No hablo por hablar, a mí no me gusta desperdiciar palabras.