La experiencia había sido convocada meses antes desde una web internacional de contactos para singles: fuimos seleccionados seis hombres y seis mujeres de todos los continentes, con diferentes culturas. El encuentro empezó en el Desierto del Sahara Occidental, a la puesta de sol, cuando la caravana con 12 camellos montados por lejanos aventureros avanzaba despacio hacia la frontera de Argelia, mientras las dunas aún proyectaban sombras y claroscuros, yo subido en el segundo camello, ella delante mío. El contraluz perfilaba su ya de por si escueta figura; poco más se podía ver porque todos íbamos vestidos con amplias chilabas —azul celeste los hombres, fucsia las mujeres—, turbante a juego cubriendo el cabello, la cara tapada con pañuelos y grandes gafas de sol que nos protegían de la tormenta de arena.
Llegamos al campamento nómada tras dos horas de viaje en camellos; la tormenta ya se había calmado, soplaba un aire quemante y seco. Nos recibieron a la entrada del campamento nómada: 16 jaimas1 estaban ordenadas formando un rectángulo que dejaba una plaza de arena en el centro. Nos ofrecieron botellas de agua fresca. El campamento estaba muy bien equipado, habían instalado un sistema de motores eléctricos alimentados por placas solares; con esa energía sacaban abundante agua de los pozos, incluso sobraba agua para regar los más de 20 árboles de eucaliptos que habían plantado para dar sombra y refrescar el ambiente. Después de realizar los trámites habituales para registrar a los clientes nos adjudicaron los espacios donde pasaríamos la noche en parejas.
Me tocó dormir con la japonesa. Ella se llamaba Yosiko —así estaba escrito en la etiqueta amarilla que colgaba de su cuello—, con tres banderitas pintadas anunciaba que solo hablaba japonés, chino mandarín y malayo. Yosiko tenía unos 35 años, llegó el día antes directo desde Tokio hasta Marrakech para «vivir la experiencia»; yo, con algunos años de más, llegué también el día antes desde Barcelona. Nos dirigimos hacia nuestros dormitorios cargando cada uno con la mochila al hombro, ambos sin mediar palabra. Al entrar en la jaima descubrimos el espacio interior, inmenso, más de 40 m2; la puerta de entrada, las paredes y los dos ventanales eran de lona blanca; el suelo estaba tapizado con alfombras orientales, al fondo había dos camas de cedro adornadas con mosquiteros de tul blanco.
Tras el sol aplastante, el polvo del desierto, la arena y el viaje en camellos, se imponía una ducha. Yosiko y yo habíamos compartido escasas palabras en inglés, no teníamos cercanía. Teníamos diferente edad, diferente tradición cultural, diferentes costumbres; somos de diferente sexo, yo apenas conocía su silueta: no podíamos ducharnos juntos. Mi decisión fue rápida, cual caballero español, ofrecí con un gesto la prioridad del baño a Yosiko; ella aceptó pronto con una sonrisa, sin mediar palabra, cogió sus cosas y se metió en el baño. La pared del cuarto de baño era una simple tela traslucida fijada al suelo. El sol, ya muy bajo, traspasaba las telas y proyectaba las sombras de Yosiko desde el baño hacia las camas. El agua corría por sus largos cabellos y se deslizaba hacia abajo regando su cuello, ambos pechos, el abdomen, las caderas, los muslos... y salpicaba en el suelo de cerámica blanca con un «tin-tiin-tintiin»... El aroma con perfume de rosas inundaba todo —baño y dormitorio— al atardecer, abría mis poros, me embriagaba. Cerró el grifo, secó su cuerpo despacio, envolvió su cabello con un paño y... tras correr a un lado la débil cortina que servía de puerta, apareció envuelta en un kimono floreado. Mi ducha fue breve; cuando salí, ella ya se había arreglado para la cena, yo me vestí rápido.
Nos ofrecieron la cena en un lujoso comedor repartidos por parejas en mesas con velas: ensalada marroquí, pollo al horno con dátiles y ciruelas, jugos de frutas, vinos y té a la menta. Al terminar encendieron una hoguera en el patio central y comenzaron a sonar los tambores tribales invitando a bailar, pero, como el grupo de aventureros estábamos cansados, aplastados, por el largo viaje en camellos y el calor de la jornada, todos se fueron a dormir pronto.
Nosotros nos retiramos caminando juntos hasta nuestra jaima, alejada 30 metros del centro del campamento. Hacía mucho calor dentro de la tienda, nos miramos y acordamos salir para respirar el aire fresco de la noche. El desierto estaba iluminado por la luna llena, el viento se había calmado, se oía el silencio del desierto. Nos tumbamos sobre el polvo caliente, uno junto a otro. Arriba solo estrellas, abajo arena. La gran duna se levantaba muy cerca, quieta, durmiente. Tras un largo silencio, ella se giró hacia mí, yo respondí hacia ella. Había recogido su cabello hacia atrás, mostraba su cara redonda; a la luz de la luna llena, su piel resplandecía blanca con ojos pequeños y alargados dibujando una fina línea horizontal, sus labios delgados brillaban, su expresión era profunda, dulce, reservada.
Nos miramos a los ojos en la penumbra. Entablar conversación en inglés con una japonesa que además no conoces de nada es complicado: nos cruzamos algunas sonrisas cómplices. Al poco me levanté y traje una botella de ginebra que había comprado en el duty free del aeropuerto; conseguí abrirla con mi navaja multiusos. Ella entendió la señal, se levantó, entró en la jaima y volvió pronto con dos vasos de plástico que encontró en el cuarto de baño. No teníamos ni soda ni hielo, ¡es harto complicado conseguir hielo en el desierto!, así que llenamos el culo de ambos vasos con la ginebra y los chocamos en alto brindando callados en la noche.
Tumbados sobre el polvo aún caliente, uno junto a otro, vestidos, así nos despertó el «tam-tam» de lejanos tambores al amanecer.
Después de desayunar nos llevaron en vehículos 4x4 hasta el aeropuerto y de allí cada uno de regreso a su país. No volví a comunicarme con Yosiko ni con ningún otro de los participantes en la «experiencia». Meses después los investigadores presentaron un informe del experimento en un congreso internacional, al parecer, estuvieron observando nuestras comunicaciones.
Nota
1 Tienda de campaña fácilmente montable/desmontable, hecha con telas y postes, que utilizan los nómadas como hogar plegable y transportable.