¿Era tan rotunda la división del trabajo entre el hombre-cazador y la mujer dedicada a las tareas domésticas en la prehistoria? Si así fuera, las sociedades patriarcales que nos rodean podrían provenir de aquella herencia. Pero no parece el caso.
Tengo la suerte de haber conocido a Mechi Versaci-Insúa, doctora en Prehistoria, especializada en Arte Rupestre, quien ahora trabaja en las cuevas del entorno de la Laguna de la Janda y el Campo de Gibraltar (Cádiz).
Hace poco hablamos de la obra clásica de Jean M. Auel, El clan del oso cavernario, una novela de lectura magnética ambientada en el paleolítico y muy bien documentada, a pesar de haber sido escrita cuando todavía no se habían descubierto las huellas del ADN. No se sabía entonces con certeza, por ejemplo, si neandertales y sapiens se habían mezclado a pesar de ser especies de homínidos distintas, aunque la protagonista de la novela, Ayla, una sapiens, se queda embarazada de Broud, el jefe de una tribu neandertal. Ahora sabemos que sí, que, aunque no era frecuente, ambas especies de homínidos, aunque casi completamente separadas, no lo estaban del todo. Y se mezclaron: los sapiens actuales conservamos entre un uno y un seis por ciento de los genes de los neandertales, según los continentes.
Una duda que me martilleaba cuando leí aquella novela era si las mujeres estaban tan subordinadas a los hombres como Jean Auel narraba. Les debían obediencia en todos sus caprichos y ellos las podían golpear con la mínima excusa y sin sentir ningún remordimiento. Ayla, con una inteligencia superior a la del clan que la había acogido —por algo era una sapiens—, no para de recibir mamporros de Broud durante toda la novela. Y otra duda, íntimamente relacionada con la anterior: ¿era tan rotunda la división del trabajo entre los hombres cazadores, quienes ocupaban la cúspide de la escala social, y las mujeres, supuestamente dedicadas a labores más bien domésticas y a quienes se les prohibía participar en la caza? Si así fuera, ello podría explicar hasta cierto punto, como herencia, la existencia de las sociedades machistas y patriarcales tan comunes en nuestros tiempos y la desigualdad entre géneros que ha perdurado hasta nuestros días, aunque las mujeres en el siglo XX hayan conquistado no pocos derechos en el mundo occidental —pero no todavía en otros lugares.
La respuesta de Mechi Versaci fue tajante: «No hay evidencia científica alguna que sustente esa narración del dominio masculino». Así que, nadie conoce con certeza las relaciones sociales y de género que se establecieron en el Paleolítico superior —hablamos de hace treinta mil años—, cuando sapiens y neandertales coincidieron y estos últimos se extinguieron. Primera reflexión: este tipo de novelas debían advertir explícitamente de que su contenido es pura ficción, como sucede en toda obra literaria, aunque se apoyen en conocimientos científicos para hacer más creíbles la trama y las peripecias que narran.
Mechi Versaci, como buena científica, más que dar demasiadas explicaciones me aconseja lecturas; lecturas como Lady Sapiens, de T. Cirotteau, J. Kerner y E. Pincas, un ensayo sobre la mujer en los tiempos prehistóricos. La leo, claro, y me parece un tema tan fascinante que me atrevo a entresacar algunas conclusiones y a compartirlas con ustedes. La primera, sobre los clichés: la prehistoria se aborda como disciplina a mediados del XIX, lo que supuso que los primeros prehistoriadores la observasen con los anteojos de la sociedad en que vivían y aplicasen sus sesgos a los análisis, incluyendo la invisibilidad de la mujer. ¿Acaso no marcaba la Biblia «desde siempre» el papel secundario de quien debía ser tutelada por padres, maridos o hijos? ¿Acaso no tenían las mujeres un cerebro más pequeño que los hombres? Hoy sabemos que el cráneo tiene un volumen proporcional al esqueleto sin que esto signifique para nada una menor inteligencia, pero esto no era evidente hace poco más de un siglo.
Hubo que esperar a los años 70 del siglo XX para que un grupo de investigadores, formado por mujeres y hombres, comenzase a ocuparse en serio del rol de las mujeres prehistóricas cuando la Antropología ya había demostrado que, en el caso de las tribus cazadoras-recolectoras actuales, las mujeres, lejos de permanecer sentadas amamantando al bebé mientras los hombres les traían comida, desempeñaban actividades fundamentales para el grupo.
El segundo comentario tiene que ver con la diversidad de culturas del pasado, y también del presente: solo en la Amazonia se calcula que viven en la actualidad setecientos mil cazadores-recolectores repartidos en doscientos grupos diferentes, cada uno con su lengua, sus tradiciones y su cosmogonía. ¿Cómo no pensar en una gran diversidad de poblaciones con distintas culturas entre los pueblos prehistóricos? Por otro lado, si hoy contamos con países bastante igualitarios en cuanto al género, como los nórdicos, y con sociedades donde las mujeres están obligadas a llevar el burka y no pueden conducir, como en algunos países islámicos, ¿cómo creer que hace cuarenta mil años solo existían sociedades uniformes? Aquello que servía de norma para una población podía ser muy distinto para otros grupos lejanos.
Otro asunto muy relevante es la posibilidad que existe hoy de identificar de forma certera, con el análisis del ADN, el sexo de los individuos (solo el hombre porta el cromosoma «Y»). Pues bien, ahora se sabe, por los huesos extraídos en las excavaciones arqueológicas, que la actividad física era intensa «en el conjunto» de la población paleolítica; tanto hombres como mujeres poseían miembros superiores robustos, lo que indica que ambos realizaban diferentes actividades físicas. Y se ha concluido también que hubo mujeres cazadoras, al menos en determinados lugares, pues aparecieron enterradas con sus armas de caza. Tal vez las mujeres no se ocupasen de lancear al mamut, pero hay muchas otras formas de participar en una cacería y, también, numerosas piezas de caza menor con las que llenar un puchero. Por no hablar de la pesca, la recogida de crustáceos o la recolección de los alimentos de origen vegetal: cereales silvestres, leguminosas, fruta... El papel capital de la mujer en la alimentación del grupo está hoy fuera de duda.
El cuarto comentario tiene que ver con las semejanzas de aquellos y aquellas sapiens de hace treinta o cuarenta mil años con las mujeres y hombres de hoy, pues resulta asombroso —al menos para mí— pensar que apenas podríamos distinguirlos por su aspecto físico y su nivel de inteligencia. Serían personas un poco más altas y más fornidas, con los ojos claros y la piel oscura —el aclaramiento de la piel en Europa se produce en el Neolítico, hace 8 mil años—, acostumbradas a utilizar ropa —aunque algunos pueblos combatían el frío con grasas de animales— y a adornarse, incluso de forma fastuosa —con anillos, brazaletes, ristras de conchas, colgantes— cuando se trataba de individuos destacados, como curanderos, chamanes, jefes; seguramente practicaban la danza, por los instrumentos musicales encontrados —como flautas—, y podrían alcanzar edades no tan alejadas de las nuestras, en torno a los sesenta años, aunque la esperanza de vida, por los fallecimientos infantiles, fuera mucho menor. En fin, serían capaces de elaborar símbolos, conceptos, de tener pensamientos abstractos, de fabricar útiles y, sobre todo, de tejer vínculos y redes de intercambio con sus semejantes. Estas capacidades —y aquí sigo a Yuval N. Harari, autor de Sapiens—, y gracias a un lenguaje muy flexible, permitieron crear realidades imaginadas, entidades abstractas y mitos que, al poder compartirse, hicieron posible la cooperación de un gran número de individuos.
El último y más importante asunto para lo que aquí nos ocupa trata sobre la posición social de la mujer. Esta es la parte más difícil de conocer, y por no saber, no sabemos ni siquiera si nuestros ancestros eran monógamos o polígamos. No hay rastros arqueológicos que nos permitan dilucidarlo, aunque sí distintas teorías sobre la constitución de las familias; teorías que van desde la monogamia hasta la promiscuidad sexual. Los autores de Lady Sapiens citan a la antropóloga Michéle Coquet quien afirma que «la etnografía de los cazadores-recolectores nos enseña que la forma de relación preferida es la monógama» y «que existen pocos casos de poligamia». Los y las sapiens en el paleolítico superior conocían el vínculo entre el acto sexual y la procreación, lo que apuntaría a la misma hipótesis, aunque la posibilidad de que, en etapas más antiguas o en determinados territorios —como ahora en los países islámicos—, se practicase la poligamia —o la poliandria— no es descartable.
A través de estudios etnográficos, se ha estimado que las jornadas de trabajo necesarias para buscar alimentos no llegarían a las veinte horas semanales, lo que dejaría tiempo libre, a hombres y mujeres, para crear objetos de artesanía y expresarse a través del arte. Las madres, para ocuparse de sus actividades, liberaban las manos portando a los bebés en su espalda, como se hace hoy con las mochilas portabebés, un objeto que aparece representado en algunos lugares paleolíticos. Y, también por la etnografía, se deduce que estaban involucradas en la producción de cestería, en la elaboración de objetos de madera y en el trenzado de plantas para producir vestimentas, esteras o trampas para atrapar animales. Sin embargo, se carece de evidencia científica para saber quién pintaba las cuevas, si hombres, mujeres o ambos géneros, aunque Mechi Versaci conoce cuevas con manos femeninas impresas en sus paredes; impresas, muy probablemente, por ellas mismas.
En todo caso, parece razonable pensar que, dentro de la diversidad, nuestros ancestros se guiaban por modelos cooperativos, pues la supervivencia de la especie necesitaba el concurso de todo el grupo. Todavía no se producían excedentes económicos que «justificasen» y permitiesen la división de la sociedad en clases ni su organización en rígidas jerarquías.
En conclusión, gracias a los conocimientos cruzados de la arqueología, la antropología y la etnografía, hoy sabemos que las mujeres en el paleolítico superior estaban implicadas en numerosas actividades relacionadas con la supervivencia del grupo, comenzando por la fecundidad, por supuesto —sin la cual el grupo se extinguiría—, pero siguiendo por la recolección de alimentos, la artesanía, la cestería, el trenzado de plantas con distintos usos, la caza y, seguramente, el arte rupestre y la aplicación de ciertos conocimientos medicinales —que poseían ya los neandertales hace 40 mil años—. Su reconocimiento social, como indican los adornos y utensilios encontrados en las sepulturas, parece indudable.
Los autores de Lady Sapiens afirman que, aunque la mujer representase un rol fundamental en el seno del grupo, no hay pruebas para hablar de un matriarcado generalizado. Las sociedades matriarcales son muy minoritarias entre las actuales poblaciones de cazadores-recolectores, aunque esto tampoco permite asegurar que no pudieran predominar hace treinta mil años. En fin, parece razonable pensar que las mujeres no ocupaban un papel social inferior al de los hombres, y tampoco lo contrario, y que las relaciones entre ambos géneros eran bastante igualitarias.
Pero entonces surge otra pregunta esencial: ¿cuándo y por qué aparecieron las sociedades patriarcales y comenzó la dominación masculina? Y esta otra aún más grave que la acompaña: ¿por qué en numerosas sociedades las mujeres fueron simples propiedades de los hombres, padres o maridos? Hasta la admirada sociedad ateniense, la de los tiempos de Sócrates, las excluía de su democracia. Para aproximarme a esa respuesta necesito otra conversación con Mechi Versaci. Lo que pueda aclararles, lo encontrarán en el siguiente artículo.