Quizá fue éste mi primer escrito con pretensiones literarias. Se trataba de un relato ambientado en el tópico de la Semana Santa. Era acerca de un grupo de cuatro jóvenes coléricos de 1960, hijos de la llamada «clase media», educados en familias y colegios católicos, mozalbetes que decidían pasar los tres días tradicionales en medio del desenfreno alcohólico y sexual (no hablábamos de drogas, entonces, porque las conocíamos de oídas o por el cine; ni siquiera la humildísima marihuana estaba en nuestro menú). La historia seguía en un balneario de la costa central, a donde llegaban (llegábamos) los cuatro protagonistas, en una camioneta que el mayor de nosotros había sacado de casa, sin permiso, aprovechando que los padres estaban fuera de Chile. Todo un cuadro de mediocre transgresión, cuyo vórtice sería una francachela iniciada el mismo Viernes Santo, cuando en la iglesia están las imágenes sacras cubiertas con paños morados o sobrepellices oscuras las más connotadas, porque en esto de las figuras sobrenaturales también hay grados y categorías y escalas de acercamiento a lo divino.
Y mientras yo bebía una «cuba libre» (coca cola con ron), de pésima calidad, porque el licor era de marca nacional, Traverso o Mitjans, y más se parecía al aguarrás que vendíamos en la ferretería que al maravilloso destilado de caña de azúcar cubana, en aquellos días, producto de la zafra comunitaria masiva en la que Fidel Castro, el Che Guevara y Camilo Cienfuegos, premunidos de grandes machetes, lanzaban mandobles revolucionarios contra las espigadas lanzas azucaradas.
Nos reunimos –los personajes, ficticios o no, de aquella historia-, en una cabaña apropiada y lejos del mundanal ruido, con cuatro muchachas que en el relato carecían de nombre, quizá porque el pecado original nace con la mujer y, en este caso particular, sobraban las nominaciones –para el objeto de la narración, claro-.
Y ahí pasó de todo, y ni tanto… Yo había leído recién los Trópicos de Henry Miller, y el descubrimiento de ese tipo de literatura, casi vedada para nosotros, me había producido una suerte de euforia lúbrica que fue más literaria que físico-biológica, porque ni las mejores creaciones de literatura erótica pueden ir un centímetro más allá de lo que te permite la esquiva naturaleza. Pero la imaginación ayuda mucho –no seamos injustos-, esto lo saben los buenos y los malos escritores…
Así es que tuvimos lo nuestro, más exacerbado en el recuerdo mientras más remoto se hace en el tiempo y más viejos nos volvemos.
Me levanté cuando el amanecer lanzaba sus pálidas luces sobre la costa neblinosa. Hacía frío, y mientras desaguaba desde la terraza de madera encima de unas matas de geranios, con un dolor de cabeza multiplicado por cien, vi la imagen de mi abuela entre la niebla, caminando hacia mí, vestida de negro, los ojos llorosos y un rosario blanco que le colgaba de sus bellas manos… La imagen y su consabido remordimiento fueron aventados por un manotazo del Talo que me volvió a la realidad.
-Tómate esto, huevón –me espetó, alcanzándome una botella de cerveza fría, que bebí sin pausa.
Al mediodía bajamos hasta la playa y nos bañamos desnudos, para aumentar los pecaminosos grados de la culpa (Aquí, probablemente hubo descripciones y detalles que olvidé por completo, porque aquel texto no lo tengo -¡menos mal!-, se extravió junto a otros papeles en alguna de mis mudanzas precipitadas, que han sido varias… Y no pierdo nada con eso, porque el pretendido cuento era flojo, literariamente hablando, y no se salvaba ni con la más generosa misericordia, aunque a mi cuñada Patricia le emocionó la historia y todavía la recuerda, después de cincuenta y seis años, cuando me dice que soy su escritor favorito, asunto que me halaga, debo reconocerlo, porque ella es asidua lectora, pero entre parientes –aunque sea por afinidad-, hay que aquilatar los juicios, tanto los buenos como los malos).
Bien, apreciado lector, me he ido por las ramas, como viene siendo habitual. Me disculpo y sigo con la historia… Regresábamos los cuatro y las cuatro, ocho en la camioneta, el domingo por la noche, bajo la llovizna…
Entonces la carretera no estaba como ahora, ni existía el túnel de Lo Prado, así es que era preciso recorrer las peligrosas sinuosidades de la cuesta Barriga, donde la camioneta se volcó, desbarrancándose en una honda quebrada y todos murieron en el terrible accidente, salvo el protagonista –yo mismo-, en la insufrible pervivencia del ególatra autorreferente… Pero quedé malherido, y llamaba a mi abuela, y le pedía perdón, porque de nuevo estaba frente a mí, con su rosario de ambarinas cuentas. La imagen de la culpa, femenina y rotunda, como suele presentárseme a veces, en sueños febriles.
Yo pronunciaba unas palabras –gracias a Dios no me acuerdo cuáles- antes de perder la conciencia. El desenlace quedaba en suspenso y el lector podía imaginar la muerte del personaje o un desvanecimiento exento de fatalidad (Final abierto, que dicen…).
Fue providencial que se perdiera ese relato, porque si algún mala leche -de los que hay varios en la Casa del Escritor-, llega a descubrirlo, capaz que trate de denigrarme subiéndolo a Facebook. Con ello se cumpliría el aserto de mi maestro Luis Sánchez Latorre, Filebo, cuando afirmaba:
-«Lo único que jamás te perdonarán tus colegas es que escribas mejor que ellos».
En las postrimerías de mi oficio literario, esto puede ser verdad, pero no quiero pecar de soberbia, menos ahora, cuando estamos ad-portas del Viernes de la Pasión y de otra Semana Santa dedicada -se supone- a ese Dios singular nacido en un pesebre.