Desde hace algunos años se habla del «hombre light» y, por tanto, como su correlato obligado, de una «cultura light». ¿Existe eso? ¿Qué significa?
Es innegable que en estas últimas décadas han sucedido cosas muy importantes en el mundo, que están dando como resultado una nueva modalidad de relaciones interhumanas. El primado de lo virtual, que sigue creciendo a pasos agigantados, está modelando un nuevo horizonte civilizatorio.
De todos modos, es imprescindible resaltar que las nuevas tecnologías audiovisuales no son, ellas mismas, la causa de esta nueva cultura en ciernes. Son, en todo caso, el vehículo que las posibilita. La cuestión de fondo sigue siendo el proyecto social, humano, en que las tecnologías se inscriben. Las técnicas con las que la especie humana afronta la realidad para adecuarse y relacionarse con su mundo circundante no son, en sí mismas, ni «buenas» ni «malas». El problema no estriba en el utensilio, sino en el proyecto para el que se lo utiliza. La energía nuclear, por ejemplo, puede servir para dar electricidad a toda una ciudad, o para hacerla volar en pedazos.
Ahora, en forma creciente con el desarrollo imparable del capitalismo y de la ciencia y tecnología modernas, estamos ante la moda del plástico, que puede llevarnos rápidamente a la cultura de lo superficial, y de ahí a la idolatría de lo nuevo, la creencia acrítica en que todo lo novedoso es bueno y superador, culto a la cosmética; en otros términos: fetichismo extremo de nuestros tiempos en donde los nuevos dioses son la adoración de las cosas materiales, la veneración reverencial de la imagen, de lo externo.
Está claro que en el mundo que se abrió con el capitalismo desde hace ya un par de siglos, hoy ya totalmente globalizado barriendo el planeta completo, todo adelanto en las herramientas, en los utensilios que nos facilitan la vida diaria —la navegación a vela, la máquina de vapor, el ferrocarril, la producción industrial en serie, el automóvil, el avión, la electricidad, las comunicaciones masivas, la informática, la robótica— ha favorecido siempre a la clase dominante. Toda mejora en los instrumentos de trabajo y de vida cotidiana, si bien llega como beneficio con cuentagotas a las grandes mayorías populares, favorece en principio, y fundamentalmente, a los grupos hegemónicos, dueños de los medios de producción. Las tecnologías que se vienen disparando desde fines del siglo pasado, potenciadas de un modo fabuloso por los encierros a que forzó la pandemia de COVID-19 (inteligencia artificial adaptativa, metaverso, internet de las cosas con tecnología 5G, internet descentralizado (Web3), superaplicaciones, realidad aumentada, plataformas en la nube especializadas por sector) abrieron paso en forma tajante a algo que ya venía preformándose: todo es «a distancia», virtual: teletrabajo, teleconferencias, compras por internet, educación en línea, sexo cibernético, esparcimiento virtual en 3D… Todo este fabuloso instrumental tecnológico a disposición de la humanidad —o de ciertos grupos, porque hay muchísima gente que sigue viviendo en el subdesarrollo comparativo, que no tiene aún ni siquiera acceso a energía eléctrica— ¿está creando un nuevo sujeto?
¿Cuál es la imagen del ciudadano de a pie que se va construyendo hoy, no solo para la producción, sino para todas las actividades humanas (estudio, diversión, tareas domésticas, vida sexual)? Un sujeto sentado ante una pantalla. El soporte básico de esta cultura (¿cultura de lo banal?, se podría preguntar) son medios audiovisuales y redes sociales.
Es en ese orden de cosas, articulándose con todo lo mencionado, que desde hace algún tiempo se popularizó la noción de lo light. Todo es light: la vida, las relaciones interpersonales, la actitud con que se enfrentan las cosas, la comida, las diversiones. Light: ligero, liviano. La consigna tras todo esto pareciera: «no complicarse».
Esa tendencia, como todas las «modas» culturales, se encuadra en una dinámica histórica, responde a un proyecto concreto. El auge del neoliberalismo, la caída del bloque soviético y la desaparición del socialismo europeo junto al paso de mecanismos de mercado en la China socialista, la supuesta «muerte de las ideologías», el mundo unipolar regenteado por Estados Unidos como único foco de poder con un discurso hegemónico; en definitiva: lo que hoy día es un triunfo masivo de la libre empresa y su ideología concomitante, son todos factores que se ligan dando como resultado la entronización del individualismo hedonista. Es un síntoma de los tiempos. En ese contexto «cultura light» significaría: individualismo exacerbado, búsqueda inmediata de la satisfacción, superficialidad, falta de compromiso social, banalidad.
Así, la cultura light sería el resultado de un conjunto de corrientes ideológicas que van retroalimentándose entre sí: relativismo, permisivismo, facilismo y consumismo compulsivo. Se caracteriza por el individualismo extremo, la búsqueda de la satisfacción inmediata, falta de profundidad en el tratamiento de cualquier tema. A ello se añade un culto a las apariencias. Se juzga al otro no por lo que es, sino por cómo va vestido o por el automóvil que posee, por los instrumentos que marcan su «estatus social.
Esta «onda light» ha ganado los distintos espacios de la producción cultural, del quehacer cotidiano. La humanidad en su conjunto, cada vez más dependiente de ese instrumental virtual que marca los tiempos, ha entrado de lleno en estas características. Ello no significa que toda la masa humana (ocho mil millones de seres) se vaya tornando más tonta, menos inteligente. La revolución científico-técnica sigue adelante con una velocidad y profundidad vertiginosas. Los logros en tal sentido son cada vez más espectaculares. Pero junto a ello el nivel «humano» con el que nos vamos encontrando abre preguntas. ¿Por qué «entra» tanto, tan fácilmente y con tanta fuerza, ese gusto por lo rápido, sencillo, por la imagen que nos ahorra el pensamiento crítico, nos exime de las categorías analíticas?
Lo que la gente «cree» y «piensa» en muy buena medida es generado por fábricas ideológicas, mediáticas. Hoy, sumando todos los aspectos mencionados, el arquetipo de ciudadano esperado por los centros de poder mundial se constituye como un consumidor pasivo, que no discute, que cuida ante todo su sacrosanto puesto de trabajo, que no piensa en forma crítica.
El mundo contemporáneo que legó la caída del socialismo real y que, pareciera, intenta expandirse sin obstáculos, es un ámbito donde ya nos hemos acostumbrado a no tener esperanzas, a no cuestionar, a aceptar con resignación. O al menos todo esto es lo que se mantiene como tendencia dominante. Consumir, buscar la felicidad y la realización a través de lo material, no complicarse. Que todo sea «suave», sin cuestionamientos de fondo, no pensar, sentarse ante la pantalla (de televisión, de la computadora, del teléfono móvil) y no preocuparse del mundo pareciera ser la receta para «triunfar». Definitivamente muchos terminan creyéndolo.
Estas tendencias que se generan —hoy a escala planetaria— se presentan con fuerza arrolladora, cubren todos los espacios, no permiten alternativas. El reto es ir más allá de todo esto, intentar desafiarlo, discutirlo, quebrarlo. Por eso hay que ser irreverente con el poder, con lo constituido. La historia, contrariamente a lo que se nos quiso hacer creer estos años, no ha terminado. Sigue habiendo alternativas.