El artista más emblemático del siglo de oro de la pintura neerlandesa, a pesar de haber sido olvidado por dos siglos, fue sin discusión, Johannes Vermeer (1632-1675) a quien se le atribuyen solamente 35 pinturas a lo largo de su corta vida —murió endeudado a los 43 años—, sobresaliendo por su excepcional técnica pictórica y conceptual e innovación formal.
Su comportamiento austero y hogareño lo apartó tempranamente de los estereotipos del mundo artístico de su tiempo, mientras su curiosidad experimental lo llevó más allá de las soluciones visuales establecidas mediante obras únicas de ángulos distorsionados, composiciones luminosas y perspectivas casi perfectas. La mayor retrospectiva de su obra con 28 de sus pinturas tiene lugar de febrero a junio del 2023 en el Rijksmuseum, resultado de las investigaciones científicas de su trabajo que está lejos del mítico perfeccionismo que se le ha atribuido.
El crítico de arte, Juan Carlos Flores Zúñiga, sostiene que el genio de Vermeer no está en sus temas cotidianos, que se sabe tomó de otros artistas más exitosos en su tiempo, sino en los ambientes simplificados de sus composiciones que trascendían la mera y popular descripción lúdicra de sus colegas imprimiendo un tono trascendente a cada escena a lo que contribuyó su uso del color para evocar una constante luz etérea.
Durante los siglos XVI y XVII tuvo lugar en Europa lo que críticos e historiadores de arte coinciden en llamar la «edad de oro» de la pintura neerlandesa, favorecida por una notable influencia política, grandes cambios sociales y religiosos, innovación y abundancia económica de los emergentes Países Bajos. El más notable y menos conocido maestro de ese período fue Johannes Vermeer.
Pasó en el olvido por 200 años por lo que la mayor parte de la documentación sobre su vida se esfumó hasta que fue redescubierto por un crítico francés en 1866 por un paisaje de Delft.
Su mayor retrospectiva a la fecha tiene lugar en el Rijksmuseum de Ámsterdam con la colaboración del Museo Mauritshuis de La Haya, ambos en los Países Bajos, así como préstamos provenientes de colecciones alrededor del mundo.
A diferencia de sus colegas nunca adoptó el estilo de vida bohemio o fue mujeriego. Siendo protestante se casó con una chica católica con la que tuvo 15 hijos. Pasó la mayor parte de su vida procurando el sustento de su vasta familia vendiendo obras de otros artistas, apoyando a su madre en la tasca que estableció su padre y negociando en bienes raíces.
Pintaba en su casa en Delft en su tiempo libre y sus modelos fueron casi todos domésticos. Hizo amistad con el inventor óptico Antonie Van Leeuwenhoek, quien lo apoyaba financieramente en su práctica pictórica y vendía casi toda su producción por encargo.
Sus ángulos distorsionados, composiciones y perspectivas pueden haber sido solo parcialmente el resultado de recursos ópticos a los que se aficionó y tal vez por el uso de la cámara oscura, un instrumento óptico que es negro y permite obtener una proyección plana de una imagen externa sobre la zona interior de su superficie. La retrospectiva, no obstante, resume los hallazgos de las investigaciones científicas más recientes sobre su trabajo que está lejos del mítico perfeccionismo que se le ha atribuido.
El genio de Vermeer no está en sus temas cotidianos que se sabe tomó de otros artistas más exitosos en su tiempo, sino en los ambientes simplificados de sus composiciones que trascendían la mera y popular descripción lúdica de sus colegas, imprimiendo un tono trascendente a cada escena a lo que contribuyó su uso del color para evocar una constante luz etérea. No obstante, sus obras son como un caleidoscopio de sombras salpicadas. Trataba el color como si fuera una orquesta en que el pincel se transformaba en batuta.
Las caras desapasionadas de sus modelos fueron el resultado tal vez de la paciencia de los miembros de su entorno obligados a sentarse por horas como materia prima de sus obras. Su obra era verosímil, pero no realista, ya que sus representaciones correspondían a tipos ideales en la sociedad neerlandesa que le tocó vivir. De hecho, los sujetos de sus obras trascienden sus ocupaciones humildes para alcanzar una dimensión de grandeza en sus representaciones.
Parafraseando al pintor moderno, Georges Braque, la pintura no es descripción. La verosimilitud es meramente una ilusión. Vermeer nació en medio del barroco europeo, pero su pintura como veremos en la presente crítica trascendió los patrones figurativos y costumbristas imperantes con base en representaciones íntimas, luminosas y quietas que hoy son consideradas «obras maestras».
Vicisitud del gusto
«¿Cuál es su obra maestra?». He hecho esta pregunta a casi todos los artistas que he entrevistado a lo largo de cuatro décadas de ejercicio profesional en la crítica de arte. La respuesta más frecuente que he registrado ha sido, «la última obra que estoy realizando».
Suponemos que la prueba del tiempo, que supera las modas y expectativas del mercado, revela una grandeza interna en la obra artística que nadie puede disputar al alcanzar el artista madurez conceptual y técnica. Sin embargo, la historia de la cultura nos dice todo lo contrario. Como escribió recientemente el crítico del New York Times, Jason Farago:
La mayor parte de la audiencia de Beethoven nunca escuchó una nota de Bach, quien estuvo sumergido en la oscuridad por décadas tras su muerte en 1750. Siglos enteros pasaron con los espectadores viendo los tenues santos y discípulos de El Greco, sin sentir nada. Nuestros ancestros vivieron y murieron ignorando los logros de Dickinson, Melville, Kafka, Hurston.
Entonces, podemos preguntar: ¿qué es una obra maestra? Simplemente, un acuerdo temporal que cabalga en las vicisitudes del gusto, pero siempre susceptible de caer. En otras palabras, un capricho del gusto afirmado más por historiadores, curadores y marchantes que por los críticos de arte serios e independientes.
No hay ejemplo de esto que nos deje más perplejos que el capricho reputacional experimentado por el pintor neerlandés, Johannes Vermeer (1632-1675). A pesar de ser un desconocido por casi dos siglos, ignorado por los especialistas, cuestionado en su calidad al punto de atribuir sus obras a otros pintores o considerarlo solo un talentoso aprendiz de alguien más famoso, y con obras hoy celebradas que se subastaron a precios ridículos, hoy Vermeer atrae multitudes, obliga a cambiar los planes de los entendidos en arte y es una fuente obligada en la historia del arte universal.
No obstante, la mayor retrospectiva de su obra a la fecha, abierta desde el 10 de febrero en el Museo Rijks de Ámsterdam, vendió la totalidad de sus más de 200,000 billetes disponibles cuatro días antes de la apertura de la exhibición. En el deteriorado entorno geopolítico y pospandémico, esta es tal vez la última vez que se podrán ver reunidas en un solo lugar 28 de las 35 obras autenticadas que Vermeer produjo en su corta vida.
¿Cómo es posible que este pintor olvidado que representaba escenas quietas, mayormente domésticas y en pequeños formatos, de mujeres leyendo, tocando un instrumento o vertiendo leche lo hayan elevado póstumamente a la megacelebridad?
Más asombra que nuestra cultura occidental esclava de lo urgente y temporal, sin tiempo para lo importante e imperecedero haya sucumbido ante las ilusiones pictóricas de este artista de género y figuras hogareñas con sus modulaciones lumínicas de detalles tanto precisos como borrosos que sumergen al espectador a veces como un intruso y otras como un voyeur en sus espacios con una perspectiva y claridad e ingenio sorprendentes.
Estas no son obras para verse rápidamente. Demandan atención para que revelen su historia. Sin ser simbólicas, en ellas todo componente pesa en la narrativa. Son contraintuitivas para el visitante apurado solo por cumplir el requisito de moda de haber visto la muestra.
Aprender a mirar
Pero para obligar a mirar con detenimiento, el equipo de diseño y la curaduría han hecho algo poco frecuente al colocar textos o cédulas limitados con pocos detalles en inglés y neerlandés. No se hizo ningún esfuerzo por colocar obras comparativas o aplicar la popular técnica museística de la transhistoricidad, tampoco se encontrarán videos explicativos o una señalética que oriente la lectura de las obras.
A lo largo de diez galerías, cada una de las 28 obras reunidas en el Rijks está circundada por una baranda semicircular que facilita al espectador la observación cercana y desahoga el flujo de las multitudes que visitan el museo. La muestra ha sido diseñada por el francés Jean-Michel Wilmotte, quien ha colocado pesadas cortinas de terciopelo para amortiguar el ruido y curada por Pieter Roelofs y Gregor Weber autor del catálogo de la exhibición.
Podemos navegar esta notable muestra tranquila y lentamente, sin ruidos, mientras el envolvente vacío se llena con los detalles de cada obra amplificando su poder visual y patetismo que nos obliga a frenar nuestra loca carrera humana para dejarnos conmover y agitar en cada obra.
En la mayoría de las salas se han incluido hasta cuatro obras a la vez como máximo, con excepción de varias obras que han sido aisladas en sus propios espacios como La lechera de tan solo 45 centímetros de alto, propiedad del Rikjsmuseum y La joven con el arete de perla, propiedad de Museo Mauritshuis ubicado en La Haya, de una altura muy similar.
Todo conspira para detenerse, respirar con calma y afinar la mirada a cada revelación que por banal no deja de hacernos cómplices de lo que se narra visualmente con claridad y destreza.
Pero, antes de seguir, ¿quién fue realmente Vermeer? Sabemos un poco más de su obra que de su vida y proceso artístico.
Desde niño estuvo en contacto con el arte porque su padre regentaba una tasca en Delft y era marchante de obras de artistas de la época. En esa ciudad aprendió su oficio hasta convertirse en maestro e ingresar al Gremio de San Lucas, en Delft. De familia protestante, contrajo matrimonio con una joven católica, Catalina Bolnes, con la que engendró 15 hijos, de los que sobrevivieron once. Su suegra, María Thins, era rica y se opuso al principio al matrimonio.
Según ha descubierto el biógrafo Gregor Weber, conservador en jefe de Bellas Artes del Rijksmuseum, los jesuitas mostraron al artista el uso de la cámara oscura, un instrumento óptico precursor de la fotografía. En su criterio el invento lo inspiró, pero no lo utilizó mucho en sus obras, ya que el contorno de la ropa brilla y el bronce se ilumina.
De la misma tesis es el investigador neerlandés, Jorgen Wadum, quien señala la familiaridad de Vermeer con la perspectiva que tuvo que aprender para ser maestro en su gremio, y que se evidencia en que al menos trece de sus pinturas todavía contienen trazas físicas de su sistema de proyección geométrica, consistente en insertar un alfiler con una cuerda atada al mismo para marcar sobre la tela el punto de fuga, es decir el lugar en el cual convergen las proyecciones de las rectas paralelas a una dirección dada en el espacio, no paralelas al plano de proyección.
Vermeer usaba este sistema para alcanzar cualquier punto sobre la tela para corregir las líneas perpendiculares que se encuentran en el punto de fuga. La primera pintura en que empleó cuerdas atadas a un alfiler fue Oficial y mujer sonriente. Esto también es claramente visible al final del mapa representado bajo la mano derecha de Clío en el Arte de la pintura, creada en 1668, propiedad de Kunsthistorishes de Viena, que no la prestó para la muestra. Esto es notorio en las pruebas de rayos X realizadas a sus obras. Como sus contemporáneos, Vermeer creaba la ilusión espacial directamente sobre la tela.
El uso de la cámara oscura en algunas obras fue limitado, pero dado que Vermeer ocasionalmente aplicaba una capa final o destacaba un componente de una manera puntillista ha influido la visión de que miraba a través de una cámara oscura. No necesitaba el aparato para crear composiciones ilusionistas que parecieran «fotográficas» a observadores modernos. Olvidamos que la máxima ambición de los pintores del siglo XVII era hacer creer que lo representado era real.
Como ha señalado el curador e historiador, Blaise Ducos del Museo del Louvre, la verosimilitud de las pinturas de la edad dorada neerlandesa:
Es alta, pero su realismo es bajo. No son fotografías. Más bien, son escenas que han sido arregladas y vueltas a arreglar, y eso no es realista. Por ejemplo, no hay retratos sino pinturas idealizadas de tipo humanos: mujeres bellas, académicos. Algunos objetos, como los candelabros, nunca pudieron ser encontrados en los interiores domésticos de la época. Son pinturas hechas para los ricos, y tratan de alardear.
Vida enigmática
Apoyado por un coleccionista de Delft que le compró una veintena de cuadros, la vida del artista sufrió un duro revés en 1672 por causa de la guerra franco-neerlandesa. No podía vender obras propias ni ajenas, ni mantener a su familia, por lo que enfermó y falleció en un par de días.
Según el registro funerario de la Oude Kerk (Iglesia Vieja) de Delft, al menos catorce portadores llevaron su féretro, y la campana sonó una vez en su honor. Fue un final honorable sufragado por su suegra. Luego, su esposa Catalina tuvo que declararse en quiebra agobiada por las deudas contraídas por el pintor y renunciar en consecuencia a su herencia por lo que las posesiones dejadas por Vermeer se subastaron al mejor postor.
Su esposa Catharina escribió en una petición de condonación de deudas lo siguiente sobre su esposo:
Debido a la pesada carga de sus hijos, sin tener medios propios, había caído en caído en un frenesí tal, que de un día a otro pasó de estar sano a estar muerto.
Sus dos más valiosas posesiones, La guitarrista y Amante y criada fueron vendidas a una panadería por la viuda a cambio de pan bajo la condición de que ella pudiera comprarlas de vuelta cuando tuviera suficiente dinero, lo que nunca ocurrió.
El pintor cayó en el olvido, al punto de que su obra maestra, La joven del arete de perla, fue vendida en una subasta en 1881 por unos treinta centavos de dólar.
El mérito de su redescubrimiento se debe al crítico y político francés, Théofile Thoré, quien tuvo que exiliarse tras ser prohibidas sus publicaciones por el gobierno galo. Entonces aprovechó su exilio para realizar un amplio estudio de la pintura europea. En 1842, visitó el Museo Mauritshuis en los Países Bajos para estudiar la obra de maestros que habían sido canonizados por los historiadores, pero se llevó una sorpresa al encontrar el genio de un artista desconocido en una pintura de paisaje de la ciudad de Delft.
A primera vista, escribió Thoré, «el brillo de la luz, la intensidad del color, la solidez de la pintura en ciertas partes, el efecto de que era tanto muy real como original» le recordó a Rembrandt. Pero ese no era el autor, sino alguien llamado Jan van der Meer.
«Una docena de años atrás, Jan van der Meer de Delft era casi desconocido en Francia», enfatizó luego Thoré, «su nombre no existía en los museos y colecciones privadas».
Desde ese momento hizo la misión de su vida que recibiera el reconocimiento que nunca tuvo. Se dedicó a buscar y recuperar su obra al punto de volverse una obsesión. Compró pinturas atribuidas a Vermeer y registró fotografías de muchas otras a lo largo de dos décadas. Recobró 72 pinturas de las cuales solo se han autenticado 36, entre ellas, Pequeña calle en Delft, Retrato de una joven y La lechera, entre otras conocidas.
El crítico francés, que llamó a Vermeer «la esfinge (enigma) de Delft» llegó a la conclusión de que el artista era, junto a Rembrandt y Frans Hals, uno de los más importantes maestros de la escuela holandesa y por ello se dedicó a probarlo durante el resto de su vida.
La trampa de la ilusión
Cada retrospectiva precedente sobre la obra de Vermeer ha atraído masas de entendidos y legos. En el 2001, el Museo Metropolitano de Nueva York logró el hito de reunir 15 pinturas del autor neerlandés, lo que la presente en Ámsterdam ha superado con creces. Fue entonces cuando pude disfrutar de su obra por primera vez y comprender el encantamiento de lo real, es decir cómo una ilusión es más persuasiva y seductora que la misma realidad, especialmente en las obras de madurez.
La muestra en el Museo Rijks comienza con Vista de Delft un óleo en gran formato completado por Vermeer en 1661. Una representación que rompió con el modelo paisajista imperante. Cuando pinta en exteriores la luz es contenida en el interior, mientras las sombras dominan el exterior de las edificaciones. No eligió la gran arquitectura de la ciudad de Delft sino los edificios y pasajes ordinarios casi domésticos de la ciudad donde vivió y murió.
Aunque las imágenes evocan una composición fotográfica, no son reales ya que el pintor altera las proporciones y los detalles para lograr lo que busca. Sus composiciones son imaginadas a partir de espacios reales, donde su destreza al representar detalles confunde al espectador que cree estar ante la verdad en lugar de la ilusión. Creíble no es lo mismo que veraz. Su objetivo es crear en la superficie amplitud y profundidad.
La segunda obra en el recorrido es La pequeña calle, realizada dos años antes que la anterior. Los exámenes técnicos han descubierto que originalmente donde se ve una puerta oscura había otra figura femenina. Probablemente Vermeer la removió para no bloquear la mirada del espectador dirigiéndolo al callejón. Este es el preámbulo a las representaciones que dominarán su carrera a partir de los 25 años con características composiciones en pequeño formato.
El arreglo que hace el pintor del espacio le confiere una enorme intensidad psicológica, invitándonos a entrar y observar la escena doméstica y mantener a la vez una distancia de voyeur.
Dos de sus obras en esta vena tiene sus propias salas, Mujer leyendo una carta con una ventana abierta y La lechera, ambas realizadas entre 1658 y 1659.
Maximizando la utilería disponible y recurrente, Vermeer continúa su indagatoria en Joven leyendo una carta con la ventana abierta. La figura está sola en el plano bañada por la luz indirecta que ingresa por la ventana. A la izquierda vemos la misma silla española de La criada durmiente y la misma pieza textil sobre la mesa. Es una escena íntima, que uno como espectador teme interrumpir con su mirada. Arriba a la derecha aparece cupido que estuvo oculto hasta que emergió merced a una restauración realizada en el 2017.
Nuevamente estamos ante una obra que evoca en su quietud uno o varios secretos. Tal vez se trata de una carta de amor. Originalmente el pintor representó una segunda silla a la derecha, pero termino ocultándola con la cortina verde que vemos hoy. Valiéndose de la técnica del trompe-l´oeil, en español «trampantojo», hace colgar la cortina de unas argollas sobre una barra encima del retrato de cupido. Con esta técnica pictórica intenta engañar a la vista jugando con el entorno arquitectónico, la perspectiva, el sombreado y otros efectos ópticos de fingimiento, consiguiendo una «realidad intensificada» o «sustitución de la realidad».
Esta como muchas obras fue realizada en la casa de habitación del pintor. La quietud de la mujer ayudada por el espacio y sus elementos contrasta con la realidad familiar. Vermeer tenía 11 hijos, por lo que es difícil pensar en silencio y quietud con tantos niños.
La siguiente obra es La lechera donde alcanza su máxima expresión la quietud. Esta obra de pequeño formato muestra a una sencilla mujer que sobresale sobre el fondo mediante un contraste creado por el artista al pintar con colores claros la vestimenta del lado izquierdo mientras el fondo es más oscuro y la vestimenta del lado derecho es oscura pero el fondo más claro. El fondo originalmente era diferente ya que Vermeer representó en este un estante con jarras y una gran canasta en el piso, pero renunció a esos elementos para crear una atmósfera reposada. Gracias a ello, la lechera impone toda la atención. La dirección de su mirada nos lleva a la tarea que la tiene absorta. En medio del silencio parece evocar el sonido de la leche vertida sobre un recipiente. Todo parece, basado en los ingredientes sobre la mesa, que se prepara para hacer un budín. La perspectiva es establecida por el artista mediante un alfiler sobre la tela del que tiende un hilo para establecerla como ya hemos compartido.
Silencio atemporal
En los inicios de su carrera, Vermeer representaba las figuras femeninas en espacios indefinidos. Pero, conforme madura como pintor, el espacio es definido evocando quietud. No obstante, su estilo se afirma por primera vez en Joven dormida, una de las obras de tono moralizante que produjo en 1657 donde critica a la mujer que aparentemente duerme tras embriagarse con la bebida, descuidando sus deberes hogareños, como descubrimos luego.
Los detalles de la obra no incluida en la exhibición y propiedad del Museo Metropolitano de Nueva York son los que revelan la quietud y el silencio. Por ejemplo, si se observa la mesa en frente de la criada hay una copa de vino a medio terminar que podría explicar la siesta en que está atrapada la mujer.
Esta observación fue compartida en 1696 cuando la obra fue subastada bajo el título Una joven ebria durmiendo. En medio de la obra vemos un plato de frutas en el género de la naturaleza muerta. A la derecha sobre el mantel se ve una alfombra plegada y una silla movida que nos lleva a inferir que la joven estuvo acompañada por alguien antes de dormirse. Los exámenes técnicos de la obra han revelado que, detrás de la puerta al fondo, Vermeer originalmente había pintado un hombre y un perro, pero terminó optando por el vacío.
Su obra progresa afirmando el dominio de la quietud y la intimidad en sus composiciones, pero no se queda allí, ya que empieza a adentrarse bajo la piel de sus sujetos acercándose literalmente a ellos. Viene al caso Mujer de azul leyendo una carta, completada en 1664 y propiedad del Rijks.
Nuevamente encontramos a una mujer leyendo una carta en una habitación. Pero, aunque el tema sea reminiscente de obras anteriores el resultado es diferente. No hay elementos distractores en la habitación y hasta la ventana ha desaparecido. Con base en el frío color de la luz y las sombras azuladas se deduce que es temprano por la mañana y la mujer viste aún su ropa de dormir, por lo que parece que ha sido sacada de su cama por la urgencia de leer la carta. Estamos ante un nuevo momento de intimidad. Ella está absorta por la lectura de la carta.
Sus labios están entreabiertos como si estuviera pronunciando para sí misma el contenido del mensaje al tiempo que acerca la carta a su pecho, enfatizando la naturaleza del mensaje cuyo origen desconocemos. ¿Dónde se encuentra el remitente? Una pista es el mapa en el fondo.
A diferencia de otras pinturas como La lechera en la que Vermeer usó colores fuertes en un estilo granulado, en esta emplea trazos suaves, sutiles transiciones de color y sombras pálidas de azul, ocre y gris. La vestimenta azul con cintos naranja salta con fuerza jalando nuestra mirada hacia a carta.
En las obras exploradas hasta ahora, Vermeer nos acerca a sus sujetos, nos permite ser testigos cercanos de la intimidad de las escenas. Pero otras obras hacen todo lo contrario, nos transforman en observadores distantes, mirones menos intrusivos.
Es lo que ocurre al apreciar la obra Mujer interrumpida en su música parte de la colección Frick de Nueva York, completada entre 1658 y 1661. Estamos ante una escena en una casa de habitación donde conforme a los elementos sobre la mesa hay un instrumento de cuerda y partituras aparentemente para canto lírico que sugieren que algo ha sido interrumpido por un visitante. La mujer viste su cabeza con una prenda de dormir por lo que el hombre de pie a su lado puede ser su marido. Sin embargo, ella nos mira a nosotros como espectadores. El hombre que por su vestimenta parece haber arribado recientemente no puede verla por la prenda que cubre su cabeza. Pero, alguien más observa, aunque es difícil notarlo por las restauraciones que la obra ha sufrido. Si nos acercamos veremos el retrato de Cupido que aparece en otras pinturas de Vermeer. Esto permite inferir que el amor flota en este encuentro privado.
Los objetos sobre la mesa indican el nivel socioeconómico de los personajes. De hecho, la mayoría de las pinturas de Vermeer incluyen elementos decorativos en la composición que nos ayudan a entender mejor la historia y condición de los personajes que se registran en la pintura. Otros pintores neerlandeses gustaban de hacer conexiones entre el amor, la música y el erotismo, pero Vermeer no tenía ese propósito, ya que para él la seducción se sugería con sutileza.
Por otra parte, en La carta de amor completada entre 1669 y 1670 por Vermeer el artista nos convierte en voyeristas. Observamos una escena desde un cuarto oscuro del que vislumbramos un mapa a la izquierda y una silla a la derecha. Los personajes femeninos están en la luz, pero parecen no poder vernos queramos o no. Es una situación incómoda por el grado de separación.
Si observamos con cuidado veremos unas pantuflas a la entrada y una cortina desplegada parcialmente que confirman que miramos desde la habitación privada de la señora de la casa que toca la citara cuando es interrumpida por su criada que le entrega una carta. Inferimos que es una carta de amor por su expresión y la pintura del fondo.
No son pocos los artistas que comparan el mar con el amor. El mar puede ser tormentoso o calmo, riesgoso o seguro. El barco es reminiscente del amante así que, aunque se encuentre lejos, se lleva siempre en el corazón. Tal vez por eso la criada responde a la interrogante en la expresión de la mujer sentada con un gesto significativo.
Casi todas las pinturas de Vermeer que se conocen han sido ambientadas entre las seguras paredes de una casa y a menudo el artista intensifica la atmósfera doméstica al insinuar el desconocido mundo exterior. Ese atisbo se presenta a menudo en la forma de una carta o un visitante, pero a menudo el artista introduce en la composición un elemento de ese mundo que se filtra por una ventana.
Un ejemplo de ello es la obra Oficial y muchacha sonriente realizada entre 1657 y 1658. La joven parece estar impresionada por la charla con el visitante. Parece que nada pudiera distraerla, ni siquiera el bullicio de la calle que parece filtrarse por la ventana abierta. La confidente pose e impresionante sombrero hacen lucir al oficial visitante como un hombre de mundo. Vermeer ha concedido un lugar al mundo en medio de la escena mediante la figura de este hombre.
Mediante puntos y trazos de color crea la copa que la mujer sostiene en sus manos y usa la misma técnica para iluminar la sonriente cara de la mujer. El hombre ha sido pintado en una escala mucho mayor a la de la mujer a pesar de que están sentados muy cerca para crear un efecto que nos acerca más a las figuras para permitirnos ser casi parte de su insinuante conversación lo que es suficiente para hacernos sonrojar.
Es notable como el pintor ubica casi siempre las ventanas cruzadas construidas con cristal y una trama de metal al lado izquierdo de sus pinturas. Sn embargo, esta pintura es única porque de todas las ventanas que representó esta es la única abierta permitiendo atisbar al mundo exterior. Los tonos blancos en la ventana reflejan un cielo oscuro afuera mientras los tonos rojizos un techo vecino o el muro de un edificio de ladrillos. El mapa en la pared por su parte es un recordatorio de que existe otro mundo allá afuera, pero hay otras maneras en que Vermeer comunica lo mismo de distinta manera en su obra.
Así, por ejemplo, en Mujer escribiendo una carta, con su criada, completada entre 1670 y 1671, la sirvienta espera pacientemente mientras la mujer escribe una carta. Ella probablemente será la responsable de entregarla más tarde, mira hacia afuera de la ventana mientras espera sonriendo, aparentemente, no sabemos si debido a algo que pasa afuera en la calle o será que sus pensamientos la transportan a otra parte, pero definitivamente algo afuera atrae su atención. En la escena hay también evidencia del mundo exterior en la forma de la carta que escribe absorta la mujer. Vermeer ha representado su vestido en un estilo mosaico español usando formas casi geométricas lo que difiere muchísimo de la criada representada en la obra anterior pintada con base en puntos y manchas.
En el piso sobresale una carta arrugada al lado de un sello roto y una barra tradicional de cera de lacre para sellar correspondencia. Esto genera la interrogante de si la mujer ha descartado la primera versión de su carta. La escena se vuelve más curiosa si observamos la pintura dentro de la pintura arriba a la derecha. Es una representación de Moisés rescatado por la hija del faraón tras haber sido abandonado por su madre. El niño es adoptado por la princesa egipcia y sin saberlo esta termina contratando a la madre de Moisés para que sea su nodriza. ¿Sera posible que la vida de la mujer que escribe la carta haya tenido ese mismo giro en su vida? Es una obra repleta de misterios escondidos en ligeros gestos, sonrisas y detalles.
Curioso innovador
Se ha tratado de explicar la limitada producción de Vermeer en la supuesta lentitud de su método creativo. Producía dos obras en promedio por año, pero debe apuntarse que, gracias a los exámenes técnicos realizados en años recientes, se sabe que volvía a trabajar en sus obras varias veces en distintos períodos de tiempo. Sin ser un perfeccionista, su objetivo era investigar nuevas posibilidades como Rembrandt y Velásquez que han sido considerados por la historia del arte como precursores del impresionismo, dado que pintar fue para ellos un tema en sí mismo, algunas veces fantásticamente abstracto como en el flujo líquido de las fibras en La encajera completado por Vermeer entre 1666 y 1668.
En su óleo La encajera representa a una mujer que hace encajes decorativos cruzando y girando sus dedos con esmero, es una labor de tejeduría delicada que muchas mujeres en el siglo XVII aprendían a hacer. Como otro de sus temas ordinarios para el periodo en que produjo sus obras lo que es importante no es el tema, sino el tratamiento. Otros pintores neerlandeses pintaron tejedoras de encajes a cuerpo entero como en la obra precedente, pero Vermeer se enfoca en lograr representar la cercanía más definitiva. Llega a tal detalle que podemos apreciar claramente los hilos de algodón del encaje entre sus dedos. Pero si nos alejamos y vemos los hilos rojos que sobresalen de la canasta de tejido a la izquierda veremos que el artista los ha pintado desenfocados a propósito mediante el uso de puntos, líneas y delgadas capas traslucidas de pintura. Hace esto para crear profundidad en el plano. Era el único artista en su época que hacía esto. El resultado es que la encajera atrae nuestra atención por completo tanto como ella se concentra en hacer su encaje.
Para el novelista y crítico francés Marcel Proust (1871-1922) el distinto manejo de los elementos de la composición por parte de Vermeer revelaba «cierto espíritu, cierto color de tela y de lugares» por lo que todas sus pinturas eran «fragmentos de uno y el mismo mundo», cada obra recreando «la misma mesa, la misma alfombra… la misma y única belleza».
La muestra en Ámsterdam nos permite disfrutar de la belleza única de Vermeer mediante diferentes representaciones de la cabeza humana que experimentan con las expresiones faciales y la luz. No estamos ante retratos que representan gente real sentada ante el artista por una comisión, sino de tronies, es decir representaciones que encarnan nociones abstractas como la fugacidad de la vida, la juventud y la vejez, pero que también funcionaban como ilustraciones de cualidades y defectos humanos.
El más famoso de estos tronies pintado por el artista neerlandés es La joven con un arete de perla completado entre 1664 y1667. El rostro de la joven está construido con incontables puntos de luz revelados en el brillo de los ojos que nos miran penetrantes con un poco de picardía y los labios entreabiertos, evocando la vulnerabilidad de la juventud. Es bella con su piel tersa y rostro de proporciones perfectas. Es como se esperaba en el siglo XVII que luciera la belleza. Aunque era un tronie mucha gente trató entonces y ahora de descubrir su identidad. Pero esto fue en vano, ya que probablemente la imagen fue soñada por Vermeer. Es demasiado perfecta para ser real.
Sobre su cabeza luce un turbante oriental, probablemente de origen turco. En el imperio turco eran los hombres los que usaban este tipo de atavío en sus cabezas. No era algo usual para las jóvenes holandesas. Su vestido parece ordinario, pero el color ocre del mismo no se producía en la ropa en la época en que la obra fue realizada. Por lo que se puede afirmar que fue inventado por el pintor.
En cuanto a la pieza de joyería que ha hecho famosa la obra, por su tamaño debió ser carísima si hubiera sido auténtica. Se duda que el artista haya podido adquirirla por lo que puede ser resultado de la imitación de una joya o nuevamente el resultado de su imaginación resuelto con unas cuantas pinceladas.
La obra contrasta con el verismo no idealizante de otra obra no expuesta en Ámsterdam titulada Estudio de una joven mujer donde vuelve a pintar la supuesta perla. Pero sigue siendo una ficción por la atemporalidad de su chal, rostro y arreglos clásicos en su cabello. Pocas mujeres en su época pudieron tener su calidad de piel, debido a que por las epidemias de viruela muchas mujeres llevaban pequeñas marcas en su rostro dejadas por la enfermedad.
Resulta interesante como limitó las cejas y eliminó las pestañas para acentuar sus ojos y rostro en general.
Las obras expuestas en la sala tienen significativas diferencias con respecto a los dos tronies ya mencionados. Por una parte, los fondos son oscuros en La joven con el arete de perla y Estudio de una joven Mujer mientras en Mujer con sombrero rojo y Mujer con flauta pintadas en el mismo período, 1664-1667, el artista ha trabajado los fondos sugiriendo misterio.
En la Joven con sombrero rojo la figura está sentada hacia la izquierda y ha girado para mirarnos con inquietud, entre expectante por sus labios húmedos, y su mirada de sorpresa. Es una escena que evoca sensualidad e intimidad. La mujer viste un inusual sobrero de tipo alemán, que vestían solo los hombres en su época. Su chal es más lujoso y elaborado que el creado para las obras precedentes.
Aunque la recurrente perla vuelve a aparecer, es una obra que se aparta en su experimentación con la luz que proviene esta vez del lado derecho.
En Joven con flauta el pintor cambia el sombrero por uno de apariencia china con contrastantes rayas. Sus labios entreabiertos, la emblemática joyería y el rostro rendo con los ojos muy separados y una definida mandíbula comunican una suerte de sutil sensualidad que un descarnado desnudo no puede superar.
Vermeer recurrió a su esposa e hijas como modelos acentuando nuestro sentido de inmersión en el mágico círculo de una existencia pictórica doméstica.
Entre las obras con perlas, Mujer con un collar de perlas y Mujer sosteniendo una balanza iniciadas por Vermeer en 1662, pero concluidas en 1665 y 1664, respectivamente, son ejemplos de equilibrio e ingenio al observar en la muestra frente a frente.
Conforme la joven ajusta sus joyas, la mirada entusiasta de la joven en el espejo al lado de la ventana «penetra la amplitud de la pintura», declara el curador y biografía Gregor Weber, mientras la mujer con el velo, probando de pie la balanza de entre las perlas dispersas en la mesa y una pintura del «juicio final» en el fondo, revela una calma estática.
Al sopesar mundanamente la visión, el tacto y el lujo contra la dimensión espiritual, esta imagen resume el balance en el arte de Vermeer.
Originalidad y autenticidad
La originalidad de Vermeer no descansa en sus temas, que se sabe copió en distintas ocasiones de pintores contemporáneos cuya obra vendía como marchante. Tampoco, en el descubrimiento de un género pictórico o técnica en particular. Su aporte es haber trascendido los temas, géneros y técnicas de su época con su propia y disciplinada indagatoria conceptual y técnica. Uno puede comparar obras de colegas en las que se inspiró para descubrir rápidamente como su solución es única e irrepetible.
Definitivamente, trasciende las descripciones típicas de los pintores neerlandeses para mirar introspectivamente en las escenas que construye pieza por pieza en un ejercicio que raya en el perfeccionismo, pero sin obsesión.
La revalorización de su legado ha traído consigo, además de popularidad, una creciente discusión sobre la autenticidad de sus logros al punto de dudarse de su autoría en importantes obras.
Sin embargo, los cuestionamientos sobre la autenticidad de al menos tres obras en la muestra por parte de investigadores de la Galería Nacional de Washington y otros expertos que fueron difundidas con motivo de la muestra «Los secretos de Vermeer» en noviembre del 2022, no parecen opacar la luminosidad e impacto de sus creaciones en esta histórica retrospectiva.
Una obra histórica San Praxedis realizada en 1655, y Joven sentada ante un Virginal (instrumento de clave) realizada entre 1670 y 1672 han sido autenticadas por los investigadores del Museo Rijks de previamente.
Pieter Roelof, curador del Museo Rijks, declaró antes de la inauguración al periódico Het Parool que las obras cuestionadas «se colgarán como verdaderos Vermeer». Y agregó que «la duda desaparecerá durante el viaje a través del océano», refiriéndose a la Joven con una flauta completa en 1667 aproximadamente, cuya autenticidad fue cuestionada el año pasado. El Museo Rijks autenticó las obras cuestionadas antes de la exhibición, el tema se debatirá en un foro por invitación a investigadores en el museo anfitrión.
Disputas de expertos aparte, la realidad es que Vermeer posee un tono distintivo en la historia del arte. A diferencia de la pintura de género de sus contemporáneos cuya función era describir visualmente, la obra de Vermeer trascendió al ser psicológicamente introspectiva, compositivamente más compleja pese a su aparente simplicidad y hacer partícipes a sus espectadores de escenas de quietud doméstica e íntima con sentido atemporal y universal.
Uno sale de esta irrepetible exhibición, pero Vermeer nunca deja nuestra alma. Es el único artista por el que estoy dispuesto a sentarme por horas en cualquier parte. He visto su obra en Nueva York, Washington D. C., París y Ámsterdam. Nada realmente importante parece pasar cuando paso tiempo apreciando sus obras y, sin embargo, esa nada es humanamente todo en el momento.