Fue un jueves por la madrugada cuando Alicia se despertó de golpe extrañada por un aroma que inundaba su habitación. Al principio, pensó en una fruta, de a poco empezó a sentirlo menos agradable. Una fruta podrida, se dijo. No, no había comprado frutas últimamente. Olfateó nuevamente y se tornó como algo quemado. Se levantó y corrió a la cocina desesperada, chequeó toda la casa, salió a la vereda a ver si había indicios de fuego a la redonda y nada. Volvió a la cama y el olor persistía, era tan penetrante que la había sacado de un sueño profundo, post clonazepam. No era habitual, más bien su caballito de batalla y cada vez que se tragaba sus 0,5 mg quedaba knock out hasta el otro día, como ella solía decir.
El día anterior su jefa le había llamado la atención por un error que ni siquiera era suyo, pero por su personalidad sumisa e introvertida no podía decir una palabra cuando esto sucedía, sumado al terror a perder su trabajo, la inseguridad que la acechaba y las frases de su padre sonando de continuo en su cabeza: «tenés que ser responsable, el trabajo lo es todo, sos una inútil, todo te sale mal». El problema era que después se desquitaba con cualquiera que pasara por su camino y ese día fue el desdichado turno de Franco, su novio hacía unos meses. Después de que este se marchara dando un portazo, ella de inmediato pensó en su aliciente, el clonazepam. Se tomó la pastilla sin pensar, y, cuando a los veinte minutos le hizo efecto, cayó casi a medio desvestir.
Y ahora este olor horrible que no la dejaba en paz. Y cada vez que olfateaba parecía mutar. Ahora era un dulce repugnante que no sabía distinguir. Recorrió cada recoveco de su casa y encontró solo un par de medias sucias en el contenedor de ropa que la hicieron sospechar, pero nada tenían que ver con lo que olfateaba en ese momento, además desde cuándo un par de medias sucias inundaría con su aroma toda una casa hasta el punto de despertar a sus habitantes. Si tan solo hubiese sido un ruido molesto, se dijo. Sería de fácil solución, ¡pero este olor! Abrió ventanas, prendió el extractor de la cocina y ventiladores, encendió velas aromáticas y sahumerios, pero nada surtía efecto ante aquel hedor que ahora tomaba un tinte metálico, lo cual le recordaba los suplementos de hierro que solía consumir.
No volvió a pegar un ojo en toda la noche. ¡Qué cansancio sentía! Eran las siete de la mañana, justo una hora antes de marcar puntualmente, como hacía nueve años, su tarjeta. Quería llamar a su jefa e inventarle una excusa, pero no se lo podía permitir.
Estuvo tres días sintiendo el aroma en su casa. Incluso pensó en llamar a los de fumigaciones, pero concluyó que sería un exceso. El problema se agravó cuando tomó consciencia de que nadie más que ella sentía olor alguno.
Acudió a su médico clínico, este la derivó con un otorrinolaringólogo quien, previa revisión y estudio, ultimó que no había problema aparente. Igualmente le pidió que regrese en una semana si el problema persistía. Entre enojada y confusa salió de allí.
En los días siguientes se mudó a casa de su hermana para poder descansar. Averiguó otro departamento. Estaba dispuesta a pagar la multa por incumplimiento de contrato para no seguir en aquella situación. Consiguió otro lugar a la semana de comenzar la búsqueda. Estaba feliz porque además era más confortable que el anterior. Al segundo día de su estadía en la nueva casa, un aroma penetrante la sacó del sueño y no volvió a desaparecer en las semanas siguientes.
Al límite del colapso nervioso, decidió hacer algo que hace años no hacía, pidió sus vacaciones completas más días que le debían, rentó una cabaña en las sierras y allí viajó. El lugar era más hermoso de lo que mostraban las imágenes que había visto, respiró profundo, cerró los ojos y sintió el viento pegarle en la cara. Al fin paz, pensó.
Fueron cinco días maravillosos y al sexto un aroma penetrante la despertó por la madrugada y ya no dejó de sentirlo.