Un desmedro corporal, una mixtura sentimental y un bastión espiritual. Se desmantelaba esa niña en un sin fin de ajenas ilusiones.
De pronto la curiosidad azoró su alma y la vio, era ella y no lo era. Incomprendida, inhóspita, raída ¿era ella o una ilusión? El espejo se obsesionaba con mostrarla, cómo al objeto amado la seguía, la iluminaba, buscaba los mejores enfoques y siempre estaba ahí, en lo más hondo y lo más superfluo. Quería huir, pero sus pies se imantaron al suelo que pisaban y quedo allí, inmóvil ante la desoladora e irreconocible imagen, esa imagen de sí que le devolvía el cristal y que no reconocía como su yo sino como una intrusa. ¿Y quién era si no era ella misma? - Glenda, nombre que Amey había dado a «su otro yo» a quien por momentos amaba y en otros aborrecía, quería herirla y al momento el llanto la derrotaba precipitando su cuerpo hacia el suelo, en un mar inmenso, más de miseria que de lágrimas. La culpa la azoraba. ¿Culpa? - se preguntó, en un momento de banal lucidez.
Se vio caer a un espacio acuoso, resbaladizo y casi perfecta y frustrantemente infinito. No atenuaba sus conjeturas y las vívidas imágenes la aterraban, la acechaban en constante, como una especie de estigma, la punzaban y desangraban. Había visto idéntica escena innumerable veces, lo había sentido de los modos más indeseados, porque la oscuridad y la aridez eran parte de su camino.
Hacía mucho tiempo que no percibía a Glenda, quien se había hecho presente en su vida diez años atrás, justo después de ese terrible evento, y que desde entonces le disputaba el reinado de su vida.
Como la misma Amey la definiría, en las sucesivas sesiones con su psiquiatra, Glenda conformaba su parte pensante, racional, positiva y hasta adulta, aquella que ella no reconocía como propia.
Ese día, Glenda volvió a hablarle. Le dio una perorata, un sermón de libros de autoayuda. Amey escucho, sin pestañear, pero su mente lo inmunizó para olvidarlo al instante en que el sonido la despreciara y el silencio volviese a abrazarla con ternura inhóspita. Absorta, observaba a su interlocutora. Deseaba gritarle, gritarse, pero sus cuerdas vocales no respondían. Se limitó a la quietud.
Por momentos apenas se había percatado de la existencia de esa parte suya que le resultaba tan tediosa, pero en otros había sido Glenda quien dominó sus actos, pensamientos y sentimientos, y aunque le costase aceptarlo hubiese deseado perder la batalla contra la mitad de sí que parecía gozar de lo que, como Amey, ella carecía: esperanza.
Sentada ya en la sala común, donde caminaban los otros internos, su visión se vio atrapada por un cuerpo blanco, que se movía con rapidez dejando un halo de luz en aquel espacio agreste. Era la mujer de porcelana (una enfermera del hospital a quien reconocía de este modo) dedicándole una cálida sonrisa. Sus conectores cerebrales se alborotaron ante el temor a lo desconocido ¿Qué es esa mueca? ¿Qué es eso que parece tan extraño y ameno? - se dijo. ¿Acaso lo conoció algún día, acaso lo practicó en algún momento?
La enfermera se acercó y la tomo del brazo para guiarla al exterior del recinto.
En el parque, bajo el sol de primavera, los naranjos manaban un aroma de azahares que la remontó a su infancia, a un cuento que había escuchado en sus primeros años de colegio y sintió algo similar a la nostalgia.
La mujer la acompañó hasta un banco de madera rodeado de un colchón de césped y luego de decirle que el sol le haría bien, se marchó con un andar que derrochaba gracilidad. Una vez sola, Amey comenzó la experiencia de la observación, quizás por su mente pasaba, cuantas veces se había dedicado a tan noble tarea antes de aquel día, porque creía que en ella lo usual era mirarse, pero no mirar.
El parque estaba rodeado de árboles frutales, siendo los naranjos quienes se llevaban el mayor de los espacios, acompañados de geranios, rosas y magnolias que se entrelazaban en una danza de colores y aromas. Era quizás el ballet más perfecto de todos, más sublime que Giselle, se atrevió a pensar. Ese espectáculo, remontó su mente hacia una deidad, pensó en Él, en su existencia, en su mirada, e imaginó que, si Aquel estuviese cercano a la piedad con respecto a su persona, sería en ese preciso instante cuando le brindaba la belleza de su creación con esperanza de aligerar el cáliz amargo del que bebía diariamente desde su muy temprana existencia.
Sus músculos se contorsionaron elevando su cabeza, y allí, en una especie de déjàvu, estaba sentada frente a un joven que la miraba con curiosidad y ternura. Sus ojos eran hipnóticos y a través de ellos dejaba su alma al descubierto. Permaneció inmóvil, hasta que logró salirse de ese estadio, sintiendo la humedad de los labios ajenos aún en los suyos. No logró comprender si fue un sueño o realidad, aunque para ella, hacía mucho esa línea se había vuelto casi imperceptible. Recuperó el aliento y caminó mansamente hacia el interior.
En el camino, la blancura y delicadeza de las magnolias le sugirió pureza e inmediatamente, como si hubiese pronunciado la palabra mágica, miles de agujas invisibles se hacían paso para clavarse en su piel, sintió las piernas presionadas por otro cuerpo, al momento que se encontró tumbada sobre una cama nauseabunda cubierta de unas ásperas frazadas que rasgaban su piel hasta hacerla sangrar. Era ella, pero con ocho años de edad. Llevaba unos pantalones pollera de color blanco decorados con flores rojas. Le desesperaba la situación, su incapacidad para salir de allí y el hecho que solo lograba ver su cuerpo desde la cintura hasta los pies. En ese instante visualizo unos genitales masculinos acercarse violentamente y posarse sobre los suyos. Cayó en un vacío, su voluntad sucumbió y su dignidad fue arrastrada como aquella Magdalena sufriente, con la diferencia de que para ella no hubo un Mesías Salvador, ella fue lapidada hasta el último suspiro. Allí dieron muerte a su alma y, de la niña alegre y confiada solo quedó un ente que vivió, sin quererlo, hasta ese día en que recién cumplidos los dieciocho años estaba encerrada y abandonada en un hospital psiquiátrico.
Ya sin alma se levantó decidiendo, su mente, guardarlo en el cofre más secreto y recóndito posible, para evitar así, con ello, todo contacto. Negación, trauma… así lo podrían llamar los psicólogos, pero para Amey fue el robo de su vida, de su niñez, de su felicidad y tuviese el nombre que tuviese ella jamás recuperaría lo que tan cruelmente le fue saqueado. Antes de guardarlo lo lavó esperando sentirse menos impura, lo secó creyendo que así no sangraría más, lo dobló y guardó prolijamente. Tan prolijamente, que se amoldó al espacio asignado. Si bien ella hubiese querido que se quedase encerrado por siempre, y con eso olvidarlo, no fue lo que ocurrió y de vez en cuando salía a airearse en los momentos menos esperados, acompañado de risas que dejaban perplejos a quienes la rodeaban. Como en su primer año de universidad cuando en medio de una charla de adolescentes dijo súbitamente a sus compañeras:
-Cuando era chica me violaron, se río y continuó la charla como si nada hubiese ocurrido.
La mujer de porcelana se acercó y la condujo hasta un sillón ubicado el interior del edificio. Amey, continuaba en shock, pero ahora frente a sí tenía la imagen de su madre, quien desterraba de ella todo intento de comprensión. El amor y el odio se volvían a conjugar en su interior, pero esta vez de un modo vertiginoso y atroz. Se apoderaba de ella un dolor inenarrable, uno que no pertenecía al cuerpo sino al alma. Cayó al piso retorciéndose y gritando:
-Basta, basta, basta, por favor no me tortures más.
Cuando su cuerpo perdió las fuerzas para continuar la lucha, su voluntad se disolvió. Sintió su masa corpórea ajena a sí y la odió, la miró con asco y desprecio, perdió el dominio sobre ella y quedó allí, tendida, inmóvil, indefensa. Se preguntó si es que alguna vez se tuvo más que a sí misma.
En su infancia, su voluntad, que en un comienzo optó por la negación ante la humillación, como es sano en todo ser humano, ante la voluntad de su agresor no tuvo más remedio que perecer. En el espacio donde debía alojarse la autovaloración, en Amey se alojó el desamor y se engendró la ira, junto a una atadura que asfixiaría su recorrido mundano hasta el presente. Romperlas se había constituido como su lucha diaria.
Esas cadenas habían sido su mayor y más tenaz lucha, sobre todo porque representaban su obstáculo, pero también su constitución. El destruirlas era destruirse y el odiarlas había sido odiarse. Había permanecido, su mente de niña, en aquel estadio donde la culpa, la ira y la vergüenza tomaban partida por mérito propio. Ingresaban y salían a su gusto, hacían estragos y la rendían de modo diario. Cuando comenzó el raciocinio, comenzaron los autoengaños, se veía banal y deslucida, nunca era más, siempre menos.
A menudo jugaba a los detectives, pero las pistas le daban culpable a las cinco y la absolvían a las seis, la volvían a culpar y absolver indeterminadas veces, haciendo de su mente un rompecabezas indescifrable y sumiéndola en la confusión y desesperación. Dicha confusión ocurría porque para ella, el hecho de aceptar que su padre era una imagen maligna que había destrozado su vida siendo solo una niña, era insoportable, tan insoportable que decidió cargarse toda la culpa y sufrir las consecuencias antes que culpar a quien más amó y a quien más podría odiar. Se sumió en una guerra interior que la ahogaba en lapsus donde la razón, sino desaparecía, permanecía inactiva dando paso a las más escalofriantes conmociones.
Habían pasado dos horas desde que se desplomó en el piso y sus músculos se revelaban ante todo movimiento. Ya las lágrimas tampoco asistían a su consuelo.
Una enfermera a la que reconocía como la mujer alta, se acercó y le preguntó algo que escuchó como en eco. En la confusión asintió con la cabeza y la mujer la ayudó a levantarse, sentándola en el mismo lugar que se encontraba antes de caer. Cuando la mujer se alejó el ensimismamiento volvió a seducirla y la desesperanza la invitó a la charla. ¿Qué es la vida? -se dijo- ¿quién soy? Este último interrogante acechaba su mente desde los dieciséis años y continuaba ahí tan indescifrable como al comienzo.
Se encontraba en el segundo piso del hospital, y al girar la vista, divisó un ventanal donde se reflejaban las luces de la ciudad de Buenos Aires. Se acercó, eran las veinte y treinta horas, el viento le dio en la cara y la estremeció. Miró la ciudad con la mirada de quien pertenece más a otro mundo que a este y se dijo, de manera apacible, como si hablase a un niño a quien quisiera consolar:
-Todo estará bien, al fin todo estará bien.