Quemaron toda la casa para poder encender un cigarrillo.
(Las últimas palabras de Gorbachov ante el derrumbe de la tierra de Lenin)
En las entrañas rusas hay desconfianza. No importa si se trata del zar, un dictador, Vladimir Putin o el cristianismo ortodoxo. El cuestionamiento es una regla, una forma de vida, aunque el culto y unos profundos costumbrismos indiquen lo contrario.
El periodista norteamericano John Reed afirmó en los albores de la revolución que en ninguna otra parte del mundo se discutía tanto como en Rusia, a pesar de parecer un pueblo parco, frío y de que su lengua sea lo más parecido a unos susurros vacilantes.
En los relatos de Tatiana Tosltaia proliferan estos personajes. Proveniente de una estirpe de escritores, entre el propio León Tolstoi, no parece cargar con el peso de su apellido.
Mundos etéreos (Tusquets «Rara Avis»; 2021) es un caleidoscopio de la decadente Unión Soviética de los años ochenta, un pueblo en el que aún sobrevivían las supersticiones campesinas y que, hasta hace apenas un siglo, todavía lidiaba con la pobreza, el analfabetismo y la tuberculosis heredados del siglo XIX.
Tatiana escribe en esos últimos años tristes en los que La Madre Rusia agonizaba y sucumbía ante el nuevo mundo globalizado y ante las sonrisas de Reagan.
Tolstaia hace de aquel mundo nublado, un lugar florido, uno de esos cuentos de Gógol repletos de fantasiosos y burócratas. Todos discuten hasta el hartazgo sobre las cuestiones más irrelevantes y deshilachan cada pensamiento como si fuera el último.
¿Por qué las borracheras son tan tristes, por qué los rusos hablan hasta el cansancio hurgando en las llagas de su historia, de dónde viene esa costumbre de complicarse el día a día?
Entre Leningrado y San Petersburgo, entre el mujik y el asalariado, entre París y Creta o entre el Kremlin y la Casa Blanca ¿Qué tan pobre sería el mundo si no existiese Italia, sin ninguna de sus maravillas arquitectónicas, artísticas y culinarias?
Por momentos, la autora olvida que está escribiendo ficción para dar lugar a pequeños manifiestos sobre una vida moderna que no podía desprenderse del sueño revolucionario. Ese pueblo ruso que es eslavo, griego y asiático al mismo tiempo, libra una batalla de valores con Occidente: «Ortodoxia, Autocracia e Identidad Nacional» discuten con la Libertad, Igualdad y Fraternidad de los franceses, y tanto en las estepas como a orillas del Sena, rodaron las cabezas con sus ideas.
La Guerra Fría puede encontrarse en una pequeña discusión doméstica entre una rusa y un americano. La primera, se pregunta por la belleza de las cosas, el otro por su utilidad. Una discusión entre la contemplación y el pragmatismo.
También se hacen visibles los problemas éticos de siempre: «¿Qué es el pueblo ruso? ¿Vamos a juzgar por la sangre, por el espíritu, por la fisonomía, por el idioma? Tales preguntas, siempre terminan mal».
Todos estos mundos conviven y se pierden en una existencia sin fronteras. Allá donde los cadáveres de las naciones sirven de abono para las empresas y la industria, allá donde resuena el inglés en las calles de San Petersburgo y donde convive la genética asiática y europea.