El hecho de que se comparta el mismo camino etimológico desde la raíz indoeuropea -ar (hacer actuar, ordenar) hacia los términos «aritmética» y «rito», da una pista interesante acerca de una definición de lo que es el rito para el ser humano. Es orden. Más precisamente una metáfora del orden. ¿Y por qué necesitamos -en las ocasiones rituales- una metáfora del orden y no, sencillamente, un cierto orden dado? Es debido a que no podemos ser conscientes del orden al cual el rito refiere.
El rito es al Orden como el Símbolo lo es al Todo. Dijimos en El símbolo: «...el mundo puede sernos caótico y arbitrario, pero una vez elevados más allá de nuestra identidad, se torna siempre maleable y, aunque no armonice con nuestros deseos egóticos, comienza a eliminar conflictos, tragedias internas, abriéndose a una evolución natural, espontánea». El problema está en nuestra capacidad limitada de alcanzar «niveles más allá de nuestra identidad». Se los alcanza en muy determinadas ocasiones: en el amar, en el arte o en la experiencia religiosa más profunda, mística. Pero se trata siempre de experiencias intransferibles: no podemos transferirle a otro las experiencias amorosas, artísticas o religiosas... y para eso es que tenemos que apelar a otros recursos cognitivos que excedan los límites de la razón y lo sensorial. Así, el monje persa Bodhidharma, en China, enseñaba acerca de la transmisión de la verdad -no del conocimiento- evitando hablar o escribir. En el cristianismo, por su lado, la hondura de la verdad necesita de palabras llenas de esa misma verdad que es silencio, tal como la Libertad requiere de la nada para poder ser (V. La Nada).
Cada palabra, cada concepto, se abisma sobre sí mismo hacia un vértice único e infinito de silencio, nada y oscuridad que se niega a nuestra consciencia: silencio para la palabra. Nada para la Libertad. Oscuridad para la Luz. En este vértice que se hunde hasta hacerse invisible e incomprensible nos vamos encontrando con la sefirá Keter o «Corona» del Árbol Sefirótico cabalístico. En efecto: el «Yo soy el que soy» (Éxodo 3:14) era la expresión «de ser todo el Ser» en el decir de Duns Scoto (Tratado del Primer Principio). Pero esta severidad en el decir paleotestamentario reclamaba su culminación neotestamentaria en la apertura del «Yo soy el camino y la verdad y la vida...» (Juan 14:6). Del puro ser de Scoto, autocontemplativo, a la pura existencia evangelizadora. De la absoluta mismidad a la pura alienación. Del Yo al Tú. De lo inmanifestado a lo creado. Del ‘No’ que era un puro ‘Sí’, a nuestro actual y minusválido ‘Sí’ que es un moribundo ‘No’. Lo real se vuelve asustancial y lo único sustancial que nos va quedando es lo espiritual. El espíritu es la verdadera materia.
La caída de los dioses
Una sombra de descrédito ha caído sobre lo real. Lo científico es fácilmente concebible como supersticioso. El mito del progreso había desplazado a la oscuridad de la caverna, pero lo que creíamos comprobable antaño hoy sabemos que no lo puede ser. Nada se explica ni se comprueba verdaderamente y el positivismo entusiasta de Comte decayó hacia la calamidad ecológica y social de la segunda mitad del s. XX e inicios del XXI. Y muchos hay, todavía, que buscan en la ciencia y en su sombra tecnológica la salvación, habiendo sido ella la que -abandonada a su propia inercia- arrastró a lo real a su enfrentamiento final con la ignorancia... y, por supuesto, en esa disputa, es la ignorancia la que siempre gana... y hacer ignorando es la receta perfecta para el desastre. En lugar de encontrarnos con nosotros mismos en cualquier forma del pensamiento, el progreso tecnológico nos aliena de lo que somos: como civilización, estamos condenados a errar por los caminos hasta merecer la redención. Nuestra natural alienación respecto del Todo la concentramos en nuestros logros científicos y nos convertimos en adoradores de nuestros fantasmas tecnológicos. Dios nos llama y hemos salido de nuestro vergonzoso escondite edénico vestidos de probetas, ciclotrones y nanocircuitos. Nos creemos cubiertos, pero estamos desnudos, a la intemperie de nuestra torpeza, sometidos al atroz vendaval del dinero que promueve ciencias que promueven más dinero... y siempre con guerras y patriotismos como excusas.
Rito es orden... y por lo dicho hasta ahora, la ecología humana es causal de un caos muy especial y muy humano... demasiado humano. Nos falta un orden, una ecología que nos haría vivir mejor, más amantes, más humildes y vestidos de altares, catedrales y templos. Pero, por el contrario, con la materia domeñable por la inteligencia y las manos, nos metemos en conflictos que no son ni socialistas ni capitalistas: «son una crisis en la concepción del mundo y de la vida basada en la idolatría a la técnica y en la explotación del Hombre» (Ernesto Sábato). De hecho, el caos es el camino que se dilata entre el «Yo soy el que soy» de Moisés y el «yo soy el camino y la verdad y la vida» de Jesucristo. Una progresión que se expande desde lo eternal concebido como un punto invariable y sin dimensión, anterior al tiempo, rumbo hacia una plenitud atemporal, a un orden nuevo más allá del tiempo. No es esta exaltación un principio simple que se repliega y manifiesta sobre sí mismo ni tampoco un sacrificar su totalidad en pos de una multiplicidad de destinos. No es ni unívoco ni equívoco, sino que es el valer mismo del mecanismo de contradicciones -que entrevió Hegel- sostenidas como un puente entre la verdad inicial del punto y la verdad final del círculo (V. Simbolismo y Metafísica del Círculo): el espacio donde se desarrolla el drama de la vida se pertenece a sí mismo e incluye todas nuestras circunstancias. Drama porque todo allí es irreversible e impredecible: es un espacio de lucha de opuestos al que hemos llamado muchas veces caótico. En nuestro trabajo Caos, recordábamos a Henri Miller: «El caos es la partitura en la que se escribe la realidad», y agregamos más adelante: «...si la presa no huyera con movimientos caóticos, el predador tendría más oportunidades de cazarla. Sin los fallos al azar de la replicación genética, no habríamos superado el nivel de biomoléculas en una charca. Sin el azaroso canto de un ave, no viera quizás la luz el decir de un sereno haiku...». El caos forma parte de la dinámica de lo real hasta en su raíz más íntima, y es la distancia que media entre lo verdadero inicial y lo verdadero final lo que llamamos «realidad». Es el páramo en el que se da lo caótico de nuestra vida. Y si decimos que buscamos el orden, no es para encontrarlo sino porque -y aunque no nos demos cuenta- es el orden el que nos busca a nosotros: no buscamos a Dios tanto como Dios nos busca, llamándonos entre los árboles del bosque del Edén, cuando Teresa de Jesús relataba uno de sus raptos místicos, afirmaba que no buscaba a Dios, sino que era Dios quien se allegaba a ella.
Ritos, caminos y patologías
Los ángeles suben y bajan por la escala de Jacob, mientras que, dormidos como Jacob, soñamos vivir el orden de lo real. Escandir lo verdadero como lo hacen los ángeles, nos es ajeno: estamos tras la oscuridad de nuestra naturaleza y no es el sol lo que acabará con nuestras sombras, sino que lo conseguirá la noche... oscuridad que revelará la verdadera dimensión de nuestra sombra (V. Elogio de la Oscuridad). Escandir la escala como los ángeles, es pisar firme en los escalones, en los versos de un poema universal: la escansión es canción con métrica angelical y cantarla es el bhakti hindú, es yoga: el yugo que nos ata a lo divinal con devoción... es lo mágico previo al despertar: «Dios duerme en las piedras; respira en las plantas, sueña en los animales y despierta en el Hombre» reza el hinduista. Pero el Hombre general no despierta a la poesía: él no dice, es dicho: es poético, pero gruñe en sueños como animal. Es un autómata de sus prejuicios, de sus sesgos cognitivos... de «lo que le parece que es» y que no sabe superar. Y en su extravío abate todo a su alrededor. Sus pasos no construyen: pisotean hasta en el sitio donde los ángeles no se atreven a pisar. Genera el caos que condenamos, andando a ciegas y, a tumbos de sonámbulos, llegamos a nuestra tumba de silencio sin poder ser en el otro y quedarnos como oscuros monarcas de nuestra sepultura espiritual. Se nos ha enseñado a ser ciegos a lo diferente (La diferencia en la naturaleza y lo social): todo se resume en un eje de significado, en un punto falopátrico que sólo limita y castra cualquier creatividad. Parafraseamos aquí a J. Lacan: nuestra ceguera es la referencia de nuestra exactitud; garante de nuestros derechos; guardián de nuestros testamentos y tabelión que da fe de nuestros codicilos.
Por eso, el espacio fuera del templo masónico es llamado el «de los pasos perdidos». El orden del rito, en cambio, desbroza el ámbito del extravío: todo lo que no tracciona; lo que no conduce; lo que no es camino, es eliminado. En sitios donde se busca pisar allí donde los ángeles de Jacob pisaban, se lleva adelante el rito como una actuación programada, estereotipada y codificada, esto es: que traduce una intención, que sigue un guion establecido. No se actúa al azar ni cabe la improvisación. Por el contrario, se cristaliza una movida privilegiada, que garantiza ganar el ajedrez que jugamos contra el caos. Los pasos no están perdidos: se los encuentra a cada paso. El rito cancela la posibilidad del caos. Que todos hagan lo mismo en el espacio ritualístico se parece a una neurosis controlada: caminamos fielmente por un camino que es -en su apertura cultural frente a lo natural- pura fidelidad.
Nuestros conflictos con lo real se allanan a la posibilidad de ser conducidos a una trascendencia más allá del rito, pero sin llegar nunca a ella: lo verdadero es el deambular por los senderos del rito, pero no hay un final. El andar entre límites de «la recta vía» del Dante -la que, al ser perdida, desencadena la «Comedia»- es, de últimas, el participar de una construcción, pero donde lo que se construye, paradójicamente, desaparece a medida que se lleva adelante... o, visto desde la perspectiva de Wittgenstein, en el ritual, que conlleva solemnidad e intensa espiritualidad -y que suele identificarse con el misticismo-, no se ve el mundo tal como es, sino que el mundo es el rito, aparece en él. De hecho, cuando definimos etimológicamente al templo como un sitio de separación del mundo, es porque en el espacio del ritual se crea un edificio y un mundo nuevos. El que busca, el que llama y pide, termina recibiendo. Y todo comienza y acaba en un ‘yo’... el mismo ‘yo’ al que criticamos como alienante es, en el rito, causa y destino del esfuerzo espiritual y mental que el rito soporta: desde el camino que lleva al Padre, queremos volver por él para ser el «todo ser» de Scoto: el camino que excluye caminantes. Ser dioses.
Encontrar el camino y evitar el extravío, es reconocer el síntoma de ser, precisamente, un ser capaz del extravío. En efecto: muchos ven en todo lo humano una patología... y muy probablemente lo sea. E incluso muchos ven el síntoma del síntoma en el hecho mismo de ser el Hombre un ser ritualista hasta en sus más íntimos y domésticos comportamientos. Pero el ritual es, asimismo, como una aletheia, un desvelamiento de la verdad que, paradójicamente, la oculta como lo hace un símbolo... tal el enfoque brahamánico ante el mundo fenoménico (fantasioso, fantasmal): reniega de él, pero no capitula ante el conflicto psicológico que ello implica. Antes bien, acepta el velo de las expresiones fenoménicas en el arte indio: sus Shivas danzantes de bronce de la India meridional; la elefanta del Shiva Trimurti, o el estilo «espuma y niebla» de las cuevas de Bhâja, son ejemplos del empuje dionisíaco sin dejar de ser brahmánico, frente a «aquello que se reconoce como no siendo», a lo fenoménico. De esto se saca que las artes y sus ambientes (teatros, calles, galerías, templos o libros) son también el camino sin destino propio del ritual: la obra de arte es un rito congelado, atrapado, entre el tiempo y el espacio y que, en su fijeza, se abre como un camino que preconiza aquello que está más allá del muro de la ignorancia: velando lo que simbólicamente desvela.
Decía Nicolás de Cusa que él se sentía como «un cazador de sabidurías» y que cuando creía haber capturado una, al abrir lentamente las manos veía que sólo había atrapado un símbolo. En el rito, en el camino del orden para el orden, sólo vale el símbolo que oculta aquello que quiere decir. El rito es un camino actuado y que, como si camináramos sobre el agua, refleja aquello que queremos ver: el mensaje del símbolo... pero si extraviamos el reflejo -el símbolo, el camino-, de inmediato nos hundimos en el caos del agua y pedimos la ayuda del sabio, del maestro, del abogado celestial. Y su mano está cerca... más cerca de lo que creemos, extendida para asirse a ella. No hay que ir lejos... Es más: decía el maestro taoísta Kwang-zze: «El sabio nunca sale de su casa, pero conoce a fondo el mundo entero. Nunca se asoma a su ventana, y no obstante penetra el Camino del Cielo. En verdad, cuanto más lejos viaja uno, menos comprende. En cambio, el sabio sabe sin investigar... no hace nada, y no obstante lo hace todo». El sabio hace caminos en el agua... sea Moisés o Cristo.
Los caminos enseñan humildad: sin moverse, nos llevan; sin quejarse soportan nuestros pies, sombras y lágrimas y mansamente esperan nuestro regreso tras los extravíos... Y también dejan que los soñemos en nuestros ritos: que los soñemos en luminosa y silenciosa vigilia, deambulando obstinadamente en lo más íntimo y cardinal de nuestros templos personales.