Decidió hacer referencia a aquellos veranos en Cadaqués con el título del cuadro: Cenicitas. Era el primero que pintaba así: ni el cubismo ni el impresionismo le decían gran cosa, y sabía que la experimentación no era necesariamente una vía fructuosa —o no para muchos, por lo menos. Lo pintó con el amparo del silencio aislado de su casa de descanso, y con el auspicio sereno de una compañía adecuada. Algo de la costa los había vuelto cercanos, íntimos: ni siquiera las horas exhaustivas de clase habían logrado enlazarlos como el mar los había unido. El sol, el mar y el deseo tienen efectos colaterales en la inspiración.
Era un amorío joven que sabía a la brisa de la costa contra el rostro: por las carreras en bicicleta, por la arena, por la sal de mar. Iban en el bachillerato apenas: uno con una carrera incipiente como dramaturgo-poeta; el otro, como un pintor que entendía las vanguardias desde una perspectiva diferente. Sin embargo, las olas siempre tuvieron en ellos un efecto distinto: cada que podían escaparse por unos días de aquellos años calurosos, lo hacían. Primero como una travesura de colegas de clase; luego, como una aventura de compañeros de cuarto; siempre, como un espacio de intimidad creativa.
Uno venía de Andalucía y el otro de un pueblito de Cataluña. Lorca ya tenía un nombre establecido entre los círculos artísticos de Madrid, y Dalí apenas pensaba en cómo hacerse de una imagen adecuada. Los primeros fueron años de interacción académica: el catalán no tenía idea de lo que la vida capitalina significaba. Acababa de perder a su madre —a quien idolatraba «religiosamente»—, y tenía el empeño firme en convertirse en el genio que decía ser. Lorca ya estaba bien establecido en la Residencia de Estudiantes de Madrid, y había logrado expandir su red de contactos y amistades a un rango considerable.
Entre él y Luis Buñuel se encargaron de darle un lugar al recién llegado. Muy pronto, el muchacho de maneras toscas en sociedad se convirtió en la personalidad del momento: estaba decidido a realizarse como una figura importante en el mundo del arte, y no esperaba menos de sí mismo. Borracheras, fiestas en casas de los amigos ricos, noches largas en los bares de Madrid: Dalí sacó a relucir una faceta de su persona que nadie conocía —tal vez, ni siquiera él mismo—, y se volvió la sensación de la residencia. Entonces, la experimentación extralimitó el espectro meramente artístico.
Había algo de esa personalidad explosiva que siempre atrajo a Federico García Lorca: veía en él el espíritu vanguardista que nunca encontró en la academia. Sin embargo, las fuertes creencias religiosas de su familia —adoptadas, inevitablemente, también por sí mismo— no le permitían tener una relación del estilo. Tal vez algo de esa intimidad peligrosa le atrajo también: era un experimento y no una manera de ser. Algo pasajero, fácilmente sustituible por la mujer con la que sus padres ya lo habían visto en cenas familiares. Y esta idea exculpatoria le servía de venda expiatoria, que los veranos en Cadaqués se encargarían de quitarle de los ojos.
Buñuel nunca podría enterarse de las horas de intimidad casi anímica que compartirían en la playa: era su contacto con los altos círculos artísticos, y un hombre que, a pesar de tener un talento admirable, era profundamente homofóbico. Por esto, la relación cada vez más marcada entre Dalí y Lorca siempre se trató de mantener en secreto: la imagen pública de ambos se vería comprometida, y la cubierta de experimentación con la que se cubría el asunto terminaría por desvanecerse de una manera definitiva. Sin embargo, las cartas que se mandaban entre ellos siempre indicaron otra cosa:
Tú eres una borrasca cristiana y necesitas de mi paganismo. La última temporada en Madrid te entregaste a lo que no te debiste entregar nunca. Yo iré buscarte para hacerte una cura de mar. Será invierno y encenderemos lumbre. Las pobres bestias estarán ateridas. Tú te acordarás de que eres inventor de cosas maravillosas y viviremos juntos con una máquina de retratar...
Con estas palabras apasionadas se dirigiría Dalí al poeta andaluz en repetidas ocasiones: un halo de intimidad que traslucía un poderoso lazo afectivo rodearía siempre la correspondencia entre los dos artistas. Seductor, secreto, divertido: el catalán utilizó las manifestaciones religiosas de Lorca para persuadirlo a una relación juguetona, que el andaluz siempre concibió en un nivel mucho más profundo, personal y espiritual.
Sin embargo, las ambiciones del otro siempre fueron más allá de los límites madrileños. Se dejó seducir por la gloria parisina, y cuando Buñuel le ofreció mudarse a la capital francesa, lo hizo sin pensarlo dos veces. Lorca se quedó en España, con la creencia ferviente de que se es español de acción y no solo de nombre. Sus convicciones políticas radicales lo llevaron a hablar públicamente a favor de la República, sin considerar demasiado el poder militar del Generalísimo. Sus seguidores asiduos lo apoyaron como nunca, y su radio de influencia alcanzó niveles que nunca había visto —ganándose, también, el desprecio de gente inoportunamente influyente.
En la misma época —y en la ausencia hueca de Dalí—, publicó su mejor producción: Yerma, Bodas de sangre, El cancionero gitano: si eran obras de teatro, aparecieron en los mejores escenarios; si de poesía se trataba, se comentó en los más altos círculos literarios. Lorca alcanzó su madurez durante esos años turbulentos de guerra interna y exterior: su simbología característica llegó a un auge inesperado, y sus manifestaciones públicas en contra del antiguo régimen se hicieron tal vez demasiado escandalosas. Viajó a Estados Unidos, se codeó con los escritores más renombrados del momento, y todo parecía pender de un hilo dorado —finísimo— de perfección —en el que Dalí figuraba solo de vez en cuando, a través de cartas esporádicas.
Mientras tanto, Dalí contrajo matrimonio con la femme fatale del momento: Gala se le había escapado de las manos a Éluard, y varios artistas más la conocían bastante mejor de lo que su marido hubiera querido. Para cuando volvieron a España, con la intención de colaborar con Lorca en una producción escénica, el joven catalán con el que había compartido veranos enteros al lado del mar había desaparecido por completo. Excéntrico, pagado de sí mismo, «surrealista» apátrida: en efecto, Dalí había conseguido la imagen pública que quería con el éxito artístico inherente que eso implicaba, pero la esencia íntima que compartía con el poeta se había perdido para siempre.
Lorca no quiso trabajar con él. Las voces políticas que hablaban en su contra se convirtieron en una cacofonía cada vez más poderosa, en una bomba de tiempo. La confusión de la guerra imperante y la fuerza bruta se hicieron inexorables, y un día, sencillamente lo desaparecieron. Con un balazo fulminante, Federico García Lorca cayó de rodillas en algún monte español, y la versión oficial de su muerte llegaría a los oídos del mundo varios días después. Dalí recibió esa bala como propia, y no se deshizo de ella hasta su demencia senil, en los últimos años de la década de los 80. Lo único que repetía a su enfermera entonces era: «Mi amigo Lorca», con una voz cada vez más quebradiza, que se apagaría finalmente en un enero de 1989.