Edson era un acaudalado empresario de San Pablo. Muy católico —de día— también se permitía sus «escapaditas» —en la oscuridad de la noche—. Su esposa lo tenía por un santo, y Edson no hacía nada que diera lugar a pensar lo contrario. Todos los domingos, puntualmente, asistían a misa. Solían tener bastantes reuniones sociales, y con mucha frecuencia recibían invitados en su casona de tres niveles, piscina y cancha de tenis en las afueras de la ciudad. La vida de ambos, al menos en apariencia, era envidiable.
Luego del nacimiento de Thiago, el único hijo que tenían —ahora de veintitrés años— la madre presentó complicaciones que le obligaron a una histerectomía. No pudiendo tener más descendencia, ambos padres pusieron todo el empeño de sus vidas en la crianza del único vástago.
Pero Edson, además de la adoración que sentía por Thiago, tenía otra cosa que lo movía, tan importante como su hijo, o quizá más. Años atrás —tendencia que con el paso del tiempo había decrecido un poco, pero sin desaparecer del todo— sus salidas «en las sombras» lo habían llevado a concebir otro ser. Una hija para el caso: Isabelinha. Ambos hermanastros tenían casi la misma edad; apenas un mes de diferencia. Con sus amantes, que se contaban por decenas, siempre fue muy precavido, no trayendo más hijos extramatrimoniales.
Para Edson lo de su hija «pecaminosa» constituía el secreto mejor guardado. Salvo la propia muchacha y su madre, nadie más sabía de su paternidad oculta. Eso funcionaba para él como una bomba de tiempo, algo que le quitaba el sueño cada día. En el transcurso de los años había considerado varias veces decirlo, fundamentalmente a su esposa y a su hijo. Pero un remordimiento hondo se lo impedía. Un buen católico no podía mostrar eso.
La madre de Isabelinha, una hermosa mujer mulata de extracción muy humilde, admiraba tanto como temía al empresario. El paso de los años no borraba su belleza, y aún mantenía un complicado, y al mismo tiempo fogoso amorío con Edson. Durante años, costumbre que había ido mermando con el tiempo, pero no desaparecido, una vez por semana o por quincena tenían un encuentro erótico, siempre en hoteles distintos. La obsesión del furtivo amante era no ser descubierto por nada del mundo. Cuidaba cada detalle a fin de no dejar ninguna pista, evitar toda posible sospecha.
A lo largo del tiempo había tenido innumerables encuentros clandestinos con numerosas mujeres; pero con ninguna se había establecido un vínculo tan fuerte como con la madre de Isabelinha. Ello debido, muy probablemente, a la existencia de un ser de por medio que les unía. Con las otras no pasaba de alguna temporada, que jamás iba más allá de unos meses. Luego se aburría y venía la siguiente.
Abrumado como se sentía por la carga de una hija extramatrimonial, buena parte de la energía de su vida, de cada día, de sus proyectos a futuro, tenía que ver con cómo guardar ese secreto. Isabelinha tenía que ser ocultada.
Desde el nacimiento de la niña había pensado distintas opciones para ocultarla: darle una buena cantidad de efectivo a la madre y hacer que ambas, progenitora y bebé, salieran de Brasil con el compromiso de no volver. Portugal en Europa, o Guinea-Bissau en África, ambos países de lengua portuguesa, fueron los propuestos. Pero la idea no prosperó.
Propuso entonces que, siempre dentro de Brasil, marcharan lejos de San Pablo; Manaos fue el destino pensado por Edson, en el corazón del Amazonas. Igualmente, la propuesta fue desechada. En su desesperación, el empresario pensó algo terrible, monstruoso: eliminar físicamente a madre e hija. Contratar un asesino a sueldo resultaba muy fácil; con sus conexiones, ni siquiera él en persona tendría que encargarse del «trabajo sucio» de buscarlo y hacerle el encargo. Pero eso podría dejar rastros, pensó, y un matón no se le antojaba una persona confiable. Por tanto, esa posibilidad también fue excluida. Optó por algo más sencillo: Isabelinha sería una muerta en vida. En otras palabras: debería llevar una existencia opaca, silenciosa, y por nada del mundo, jamás, debería saber nada, y mucho menos, hablar de su padre.
Así fue en los primeros años. Luego, el mismo Edson se arrepintió y quiso tener contacto con su hija. De ese modo, a partir de los 7 años de la niña, el padre hizo entrada en su vida.
Sin embargo, resultó una entrada con características muy especiales. Desde el día del nacimiento de Isabelinha, su progenitor se hizo cargo de todos los gastos de madre e hija. Al aparecer personalmente, las atenciones y regalos se multiplicaron, pero con una condición: la niña no debía saber que «ese señor que la visitaba periódicamente» era su padre. La madre debió presentarlo como un amigo «que te ama mucho».
De eso modo fueron pasando los años. Isabelinha llegó a tener mucha confianza con ese «señor» que con frecuencia visitaba a su madre. Las insistentes preguntas de la niña a su madre respecto a la presencia del padre fueron transmitidas a Edson; después de interminables cabildeos consigo mismo, de atreverse a consultarlo con su cura confesor y de largas horas de angustia vividas en soledad, Edson decidió presentarse ante su hija como lo que en realidad era.
La sorpresa de Isabelinha fue mayúscula, con una confusa mezcla de alegría y desconcierto. ¿Por qué recién a sus diez años iba a conocer a su padre? ¿Por qué era tan distinta en eso a sus amiguitas? No faltó tampoco una dosis de tristeza en la niña, incluso la sensación de sentirse engañada: si todas las compañeras de juego, en la escuela, en el barrio hablaban siempre de papá y mamá, interactuaban con ellos, los hacían públicos, ¿por qué a ella no le sucedía eso?
Ahora la condición impuesta por el empresario trocó a algo aún mucho más perverso: la niña, pese a conocer sobre su historia familiar, a partir de ese momento no podría —no debería, ¡jamás de los jamases!— decir quién era su progenitor. La madre vio eso como descabellado, pero ante la posibilidad de perder todo el apoyo económico, apretando los dientes aceptó la propuesta. Isabelinha no terminaba de entender, pero un viaje a Disneyland ayudó a «convencerla».
Para la niña todo esto resultó un cataclismo de emociones: en un mismo acto conocer a su padre, y sin terminar de entender el porqué de esa súbita aparición, no poder tratarlo como tal. ¡Era demasiado! Entre las condiciones impuestas figuraba que nunca le podría decir, ni en público ni en privado: «papá». El trato, como siempre, debería seguir siendo muy cordial, pero solo mencionando el nombre «Edson». Como las atenciones materiales se redoblaron, la sensación de desconsuelo fue extinguiéndose con el tiempo. Entrada la adolescencia, la costumbre se había incorporado de tal modo que Isabelinha prefería ni pensar en eso. Muy en secreto, a veces, bastante raramente, reflexionaba sobre esa «cosa incomprensible». Al no encontrarle ninguna explicación lógica, abandonaba la congoja con celeridad. El amor de la madre le resultaba suficiente.
Con sus quince años comenzaron a llegar otros amores. La belleza heredada de su progenitora atraía largas filas de pretendientes. Si le preguntaban por su padre, tenía bien estudiada la respuesta: «nos abandonó cuando yo era una bebé».
Para Edson todo esto tenía un valor confuso: adoraba a sus dos hijos, el legal y la clandestina. Pero con esta última había siempre un temor latente. Debía mantener como secreto total esa paternidad. Thiago, por su parte, con la misma edad de su desconocida hermanastra, fue creciendo con todas las atenciones de hijo de millonario, más de las que recibía Isabelinha. La diferencia básica estribaba en el lugar en el mundo que ambos ocupaban: saberse hijo de tal padre, aprovechar ese nombre —para el caso, ese apellido abría puertas—, tener el respaldo oficial de una encumbrada familia con vínculos políticos, daba una sensación de comodidad que la joven no podía tener.
El muchacho no sabía nada de la joven, mientras que ella sí sabía de la existencia de Thiago. Aunque nunca lo vio —el padre se cuidaba muchísimo de enseñarle alguna foto, así fuera por distracción— el secreto se mantenía con el mayor hermetismo. Isabelinha solo sabía que había un joven de su misma edad, «muy guapo», según manifestaba su padre (que, para ella, era solo «Edson»), excelente alumno —igual que ella— y que llegado el momento de escoger carrera universitaria había optado por la cinematografía, mientras ella prefirió el Derecho.
Ya peinando canas, el empresario paulista decidió mantener económicamente a su hija secreta hasta que ella se graduara como abogada. Luego debería buscar por sí misma su vida; ya era «más que suficiente» el apoyo brindado, consideraba. Por el contrario, para con su hijo tenía otra perspectiva: él sería el encargado de mantener el apellido familiar y, muy probablemente, podría continuar sus negocios, aunque el hecho de optar por dedicarse al cine en modo profesional lo alejaba del ámbito inmobiliario y financiero en que Edson se movía. «Pero por último», razonaba, «si deseaba utilizar la fortuna para invertirla en la producción de películas, ¡adelante!» Sin decirlo nunca en voz alta ante la muchacha ni ante su madre, Thiago era su «verdadero descendiente». Isabelinha, claramente, no.
La estudiante de Derecho se había convertido en una bellísima mujer con largas filas de interesados que se babeaban al verla. Igual que su madre, su porte era provocador: alta, de largos cabellos negros y exuberante cuerpo muy bien formado, con unos enormes y cautivantes ojazos verdes, resultaba la sensación de la universidad. Tanto le insistían para que participara, que finalmente aceptó: fue reina de belleza de su Facultad, lo cual tomaba con displicencia, sonriendo. No avanzaba mucho en los estudios, pero sí en su vida amorosa: no tenía un novio formal, fijo, pero sí interminables amoríos, lo que le valió una fama especialísima en la carrera de Derecho. Según el mito que se fue construyendo, Isabelinha podía tener sexo con distintas personas hasta tres veces al día. En su larga lista de encuentros había de todo un poco, desde profesores hasta jovencitos ingresantes, no faltando también alguna muchacha.
Cuando ambos, Isabelinha y Thiago, tenían doce años, fue la única ocasión en que se vieron. Un encuentro muy rápido, con Edson presentándolos —obviamente no como familiares— dejó un recuerdo vago del otro en cada uno de los hermanastros. Pasando los años, ahora con veintitrés, con los cambios que naturalmente se habían dado, era imposible reconocerse. La joven sabía algo sobre su medio hermano, fundamentalmente por las historias que le relataba su madre; a veces su padre, en alguna ocasional visita, le había hablado de Thiago, pero sin dar mayores detalles, sin siquiera mencionar su nombre. Por el contrario, el muchacho prefería no saber que había una hija extramatrimonial. Tan distante de eso estaba que ni sabía el nombre. Su padre alguna vez, entre líneas, le había hablado de su existencia, pero sin poner mayores detalles. Ese comentario ocasional, sin ningún peso, había desaparecido ya por completo de la memoria del muchacho.
Thiago comenzaba su carrera como cineasta. Como travesura, pero también como una posible fuente de ingresos, empezó a considerar el cine porno como una opción. Asesorado debidamente, se lanzó a producir un primer video. El éxito obtenido no fue poco. Escenas muy «picantes», con mucha originalidad, dejaron ver que el joven tenía madera para el oficio de la video-realización. «El cine porno tiene que ser artístico y no una grosería machista», expresaba con aire doctoral. Efectivamente, su objetivo era crear una visión novedosa del tema, «creativa e ingeniosa» decía. «¿Por qué no mostrar artísticamente, con calidad, algo que es tan bello como el sexo y que la pornografía barata convirtió en algo vulgar?».
Edson conoció esta producción de su hijo. Moralista como era —al menos en su discurso oficial, en lo que debía presentarse en público como correcto— no estaba muy de acuerdo con ese tipo de películas. Sin embargo, dado que todo lo que hacía Thiago lo veía como «fuera de serie», aplaudió el primer video que produjo el muchacho. El joven, envalentonado por sus primeros pasos bastante exitosos, decidió largarse a hacer una gran producción. Quería emplear como actores a gente de la calle, no profesionales.
Eso llegó a oídos de Isabelinha quien, después de pensarlo un poco, decidió presentarse al llamado. Se pautó una entrevista para conocerse, así como se hacía con todos los candidatos, hombres y mujeres. En el encuentro entre director y posible actriz ambos quedaron fascinados con el otro. Thiago sintió estar eligiendo a la actriz principal; la muchacha, por su parte, quedó encantada con la posible nueva profesión que se le abría. El Derecho podía esperar un poco más; el hechizo de las luminarias y el ambiente cinematográfico la cautivó, así como también el realizador audiovisual que la entrevistó. Sin reconocerse como hermanastros —¿por qué habrían de hacerlo?, si no se conocían— el encanto fue mutuo. La joven tenía un algo que capturaba; incluso muchas mujeres heterosexuales quedaban sorprendidas con su belleza, admirándola, pero más aún, con su desenvoltura, con su femineidad tan avasalladora, tan segura de sí. Concitaba admiración. Eso fue lo que movió a Thiago. Tanto y a tal punto, que modificó el guion original. Él mismo participaría ahora como actor para tener contacto con la joven. Isabelinha se entusiasmó mucho con esta nueva perspectiva que se le ofrecía.
Su madre, siempre interesada en lo material, no vio con malos ojos esta nueva actividad. «Si te gusta y eso te satisface, ¡adelante! Además, supongo que eso se paga bien, ¿verdad?», fueron sus palabras. Con esa venia otorgada, Isabelinha se sintió totalmente lista para acometer el nuevo trabajo.
Thiago funcionó bien como director y también como actor. La escena filmada con su hermanastra fue la más atrevida de toda la producción. Algo los unía con fuerza volcánica, los atrapaba. Lo que hicieron ante las cámaras ya no era mera actuación: era verdadera pasión. Se atrajeron profundamente. El joven, más allá de la filmación, buscó estrechar el contacto. La muchacha lo aceptó, y así comenzó un romance que, con total sentido, podría decirse «de película».
La película —La pecadora llevaría por título— estuvo terminada en dos meses. Entró a los circuitos comerciales obteniendo un éxito rotundo, más de lo esperado por quienes la produjeron. Thiago no lo podía creer. Edson tampoco. Cuando la vio, casi cae de espaldas. No solo porque allí actuara su hija, sino porque se la veía en atrevidas escenas sexuales ¡con su hermano!
Pensó que era hora de decirle a su hijo lo de su media hermana, contarle claramente cómo era esa historia. Aunque, luego de un primer momento de arrebato, pensándolo bien se dijo que mejor no. Si habían pasado ya más de veinte años sin saber nada de ella, ¿qué le podría reportar saberlo ahora?, pensaba el atribulado padre. De todos modos, apelando a lo que le quedaba de moral, estimaba que era tremendo que dos hermanos, o hermanastros para el caso, cometieran tamaña aberración como un incesto. Y peor aún: haciéndolo público a través de una película.
No le preocupaba que su hijo fuera el director de un audiovisual machista, tal como este lo era en grado sumo, poniendo a las mujeres en un descalificador lugar de meros objetos sexuales pasivos. La intención del joven director de hacer algo alternativo no prosperó mucho; quienes pagaban la producción exigieron más de lo mismo. Tampoco le preocupaba que Thiago apareciera desnudo haciendo de sultán con un harem de ocho mujeres a su cargo —así era el bastante disparatado argumento de la película—. Sabía que el cine porno estaba en auge creciente y daba mucho dinero. «Negocios son negocios», se justificaba. Pero sí lo consternaba la relación incestuosa. «¿Y si trascendía que ambos actores eran hijos suyos, una de ellas ilegítima?» Su tormento fue en aumento.
Ganado por la angustia que no lo dejaba vivir, consultó a un sacerdote de su confianza. Por supuesto, a este pastor de almas jamás le había contado —ni lo haría— de sus correrías amorosas, de una hija extramatrimonial, ni que había mandado a matar a dos sindicalistas que lo denunciaban por sus manejos financieros nada transparentes con los que había defraudado a más de cien inversionistas. El sacerdote le recomendó no decir nada a Thiago de su hermanastra, pero al mismo tiempo sugerirle al joven que se le aleje de esa mujer, porque eso «era pecado». Además, como para entender bien la situación, pidió copia de la película.
Como todas las actrices porno, Isabelinha fue instruida de tomar todos los recaudos necesarios para evitar un embarazo, así como cualquier enfermedad de transmisión sexual. Algo pasó, sin embargo, que eso no funcionó como tenía que funcionar: la próxima menstruación de la joven no llegaba.
Y no llegó.
Thiago, fascinado como había quedado con la actriz —«excelente, muy abierta y desembozada» se repetía—, buscó mantener la relación. Esa desenvoltura, además de su particular belleza física, lo cautivaba. Si bien casi no la conocía, el corto tiempo que pasaron juntos durante el rodaje del filme le bastó para sentirse enamorado. Isabelinha tenía algo que producía ese encanto, exhalaba siempre un hechizo que hipnotizaba. La muchacha igualmente se sintió atraída por el director-actor. Llegó a decir que nunca había tenido un sexo tan placentero como con él. El final de la carrera de Derecho podía demorarse un poco: ahora su nueva profesión y el incipiente noviazgo —más el embarazo en puerta— le abrían un nuevo escenario, una nueva vida. «No necesito de padre que me apoye. Ojalá se enterara de todo esto ese viejo de mierda que me abandonó», mascullaba con todo el odio del mundo, muy en secreto.
Sin poder dar razones —en realidad, ni siquiera las necesitaban, ¿para qué?— ambos se sintieron profundamente unidos casi de inmediato, como si se hubieran conocido desde largo tiempo atrás. Ninguno de los dos esperaba un niño en ese momento; sin embargo, ambos al unísono sintieron una unión especial para con el otro. El niño en camino, en vez de haber sido tomado como un drama que les alteraba sus vidas, fue algo que los comenzó a estrechar más. Ninguno de los dos, como cosa curiosa, reaccionó espantado ante la novedad. Algo debían hacer con eso: no estaba claro si dejarlo proseguir o rechazarlo, pero como fuere, el embarazo tenía la misión de unir, y no de promover la salida huyendo.
Isabelinha lo consultó con su madre quien, interesada como siempre, preguntó sobre la identidad del progenitor. O, siendo más específica —y pérfida—, quiso saber si esa persona estaría en condiciones de hacerse cargo de la criatura. Incluso, si no sería posible proponerle interrumpir el embarazo, pero a cambio de una buena suma de dinero. Rápidamente calculó qué cosa sería más conveniente en términos económicos. La muchacha, no pensando igual que su madre, en absoluto buscaba dinero. La idea de un niño la enterneció. Además, la aparición de Thiago la había dejado profundamente tocada. Ser actriz porno presentándose como mujer embarazada, pensaba, daba un toque de fascinación. Se le ocurrían increíbles escenas que llamarían la atención. «La gente quiere morbo», sonreía maliciosa. «Pues… ¡démoselo!».
Su madre no conocía mucho acerca de Thiago. Solo sabía que existía otro ser, contemporáneo de su hija, del mismo padre que Isabelinha. Edson, por precaución, con una meticulosidad rayana en lo paranoico, casi nunca hablaba con su amante de su hijo varón. Había llegado al extremo de no nombrarlo nunca con su verdadero nombre: Jair lo había bautizado idealmente para estas circunstancias. La madre de Isabelinha nunca lo había visto personalmente; solo una vez, en forma ocasional, una foto muchos años atrás. Su hija, al referirse escuetamente al causante de su embarazo, lo nombraba como «el director». Con el correr de los días pasó a ser «mi novio».
Por su parte Thiago, dada la cercanía que lo unía a su padre, con mucha vergüenza y preocupación decidió contarle la situación. Edson quiso morir. Lo primero que pensó fue no decirle una palabra a su hijo de la historia secreta, no revelarle la verdadera identidad de la mujer que había dejado encinta, que era su hermana, y hablar con Isabelinha para obligarla a abortar, diciéndole que sabía de su embarazo «porque un pajarito se lo había contado». Con Thiago, tragando saliva, prefirió no reaccionar mal; por el contrario, mostrándose comprensivo, lo apoyó, brindándole toda la solidaridad que necesitara. Eso fue sorprendente para el joven, quien se derritió en expresiones de admiración para con la muchacha. Esta no le había mencionado nunca su verdadero nombre, sino que prefirió seguir utilizando el pseudónimo artístico que había escogido para la película: Adriana. Para ella era ya costumbre inveterada ocultar su identidad; toda su vida la había pasado haciéndolo. El tiempo, calculaba, decidiría si le relataba toda su historia, de la que cada vez prefería hablar menos, el abandono de su padre, su ambiente tan singular de orfandad con un progenitor al que debía tratarlo por su nombre de pila y no como «papá». En caso de que se sintiera animada y Thiago abriera convenientemente la puerta, revelaría que se llamaba Isabelinha. De todos modos, para el muchacho eso no significaba nada, pues desconocía la trama oculta.
Al día siguiente de recibir la noticia, Edson se comunicó por teléfono con Isabelinha. Con voz enérgica la conminó a que interrumpiera el embarazo; la joven, con voz más enérgica aún, dejó salir una lista de insultos de tan alto calibre que hicieron palidecer al padre al otro lado de la línea. Tratándolo de descarado y con una andanada de improperios increíblemente ofensivos y descalificadores, muy furiosa cortó la comunicación, advirtiéndole que no volviera a llamarla nunca más en su vida, pues si no, contaría en forma pública esa paternidad ocultada durante años.
Las visitas de Edson se habían hecho mucho menos frecuente a su amante; eran ocasionales, muy esporádicas. Para con su hija eran infinitamente menos, si bien seguía cumpliendo a cabalidad con su compromiso de financiarle los estudios universitarios hasta su graduación, tal como había prometido. Jamás había faltado un solo mes al depósito bancario; ahora, sin embargo, luego de saber lo del embarazo, pensó en que podría ser la ocasión para suspenderlos. De todos modos, se veía en una encrucijada: si actuaba contra Isabelinha, podía encontrarse con la infausta sorpresa de ser descubierto. Eso significaba inmediato divorcio, como mínimo, más todo el escarnio de su círculo de amistades, de la gente de la iglesia. Eso no podía permitirse.
Los años no le habían quitado el encanto a su querida, pero para un picaflor como el empresario, eran preferibles jovencitas más tiernas. No obstante, en alguna de sus visitas, Edson, para darle un tono crecidamente erótico al encuentro, llevó una película a fin de verla juntos. Eligió una al azar en algún cineclub. «Son todas iguales», se dijo. «Para el caso, llevó una que le sugirieron, un clásico de la pornografía». Quiso el destino que, al preparase para su cita, confundió los VHS, y llevó la producción de su hijo en lugar de la que había alquilado. Dijo no ser amante de ese tipo de cine, lo cual era cierto —nunca las usaba en sus citas amorosas «pecaminosas», y mucho menos con su esposa—. De todos modos, para esta ocasión le pareció interesante probar con una.
Cuando se pudo apreciar el filme, llegados a una de las escenas donde estaban juntos los hermanastros, ambos padres quedaron mudos, estupefactos. Luego de algunos instantes de silencio sepulcral, en donde lo que menos podía suceder era el despertar de un voluptuoso deseo sensual movido por la pornografía, cada uno reaccionó como pudo. «¡Esa es Isabelinha!», vociferó Edson. «¡No puede ser!».
«Sí, ¿no lo sabías?», respondió con desparpajo la madre. Edson quedó galvanizado. Con voz trémula, entrecortada, pudo agregar: «Pero…, ¿no sabías que Isabelinha está embarazada de ese tipo, el actor y director?».
«Sí, me lo dijo. Yo no lo podía creer, pero si ella lo quiere y desea tener el niño, ¿cuál es el problema?».
«Es que ese muchacho… ese no se llama Jair. Jair no existe. ¡Es Thiago, mi hijo!», dijo con lágrimas en los ojos.
«Entonces… mi hija y tu hijo… esos que actúan en la película, ¿son hermanos?», pronunció asombrada la amante.
«¡Terrible!, ¡monstruoso! ¿¡No te das cuenta!?», espetó Edson con furia.
«¡Fabuloso!», murmuró ella con risa triunfal.
Pasado un corto tiempo, el empresario comenzó a concebir su maquiavélico plan. Si transcendía que tenía una hija extramatrimonial a la que prácticamente había mantenido invisibilizada toda la vida, su reputación podía verse manchada. Eso lo tenía desesperado. Aunque también lo desesperaba que su hijo mantuviera una relación incestuosa con su media hermana. Además de arruinar su imagen el saberse de amoríos ocultos, esta relación «enfermiza» se le hacía insoportable. Calculaba que, de saberse eso, quedaría en muy mala situación.
Pero el peor elemento lo constituía el dilema que se le había abierto: si se deshacía de Isabelinha, su hijo Thiago lo sentiría mucho. Y si se enteraba que su mismo padre había mandado a matar a su compañera, la madre de su futuro hijo, eso no se lo podría perdonar. Convencer a Thiago de dejar a la muchacha y abandonar la responsabilidad paterna se le antojaba casi imposible, tan enamorado como veía a su Tiaghinho. La opción extrema de matar también a su hijo para terminar así con todas las evidencias, le era absolutamente monstruosa. Aunque lo pensó.
La presión fue tanta que no pudo aguantar. Apenas transcurrido un mes del momento de descubrir la relación «pecaminosa», Edson desapareció de Brasil. Nunca quedó claro qué fue de su vida. Su esposa oficial quedó atónita sin poder reponerse del golpe. Unos meses después de la desaparición sufrió un accidente cerebrovascular que la dejó postrada en silla de ruedas. Según algunas versiones, el empresario se hizo hermano marista y ahora vive en Timor Oriental, donde se habla portugués, entregado a una vida de santidad. Otras voces dicen que se suicidó en el más absoluto silencio, por eso su cadáver nunca fue encontrado. Aunque según pudo saberse de buena fuente, quizá la más confiable, Thiago quedó al frente de los negocios, y de acuerdo con filtraciones le pasa una pensión mensual a su padre, quien vive de incógnito en Portugal con nombre falso. Ahora, siempre según esas filtraciones, pese a su edad parece que está intentando hacerse actor porno.