Rechinan los dientes al otro lado de la habitación, se hace silencio y luego un alarido desgarrador. Jorge se pone de pie de un salto, camina de un lado al otro. Un grito, nuevamente. Se sienta en la cama con las manos cubriéndole el rostro, siente el sudor gélido corriendo por su espalda. ¿Por qué a él?, se pregunta.
De pronto lo asaltan unas imágenes de su infancia en Italia, caminando con su padre por un lago. Se deja llevar: ve como tropieza con una rama al acercarse corriendo a la orilla, la mano justa de su padre sosteniéndolo y vuelve a sentir esa seguridad que lo completó en aquel momento.
Otro grito, ahora más ahogado, lo trae nuevamente a su realidad.
Anna, piensa, ¿cómo estará Anna? ¿Y los niños? Se arrodilla, pone las manos en postura de súplica frente al pecho y comienza a rezar. Él, ateo declarado, que en los últimos quince años se había dedicado a deslegitimizar toda creencia desde su trabajo como docente e investigador. ¿Qué hacía él rezando? Había comenzado por el Padre Nuestro, que le enseñó su abuela cuando tenía 5 años, trastabillaba un poco y decidió simplemente rogar. No por él, sino por su familia, por las personas que amaba. Sintió alivio y le pareció que los ruidos ya no resonaban tortuosos en sus oídos. Miró la cama mugrienta en la que había dormido los últimos días. Vio su mochila y recordó que guardaba un teléfono viejo en un bolsillo escondido. Se apresuró a buscarlo y efectivamente, allí estaba. Buscó el chip que había guardado antes de que uno de los hombres le quitara el teléfono, verificó si aún tenía batería y resultó que sí. Rebozó de éxtasis. Puso el chip torpemente, por los nervios y la emoción, y marcó el número.
-Jorge- se escuchó del otro lado una voz desesperada- ¿Sos vos?
-Anna- alcanzó a contestar cuando el llanto de su mujer no le permitió seguir.
Y ya no pudieron decir nada más.
Lloraron juntos hasta que una llave se introdujo en la cerradura de su habitación. Cortó y escondió el aparato.
-Tu código es 697- le dijo la voz del otro lado.
Un suspiro salió de su interior al quedarse solo nuevamente. Esos minutos que se comunicaron, Anna y él, fueron suficientes para sin decirlo de forma explícita, decirse y entender tantas cosas que hasta el momento los agobiaban. Así había sido siempre con ella, desde que la conoció a los dieciocho años, en la Universidad, y supo que sería su esposa y su gran amor, hasta hoy a sus sesenta y ocho años, donde el hilo de su destino se hacía cada vez menos visible. Nunca hicieron falta muchas palabras para que el otro supiese que pasaba, para consolarse, para darse apoyo. Los gestos habían sido lo fundamental en su vínculo y le alegraba pensar que eso seguía y seguiría intacto.
Se puso de pie nuevamente y repitió el código que le habían otorgado varias veces, para no olvidarlo.
Su vista se detuvo en la pared frontal, un dibujo infantil que parecía una nena y un árbol. Recordó a su madre, profesora de arte, que con tanta dedicación le había enseñado a dibujar a él y luego a sus hijos.
Si su madre esperaba encontrar en su hijo un artista en potencia, no fue su caso, ya que nunca logró que dibujara más que unos monigotes que él insistía eran extraterrestres. Pero la ilusión la recuperó como profesora de Esteban, su hijo, quien admirablemente había heredado las aptitudes de su abuela.
Se rio recordando la cara de pavor de su madre cuando le dijo que estudiaría filosofía y la de alegría de la misma mujer cuando Esteban hizo su primera exposición.
La puerta se abrió nuevamente. Una voz grave, muy diferente de la que le había dado el código, le dijo:
-Jorge Stuarse, acompáñeme.