«Eritis sicut dii»: Seréis como dioses...
(Génesis 3:5)
El muro
Cuentan que el reverendo Martin Luther King Jr., antes de alguna gira que lo iría a mantener lejos de su hogar por un tiempo prolongado, siempre se despedía de su esposa con un ramo de flores frescas. Antes del viaje en el que lo matarían, le dejó a su mujer un ramo de flores de plástico...
Cuentan que Calpurnia, la última mujer de Julio César, tuvo un sueño la noche anterior al asesinato de su esposo, en el que él moría desangrado en sus brazos. Y que una adivina etrusca llamada Spurinna lo había advertido de cuidarse del peligro de los Idus de marzo (los días faustos del comienzo de año, en marzo). Cuando iba al Senado se encuentra con la vidente y riendo le dijo: «Los idus de marzo ya han llegado...», pero la vidente se limitó a contestarle: «Sí... pero aún no han acabado...».
Cuentan que la astróloga Jane Dixon publicó el 13 de mayo de 1956, en la Parade Magazine que las elecciones de 1960 las ganaría un demócrata y que éste sería «asesinado o moriría en funciones». John F. Kenedy en efecto le gana a Nixon y así, Dixon y su bola de cristal se convirtieron en asiduos visitantes de la Casa Blanca... y se cuenta que tiempo después le rogó, encarecida pero inútilmente, que no viajara a Dallas porque allí sería asesinado.
Se trata de muchos ejemplos como estos, en donde se pueden entrever, misteriosamente y apenas, el secreto del tiempo como máscara de la eternidad que está del otro lado de un muro, más allá del cual se eriza de cruces y tumbas nuestra conciencia. Un muro desde el que sentimos que terminamos de ser. Un muro tras el cual reinaría la noche eterna del silencio y la ausencia.
El Análisis
Las primeras palabras de los Versos Dorados de Pitágoras, dicen: «Deja a los seres humanos tener sus religiones, pero tú ten la tuya». Tal precepto fue muy importante por milenios: las tradiciones esotéricas eran prácticamente iguales entre asirios, caldeos, persas, egipcios, hebreos, esenios, en la Cábala y entre los esoteristas medievales. Y tales tradiciones figuran en el Libro de los Muertos; Rig-Veda; Zend-Avesta; el Tripitaka búdico; el Mahab Bahrata; las leyes de Manú; la Biblia... Toda una constelación de textos que ya consideramos en nuestro anterior trabajo Del Furor Poético, y que en gran medida condensó Anicius Mānlĭus Torquātus Severinus Bŏēthius -más recordado como Boecio- en La consolación de la Filosofía (De consolatione Philosophiae) donde sintetiza mucho del pensar medieval y que tanto influyó en autores como Petrarca, Dante o Cervantes. La Dama Filosofía le dice al Boecio encarcelado: «...lo que todos, ciegos, se empeñan en ignorar es dónde se oculta el bien que anhelan; y buscan en los abismos de la tierra aquello que se remontó por encima de las estrellas. ¿Qué imprecaciones no merece semejante insensatez? Persigan enhorabuena las riquezas y los honores; mas cuando tras penosos esfuerzos hayan conquistado falsos bienes, reconozcan de buen grado dónde están los verdaderos» (Libro III).
Prisionero de una celda y de la realidad, Boecio busca consuelo en la parrhesía (la protección de la Verdad) y el Bien. Sin embargo, nosotros entendemos que hay un muro de incertidumbre que nos separa de toda Verdad o Bien que busquemos: ignorar qué hay del otro lado de la vida, en el reino de la muerte, ponen en jaque a nuestras ideas. Allí, para el Hombre, es donde se termina la inercia de lo real y donde se nos niega el paso hacia la verdad del hecho más trascendental de la vida -después del amar- que es el morir. No saber qué hay tras lo oculto para la mente y el espíritu es frustrante: ya decía Ortega y Gasset que vivir es un inexorable «¡afuera!», un incesante salirse de sí mismo del Universo y que el Hombre es un «dentro» que tiene que convertirse en un «fuera». Visto así, pareciera que aquella expulsión del Paraíso todavía sigue en marcha. Una simple expulsión, pero con dirección hacia el muro de lo ignorado, que es la muerte.
Cuando hablábamos de los símbolos (El Símbolo), hablábamos de un mensaje desde la Totalidad que nos incumbe y que se trasluce a través del símbolo, pero que a su vez nos impedía trascender el infranqueable muro de lo absolutamente vasto, de lo que, si alguna vez termina, termina siempre más allá de nuestra capacidad de conocer. Parecemos vivir en una fuerza expansiva, pero nos sale al cruce el comentario del Quijote, ante el sinsabor del nunca saber: «Yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos», se lamentaba el hidalgo manchego. Y oímos a Nietzsche en La voluntad del poder: «No alcanzamos la esfera en la que hemos situado nuestros valores» y agrega «estamos cansados porque hemos perdido el impulso principal». Y vemos al mundo que también, a nuestra par, anhela expresarse, que se impulsa hacia nuestros sentidos: explota un volcán; se misterizan los bosques solitarios de Berkeley; salpica de colores una mariposa a la luz de una colosal y terrible esfera de fusión nuclear... Todo transita un complejo de hechos que se resuelven en perfecta armonía tras un muro incógnito.
Fenómenos mudos que pacen en silencio, como gigantescos animales que desprecian al lobo hambriento de nuestro querer saber. De hecho, nuestro mundo interior cree que sabe, pero sólo conoce. Cree que explica pero sólo cuenta lo que ve. Nada brota de nuestra mente que no sea superficie, espejo, máscara de algo más allá... Dijo Carl Sagan: «no hay ni dioses ni demonios, ni paraíso, ni infierno... sólo el maravilloso Universo que nos rodea». Una expresión muy afín al romanticismo temprano de la inocencia y entusiasmo juveniles. Sagan, y muchos con él, sólo ven armonías cerradas sobre sí mismas que no necesitan de fuerzas exteriores: la ciencia busca «quemar» iglesias porque, en el fondo, es como un niño que gusta de contar sus hazañas observacionales fuera de todo control... pero nunca comprueba nada: los eventuales cambios de paradigmas la tienen siempre en suspensión respecto de una Verdad trascendente. No extrae nada de la matriz íntima de lo existente porque, precisamente, nada hay que extraer, que des/implicar: nada hay que ex/plicar.
Las «maravillas» de Sagan son luces de colores muy atractivas... pero toneladas de tiza sobre pizarrones y hectolitros de tinta sobre papeles no podrán explicar nunca nada, precisamente porque el «...que nos rodea» del mismo Sagan, es la principal falacia de su argumento: nada nos rodea porque nada rodea a nada. Todo es en sí mismo, incluido ese pretendido «nosotros»: no hay ningún «nosotros». Como tantas veces hemos dicho: el fenómeno psíquico de la autoconsciencia nos genera la ilusión de estar aparte del mundo y que éste «nos rodea con sus maravillas» ... pero nos cuesta entender que nosotros estamos implicados en eso universal que admitimos como maravilloso. Somos conscientes de apenas la piel de esas maravillas, del exterior de todo... de lo real y no de lo verdadero: vemos, pero no sabemos ni sentimos. La ignorancia es el manto de pobreza que todo lo cubre. Y la razón, la ciencia y la tecnología porfían inútilmente por una verdad inalcanzable. Don Quijote reconoce esta verdad, entra en razones, y es entonces cuando empieza a morir... porque la muerte está en la razón. La muerte es la metáfora final de nuestra ignorancia: sin sus molinos de viento, el ethos de hacerse a sí mismo en la ignorancia se extingue y Don Quijote se muere. Existimos y desarrollamos nuestra potencia hacia el acto -como diría Aristóteles- y llegados al acto chocamos con lo ignorado. Creemos fuertemente en que esta conversión de potencia a acto hará del logro una consagración, una instalación en la existencia de las cosas universales, pero nada de eso ocurre: cuando nuestra razón «encaja» con el universo, todo queda muerto... la vida era en sí misma el encaje y nunca lo pudimos ver... y volvemos con Unamuno: la ciencia no «explica» nada si no lo mata antes.
El consuelo
De algún modo, Cervantes quería que su Don Quijote luchara contra la falsa luz del Renacimiento. Llena está la novela de relaciones con la Cábala, la alquimia y el islamismo. En Cervantes ardía lo que llamamos Furor poético, cuando dijimos: «La poética implica un doble juego: por un lado, la palabra que ya no es palabra y que en la poesía sigue diciendo, y por el otro, la palabra que se abandona a significados trascendentes que no le corresponden como palabra: ser el todo y la parte. El furor poético prerrenacentista apuntaba a esa idea. Somos la parte muda, atrapada en su brote existencial, de una palabra que se dijo desde el principio y que sigue circulando».
Esa mudez es la ignorancia sustancial que nos incumbe por existir, por haber abandonado el ser. Ya la existencia es un límite y esa limitación busca trascendencia en los misticismos, esoterismos, religiones y magias. Decía Nietzsche: para que nos conozcan aún en nuestros abismos, debemos dejarnos adivinar. Y la poesía es adivinar qué hay más allá. Ella da vislumbre de trascendencia a nuestra ignorancia. Cada metáfora le arranca a la ignorancia una flor, un instante de belleza, de kairós. No soluciona nada: con la poesía nunca sabremos si es verdadero o no lo que conocemos pero tampoco nos importará. Y porque la razón mata, es que no tenerla o ignorarla poéticamente es un momento de libertad. No saber y que no nos importe no saber, aleja unos metros más allá el duro muro de lo ignorado, y torna en vivible a la misma ignorancia. Fuimos expulsados del ser a la existencia y el consejo de Pitágoras es el primer precepto: tener fe, disolver el conocimiento en la fe en aquello que no se ve: «...tú ten tu religión», tu religación con lo sagrado, entendiendo que lo sagrado vive, precisamente, por ser lo ignorado. Sentenció Alexander Pope: «Porque los tontos se precipitan allí donde los ángeles temen pisar» (An Essay on Criticism).
La ignorancia no debe asustarnos: el Hombre vivió de ella siempre para aprender y sobrevivir. Miedo, prudencia, curiosidad y búsqueda: la ignorancia es el consuelo al dolor del saber que nada sabemos. La ignorancia era el método: «el camino es mejor que la posada» entendía Cervantes. Ignorar era el comienzo del saber para Sócrates. Hay, por supuesto, momentos de plenitud reconocible, de kairós, pero igual la vida sigue rodando entre el secreto del ser y el misterio del no ser... de modo que siempre hay que buscar nuevas metas, nuevos molinos de viento, nuevas ignorancias que nos consuelen en nuestro rodar por la vida cuesta abajo. En lugar de quedarnos con el frío y muerto cristal de la razón, preferimos la eudaimonía de lo ignorado. Nos impulsó la serpiente y a ella debemos el sentido de nuestra existencia... y, en genial paradoja, fue desde el árbol del conocimiento que ella nos impulsó a buscar vida y consuelo en la ignorancia del camino, antes que encontrar la muerte en el lecho racional de la posada.
Kierkegaard vs. Emerson
Religión, esoterismos... ritos, rutas, caminos. A lo largo del ritual del vivir nos encontramos fuera de la certeza del Edén. Expulsados del Edén del ser, sólo cabía esperar siempre lo mismo: la sorpresa, el curioso sabor de la ignorancia. Y la sorpresa, el descubrir que ignorábamos, puede implicar dos actitudes: la de Søren Kierkegaard, quien escribió que la vida no puede ser «como un tronco arrastrado por la corriente de todo lo fugaz y novedoso, que de una manera incesante y blandengue embauca y debilita al alma humana». Para el danés, la naturaleza mortal del Hombre lo pone en guardia frente al devenir: «...nuestro hombre avanza sereno y sigue su camino, contento con ejercitar la repetición», la sorpresa es negada: no ignoramos, sino que siempre sabremos. El recuerdo es paganismo y la repetición es cristianismo.
La sorpresa es traición y fuente de dolor y angustia frente al hecho de reconocer la ignorancia. La otra actitud posible es la de Ralph W. Emerson: «El mayor deleite que los campos y los bosques comunican es la sugerencia de una oculta relación entre el hombre y las plantas. No estoy solo ni ignorado. Me hacen señales y yo les contesto. El balanceo de las ramas en medio de la tormenta es para mí nuevo y antiguo. Me toma por sorpresa y, sin embargo, no me es desconocido». Para el estadounidense, la naturaleza mortal es descubrir lo ignorado en lo sabido: coexisten «lo nuevo y lo antiguo» y es un «deleite» al que se entrega. Aunque para ambos nuestra naturaleza mortal es existir, para Kierkegaard, es angustia y se ampara en la «repetición» (Kierkegaard: La repetición, 1843). Para Emerson, por el contrario, la sorpresa es deleite y se solaza -se consuela- en lo ignorado (Emerson El espíritu de la Naturaleza, 1836).
Rodar colina abajo hacia ese muro de ignorancia que es la muerte, lleva a intuir que todo, hasta nuestros logros, es error y que ese error es verdadero, porque lo único que nos queda es la libertad de dejarnos caer. Tal el destino del que descubre que la Verdad reclama el sentido del sinsentido que está del otro lado del muro de la ignorancia. En la Libertad no hay nada y, por ende, no hay significado alguno, porque la Verdad no está hecha para el Hombre, sino que el Hombre está hecho para ser artífice absoluto -dios- de la Verdad. Lo que hay del otro lado del muro de la ignorancia es algo que nos es ajeno: la Nada, es decir, la Libertad... pero que nos es prometido. Estamos acostumbrados a estar atados a una estética del pensamiento que, al endemoniarlo nos hará apegarnos a una búsqueda y ser el Hombre de Ortega y Gasset, «Un sistema de deseos inalcanzables»... o que si son alcanzados, no implican sosiego ni felicidad.
El ser humano, a pesar del vacío de la Verdad que propone el vacío de la Libertad, pretende llevar una vida de sentido con la ilusión de poder vivir siempre aspirando a la felicidad, a la eudaimonia. Si para Kierkegaard el fondo de la existencia humana era una expresión del horror que siente el Hombre hacia su propia nada, para nosotros -en el sentir de Emerson- ese abismo que se cierne sobre nosotros, la aplastante montaña de nada y sinsentido de la Verdad, es aliviada, por la ignorancia: un modo de saber... canijo, miope, torpe, pero nuestro. Nos defendemos del muro final con la prótesis del conocimiento de lo Real, ya que no podemos llegar al saber de la Verdad. En efecto: en la Verdad no hay nada que conocer porque la Nada es lo que la Libertad exige para que no haya ningún tipo de oposición... y esa noción de la libertad más allá del muro del cementerio mental, aterra a nuestro yo... estamos hechos para aferrarnos a cosas, a seres, creencias o deseos, que es a lo que no teme apelar Emerson... después de todo, se trataba de un poeta. Sin todo este andamiaje de mentiras -sin el consuelo de la ignorancia- nos sentiríamos libres y la conciencia de que esa Libertad existe, es lo que nos espanta... o por lo menos lo que espanta a nuestro yo... del que no pudo desprenderse Kierkegaard.
Conclusión
El mundo, aun el imposible de conocer, anhela expresarse; lo sintieron King, Calpurnia, Spurinna y Dixon de este lado del muro de lo ignorado y de la gran ignorada: la Muerte, que a veces así se manifiesta. Y esa expresión comenzó cuando tuvimos que huir de los querubines y de la espada ardiente, corriendo hacia el existir. Y seguramente oiríamos tras nosotros a la serpiente gritando algo así como: «¡Vayan! ¡Salgan y sean! ¡Sufran y gocen! ¡Sean niños y viejos! ¡Presos de un cuerpo y del bien y del mal, no entenderán nada... pero creerán saberlo todo!» Y la serpiente sabía que una vez allí no querríamos volver a la verdad que en su nada nos libera y que el errante Hombre maltrecho que somos en este mundo, concibe como el misterioso «más allá». Una cuestión de fe, no de saber...
Pensar en no tener nada de donde aferrarse por serlo todo, es algo que angustia al yo porque presiente que en esa Verdad desaparecerá bajo la Libertad. Por ahora, somos prisioneros del existir, del conocimiento, y así nos sentimos medianamente contenidos, consolados por la ignorancia. Temblando en un rincón, fue esa ignorancia, de hecho, madre de la ciencia, de la fe, del arte, de la magia: artilugios para consolarnos del miedo del yo a dejar de ser cuando se consagre la Libertad... Después de todo, el Fruto Prohibido auguraba esa Sabiduría que nos prometía la Estrella del Oriente, la Serpiente Antigua, la Estrella de la Mañana...