Recientemente clausurada y comisariada por Anna Maria D’Achille y Marina Righetti, esta exposición invitaba a encontrar aquella Roma casi absorbida del siglo VI al XIV y su papel fundamental en la Europa cristiana y medieval, que atraía tanto a los simples peregrinos como a los reyes y emperadores.
«En Roma el Medievo lo barrieron... pero aún queda mucho, hay que saber buscarlo. Se trata de testimonios valiosos de una gran historia porque Roma en el Medievo fue el corazón de Europa, referencia para peregrinos, emperadores y príncipes, intelectuales y artistas. Era un poder fuerte: religioso, político, cultural... Y era una ciudad multiétnica» afirma Righetti, medievalista de la universidad La Sapienza de Roma.
El contenido abarcaba un arco temporal desde la época del papa Gregorio Magno (Roma, 540 – 604) hasta la convocación del primer Jubileo de 1300 para desarrollarse en nueve núcleos temáticos y dejar entrever el aspecto de una ciudad aún escondidamente sobrevivido. Para descubrirla ayudaban 160 obras entre mosaicos, manuscritos, relicarios, los frescos de Santa Cruz en Jerusalén, obras maestras que jamás atravesaron el umbral de las propias sedes, generosamente prestadas por museos, entidades religiosas e instituciones públicas y privadas, además de documentos mayormente de instituciones y colecciones romanas, como el modelo del Palacio de los papas en San Juan en Letrán y los diseños de la primera Basílica de San Pedro.
Resultaba fácil adentrarse en la reconstrucción del contexto medieval, hoy día profundamente modificado: un ambiente caracterizado por el serpenteante curso del Tíber que, con sus puertos y puentes, era el escenario de fondo del día a día en las actividades urbanas. Se llevaba a cabo una completa inmersión en aquella realidad de Roma, analizando los ricos encargos de papas y cardenales, las actividades de artistas (uno entre todos, Arnolfo di Cambio, al que se debe el primer pesebre de la historia esculpido en piedra) y talleres artesanales (los de Vassalletto y de Cosmati), además de los testimonios de las comunidades judía, griega y armenia, hasta las cerámicas africanas que adornaban el campanario de San Juan y San Pablo en el Celio. Sería el papa Bonifacio VIII (cuya muerte marcaba el epílogo cronológico de esta exposición) el que estableció en 1300 el primer Jubileo. La última sala expositiva ilustraba el recorrido para seguir aquel frecuentado medievo romano.
Han sido necesarios más de 40 años de investigaciones para desvelar la faz medieval de la ciudad a los estudiosos de la Universidad La Sapienza de Roma, deseosos de encontrar los primeros testimonios del Cristianismo y las reliquias de los mártires. Ni qué subrayar cabe lo que supuso la presencia de la sede papal, al transformar la Urbe en una referencia de primaria importancia, en el centro de complejos entrelazamientos políticos y diplomáticos.
Ni se puede olvidar el importante capítulo del asentamiento de la comunidad judía, ya a partir del siglo II a.C., la más antigua del mundo. Roma se demostraba un centro de culturas, documentado por algunos manuscritos que confirman aquella extraordinaria koiné.
Como afirma Marina Righetti: «La definición de Medievo fue concebida por los humanistas italianos del siglo XV como un intervalo obscuro, de mil años aproximadamente de duración, entre dos edades de oro: la de la Roma republicana imperial, con todo su poder, su rica cultura y su refinada civilización, y la del Renacimiento, que tendía a relanzarse con el esplendor de la Antigüedad, a través de la creación de una república de las letras y de las artes que habría dado a Italia y a Europa aquella unidad, que ya no teníamos en plan político. Con esta perspectiva, la historia de Roma durante el Medievo no podía ser más que la narración de un largo declive, interrumpido al máximo por alguna breve tentativa de retorno al legado antiguo, insuficiente para frenar un proceso inexorable de decadencia y de creciente alejamiento del modelo original. El único mérito que los humanistas florentinos de 1400 le reconocían al Medievo era, que gracias a la endeblez de Roma, el de haber permitido a otras ciudades italianas destacarse y acrecer sendos poderes, empezando por la misma Florencia que, en la opinión de ellos, merecía más que la ciudad tiberina, indigna heredera de un glorioso pasado, reivindicar la misión de ciudad faro de la romanidad renaciente (.../...) para el vasto público queda cierto número de prejuicios y estereotipos que hacen de la Roma medieval objeto a menudo de un juicio a priori más bien negativo y siga apareciendo bien modesta respecto a la Roma antigua o barroca».
Si en los primeros años de la Cristiandad la atención estaba dirigida también a la Tierra Santa, la sucesiva imposibilidad de alcanzar los lugares de Palestina y de Galilea, convirtió Roma en el polo cardinal de la Europa cristiana, a cuya meta todos convergían. La Urbe, bien consciente de este absoluto primado, se presentó siempre a la altura para desempeñar su papel de magnificencia y potencia. Papas y cardenales la dotaron tanto de basílicas decoradas al fresco o de mosaicos, enriquecidas suntuosamente, como de palacios y espléndidas residencias, todo ello tejido con la trama admirable de los testimonios de la Roma clásica para afirmar el papel eterno de la ciudad. Fue para aportar un sentido de regla y orden a las masas que por doquier acudían a las tumbas de los Apóstoles Pedro y Pablo, por lo que el papa Bonifacio VIII estableció en 1300 el primer Jubileo.
Y precisamente acometiendo la preparación del próximo Jubileo de 2025, la Roma actual busca sus lejanas raíces en la Roma medieval en nombre del empeño y de la acogida.