Procuremos inventar pasiones nuevas o reproducir las viejas con pareja intensidad.
(Lezama Lima)
Me gusta imaginarlo en una secuencia en fotogramas, pasados por esos efectos no naturales que nos muestran un atardecer en segundos y así, compilar esa danza de años en un puñado de imágenes encontrando todas sus transformaciones en un timelapse que parte del tianguis prehispánico del antiguo barrio de Moyotlan, que fungió como refugio para los indígenas durante la conquista; mirar la construcción, ya como mercado, a las cercanías de la antigua tabacalera y las carboneras; hasta el moderno recinto que es ahora, que se mira como museo y quizá lo es, pues alberga todas esas obras artísticas creadas al curso de la paciencia, manos bruñidas y conocimiento ancestral para escapar de la homogeneidad y encontrar particularidades en cada pieza.
El recorrido es una restitución al enigma, una alegoría para olvidarse de la vorágine que envuelve la ciudad, una invitación a dejarse atrapar en ese laberinto que representa esa panza de caracol en su estructura con pasadizos, escaleras, rampas y pasillos; a más de uno lo he visto pasar dos veces por el mismo sitio creyendo que no lo es. Al final, los nuevos descubrimientos también son un poco de aventura.
Entre otro montón de cosas, lo que se resguarda ahí es una memoria colectiva, tangible, que se inscribe en el tiempo y, como todo ser vivo, se transforma con él y así, una proliferación de instantes. Se reinventa un poco, pero también se resiste a ser un hálito de lo inexorablemente perdido ante la inclemencia de la modernidad efímera y se defiende con todo empeño en restitución de la historia de un pueblo, de la representación de este a través de la imaginación y de muchas personas trabajadoras que se rehusan a que su labor sea el último vestigio de esos oficios en peligro de extinción.
Ahora nos parece muy común hablar de alebrijes, por ejemplo. Pero si nos detenemos a mirar un momento, son una construcción de otra gran cantidad de situaciones —además de las pesadillas de Pedro Linares—, como el surrealismo (más vehemente que las pinturas de Dalí) o el realismo mágico representado en objetos que provienen de historias que pasean por todo el territorio mexicano, los ritos sagrados de sus culturas originarias (incluidos los estados alterados), sus mitos y leyendas.
Tan surreal que hace años abrevaban las vacas en su fuente, las mujeres cargaban niños en rebozos en esa forma tan especial; ahora se puede encontrar a algunos luchadores retirados que aún se pasean con máscara por sus pasillos.
Estos sitios que participan de la vida, a pesar de ser construidos por personas, cosas, historias, al igual que todo ser, se ven afectados por el tiempo y van inventando razones nuevas entre los entresijos que tejen para poder ser.
Pero como es difícil abandonar la natura que cada quien carga, un par de veces al año se puede observar que las paredes no son capaces de contener su patrimonio material e inmaterial, que su inmensidad desborda y es posible observar el espectáculo que, donde antes tierra, ahora un par de baldosas, se llenan de vida, se transforma en romería, en fiesta, y celebra baile u orquesta; la feria del pulque o la ofrenda a los muertos en sus entrañas, aunque nosotros lo llamemos patio.
No podía no ser así, este monstruo, que cercano encuentra una catedral que resguarda pirámides bajo ella, calles con cabezas de serpiente en las esquinas, otras que nombran su historia como la del indio triste o la calle de la quemada o la de la maroma, decidió, para resaltar entre tanto color, pintarse de gris.
De frente lo mira el barrio chino, desde una esquina la pulquería y a un costado gárgolas verdes que adornan la tubería de un convento. Visiten este laberinto borgiano y encuentren objetos históricos, tómense una foto con el mural de jaguar en el local 39, pidan en el 156 que les cuenten toda su historia.
Ayuntamiento 22-28, entre Aranda y Buen tono, Cuauhtémoc, Ciudad de México.