El paisaje me somete a una pequeñez tan absoluta que no puedo más qué confirmar que la humanidad solo es capaz de una inmensidad que sucede carne adentro.
(Juan Solá)
El 18 de enero de este año, una empresa contratada por el gobierno de la ciudad de Buenos Aires, no cumplió con los protocolos correspondientes al derribar una losa que provocó el derrumbe de una losa lindera. Por este «error» demolieron viviendas y dejaron sin hogar aproximadamente a 30 familias del Barrio Mugica, a las que en ningún momento se les advirtió del riesgo al que estaban expuestos. Además del derrumbe se produjo un incendio y los habitantes tuvieron que salir con lo puesto. La mayoría acampa en un galpón o debajo de la autopista Illia, para cuidar de sus pertenencias que quedaron bajo los escombros, temen que les roben como sucedió la primera noche, ya que les ofrecieron albergue en unos paradores pero no una garantía de cuidado sobre lo que quedó. Los vecinos denuncian que no hay respuestas concretas, ya que los que decidieron trasladarse, siguen esperando. Pasan los días, y siguen yendo a trabajar, siguen esperando respuestas, sin luz, sin baño, sin ropa, sin pañales, sin agua potable, con la ayuda de otros vecinos que se solidarizan con la situación. Es una de las noticias que leí, mientras me acomodaba en el micro de vuelta a Buenos Aires.
Me quedé dormida rápido, los asientos eran cómodos, pusieron mi música preferida y había estado paseando toda la tarde. Me desperté una hora antes de llegar aproximadamente. Ese es el momento en el que siempre me pregunto: ¿por qué no me bajo en Pacheco si queda más cerca de casa? Habíamos llegado bastante antes de lo que esperábamos. A eso de las 6 am, ya estábamos entrando a Retiro. Para entrar a la estación, el micro costea la entrada norte de la «Villa 31» y eso no pasó desapercibido para el niño de unos 8 años aproximadamente, sentado en el asiento de atrás. Que al ver este asentamiento, despertó a su padre muy emocionado, al grito de «mirá papá, un montón de casas». El hombre a su lado con un tono de indignación le respondió, «sí es increíble que eso esté ahí y tenga siete pisos». La alegría del niño y el fastidio del hombre, hacían mucho contraste. A pesar de la respuesta, el pequeño siguió mirando con esos ojos que te regala la infancia y te permiten ver el mundo con sorpresa, las casas en ese pequeño tramo que recorre el colectivo.
Al abordar más temprano de lo previsto, tuvimos que bajar y esperar en las plataformas que tenían de vista el Hotel Sheraton, un hotel de cinco estrellas, que por lo que pude averiguar posee aproximadamente 24 pisos. Al niño, tal vez porque su estatura no le permitía apreciarlo, no le llamó la atención este imponente edificio, sinónimo de riqueza en la ciudad. Y a su padre, que si llegaba a verlo, no pareció importarle la cantidad de pisos, esta estructura no le causaba molestias o indignación. Por un momento me quedé contemplando aquel paisaje, la entrada de la Villa, el niño, su padre y el edificio del otro lado de la calle. Algo se había derrumbado afuera, ahí, cerca nuestro y pude sentir en ese momento como algo se derrumbaba, cerca, aquí dentro.