Un tenedor en el muslo
Hay decisiones que te cuestan la vida. Hay precios tan caros que no se pagan con dinero. Lo diabólico es que en el vértigo que da elegir entre varias alternativas, hay veces que, entre las malas, elegimos las peores. Las prisas no son buenas consejeras. Cambiarte de casa, terminar con la novia, comprar una —o varias— mascotas, jubilarse merecen un tiempo de reflexión si no queremos terminar clavándonos un tenedor en el muslo.
Mejor me voy de aquí
Es difícil precisar en qué momento empezó el desastre. Me parece que es imposible saberlo, pero de que se veían los síntomas de la calamidad, se veían. Manolo que siempre fue un hombre dulce y amoroso, ahora andaba angustiado y como confundido. Su rostro redondo se hizo macilento. Su melena rizada, se hizo quebradiza, rala y llena de canas. Se jorobó y se achaparró. Ya no reía a toda hora y se le olvidaron las palabras amables. La confusión fue lo peor. Perdió la claridad. Si le preguntabas ¿a qué te dedicas?, se quedaba con la mente en blanco, miraba al cielo y decía: fui dentista. Era el mejor dentista, de hecho, era un artista, un escultor de dientes, colmillos y muelas. Decía que adoraba su profesión, pero estaba muy cansado de tantos años de trabajar.
Así, sin más, se alejó del consultorio para dedicar las tardes al disfrute de la fiesta, a contar chistes, bromear y brindar. Por las mañanas, se dedicó a jugar tenis y a cotorrear con cuanto tenista se le pusiera enfrente. Los pacientes menguaron, los ahorros desfallecieron, las deudas crecieron. Tanta felicidad aburre. Intentó volver, más que por convicción porque las advertencias de los múltiples cobradores ya lo empezaban a mortificar, pero en la agenda ya no había tantas citas. Dejó de contestarle las llamadas a su novia de más de veinte años, con la que nunca se animó a casarse. Creyó que era tiempo de jubilarse e irse de la ciudad para disfrutar de un ambiente más campestre que imaginó sería más tranquilo, saludable y menos caro que la vida metropolitana. Con alegría hizo cuentas y se dijo que, en un rancho, seguro, seguro que las cosas mejorarían. Quédate, Manolo, le decían sus colegas. No, mejor me voy de aquí.
Una oportunidad que no se puede dejar pasar
Las fotografías que aparecieron en la plataforma de ventas de inmuebles daban testimonio de la belleza del lugar. Una casita de madera, con techos de dos aguas, una veranda al frente, un terreno verde colindante a un arroyo; en el interior una cocina muy amplia —ideal para preparar alimentos a fuego lento entre amigos— una sala-comedor muy amplia, un sótano con el clima ideal para almacenar alimentos y tener una cava llena de botellas de vino y quesos añejos, un estudio muy iluminado, dos habitaciones de buen tamaño y un baño tan grande que lucía como pista de patinaje. Mucha luz, cielo azul, nubes de algodón. Todo era magnífico, incluso el precio.
Intentó hacer una cita para conocer el lugar, pero por angas o mangas, no se concretaba la visita. La corredora que le asignó la plataforma le decía que le apenaba mucho, pero eran tantos los interesados por la propiedad no había espacio para fijar un horario, ya todos estaban tomados por compradores. Le informaría tan pronto pudieran concertar el día y hora para ir. Habría que esperar. Manolo empezó a imaginar su vida ahí: podría tener un perro o varios, mejor varios, el terreno era muy grande. Llegaría a sembrar un huerto para atenderlo, colgar un columpio de la rama del sauce llorón y caminar en el arroyo que colindaba con la propiedad. Señor, si le interesa la propiedad, haga una propuesta. Es una oportunidad que no puede dejar pasar.
Respete los límites de la propiedad
Claro está que muchos sueños se convierten en pesadillas en cuestión de instantes. Antes de mudarse, Manolo quemó sus naves, como se dice vulgarmente. Vendió su casa en la ciudad para comprar la nueva propiedad, malbarató su equipo para trabajo dental y con eso indemnizó a Charito, su secretaria de toda la vida, compró tres cachorros de rottweiler, subió sus cosas a un camión de tres y media tonelada y al llegar a su nuevo hogar, sintió que el corazón se le caía a las rodillas.
Efectivamente, las fotografías correspondían con el lugar, la casita de madera era tan linda como un panqué de frutas, pero el olor a estiércol era tan penetrante que tan pronto como llegó, empezó a devolver a la tierra todo el alimento contenido en sus tripas. El cielo era azul y se alcanzaba a ver por los hoyos del techo. El sauce llorón estaba trespeleque. Los perros salieron corriendo, apenas abrió la puerta del camión de mudanzas y tuvo que ir a perseguirlos al arroyo y luego a los terrenos de la vecina que salió con una escopeta a darles la bienvenida. Hola, soy su nuevo vecino, soy el de al lado, dijo Manolo con los brazos en alto. Váyase por dónde vino. Era una mujer bofa, con el pelo recogido en un mal chongo, canas desteñidas, la cara curtida y arrugada por el sol, manos terregosas. Soy su nuevo vecino. ¿Qué, no oyó? Váyase por donde vino. Vine a saludar y a ponerme a las órdenes, quiero ser un buen vecino. Llévese a sus animales si no quiere irlos a recoger en canal a la carnicería. ¿Quiere ser un buen vecino? La mujer cortó cartucho. Usted de su lado y yo del mío: respete los límites de la propiedad.
Que no ten pongan el pie en el cogote
Manolo empezó a hacer las reparaciones necesarias para habitar la casa. Arregló las tejas del techo, reparó las tablas del barandal de la veranda, deshierbó el terreno, plantó geranios y buganvilias en la parte de enfrente y en la de atrás sembró árboles de pera, naranja, duraznos y nísperos. Aflojó la tierra del único guayabo que ya tenía pequeños brotes y que en pocos días daría frutas maduras. Tardó veintisiete días, con sus mañanas y tardes, para acabar los arreglos. Las manos que antes pertenecían a las de un cirujano dentista, ahora parecían las de un jornalero: estaban llenas de ampollas, resecas y ásperas. Terminó su trabajo y lo contempló con mucha satisfacción. Aquí voy a ser feliz, ya lo soy y lo seré más. Lejos de cobradores, deudas, tráfico y contaminación ¿a quién le importa una vecina malhumorada? Nada es perfecto y todas las vidas tienen un prietito en el arroz. Miró la propiedad con orgullo y se fue a dormir.
Por la mañana, se despertó con cacareo de unas gallinas. Escuchó los porrazos en la puerta de madera de la casa. Se asomó por la ventana y vio que su vecina apuntaba con el rifle en dirección a uno de sus perros. Uno de los cachorros traía en el hocico una gallina desfallecida. El rastro de sangre y plumas no dejaba duda de lo sucedido. Manolo bajó los escalones de dos en dos. Págame la gallina si no quieres que le meta un plomazo a tu perro o a ti, como quieras. ¿Pero qué pasó? Tu animal escarbó un hoyo en la tierra, al lado de la cerca y mis gallinas se pasaron para acá. Mira lo que hizo. Págame. La sangre se le subió a la cabeza. Ah, no, no, señora. Le repitió sus propias palabras: usted de su lado y yo en el mío: respete los límites de la propiedad. Sus gallinas entraron a mi lado. ¿No me vas a pagar? No. Voy a matar a tu perro. Atrévase y verá. Págame y ahí muere. No. No quieres pagar y no quieres a tu perro muerto, ¿verdad? Eso mero, así es, me alegra ver que nos vamos entendiendo. Que conste, yo quise arreglar las cosas por las buenas. Respete los límites de la propiedad, le gritó Manolo a voz en cuello. Es la última oportunidad, amenazó la vecina. ¿Me vas a pagar o no? No. No hay que dejarse, que no te pongan el pie en el cogote, pensó.
El precio de una gallina
Apenas iba a cumplir un mes viviendo ahí, ni siquiera llegó a los treinta días. Ni siquiera se le ocurrió preguntarle por el precio de la gallina. Oyó algo como el clic de un resorte. La vecina elevó la escopeta. Un golpe. Un golpe como de metal contra metal. Hubo un zumbido muy fuerte, un timbrazo. Ruidos. Ruido, como dos abejas dentro de cada oreja y un eco incómodo y tan fuerte.
Fue un silbido muy agudo. Fue un sonar muy enérgico. Miedo, sí. Miedo, miedo sí hubo. Sintió una presión muy fuerte en el pecho. Dolor. Un agujero. Quemazón. Un líquido tibio que se escurrió hasta la espalda. Rojo, todo era rojo y borroso. Fue un instante, el rojo cambió por líneas negras muy oscuras. No alcanzó a cerrar los ojos. Antes de que se apagara el interruptor entendió cuál es el precio de una gallina.