Montevideo, 1997.
El lujo es vulgar.
(Escrito en un muro de Punta Carretas, Montevideo)
Escuchaba las herraduras cayendo sobre el asfalto como un paréntesis a otros ruidos de la capital que persistían de fondo, predecibles y esperados. Los caballos llegaban con cuentagotas y Ramón, parapetado tras la ventana, escudriñaba entre perplejo e indignado la danza de la basura de cada atardecer. Los hurgadores hundían sus brazos, olían, palpaban con los pies, y sopesaban bolsas de basura buscando envases o enseres usados que sus vecinos podían comprar y desechar. A veces, entre los residuos, también encontraban comida en buen estado salida de sus neveras demasiado llenas y aburridas. Esa realidad se fue haciendo cada vez más omnipresente: aquello que comía o bebía, los envases de lociones que extendía por su cara después del afeitado, los envoltorios innecesarios, los papeles que emborronaba de apuntes y tareas por hacer; todo ello lo unía a la persona que al atardecer nadaba entre la basura para ganar unos pesos o llevarse a casa un electrodoméstico roto para reparar. De poco le servían las frases lava conciencias: «Es un trabajo informal, pero les da para comer», «los niños que acompañan a sus padres van a la escuela, no es como en otros países», «la Intendencia intenta controlar los abusos que los mayoristas del reciclaje cometen con el precio de la recogida diaria»... Había cientos de razones bien encajadas en el racionamiento educado y burgués, pero todas esas palabras no podían evitar el contraste obsceno, la evidencia desnuda de que en esa tan anunciada sociedad igualitaria alguien se había olvidado del último sedimento de la botella. Quienes flotaban en la superficie vivían en las casas de campo que Ramón había visto nada más aterrizar en Carrasco. En cambio, aquellos que se habían quedado atrapados en el fondo, junto a los posos cenagosos, habitaban lugares donde los turistas nunca llegaban. Los llamaban asentamientos o «cantegriles». Helena le había contado que era una comparación irónica con un lujoso barrio de Punta del Este. Formaban parte de la ciudad no oficial, la que ocupaba las zonas «ilegales», las mismas donde clasificaban los residuos. Para Ramón simbolizaban una realidad que no podía ver ni tocar, que moraba en otros barrios que él todavía no había pisado.
Tan solo hacía unas semanas que había llegado a Montevideo contratado por una entidad bancaria española. No conocía a mucha gente y pasaba los días de la oficina al apartamento que había alquilado por recomendación de un compañero. Era pequeño y austero, pero estaba cerca de la Rambla y podía pasear por la mañana temprano o al atardecer. También hubo algunas escapadas fuera del barrio. En Puro verso encontró un libro que trataba sobre El Prado. Un domingo decidió ir a visitarlo. Había sido un barrio residencial entre mediados del siglo XIX y el siglo XX y contaba con varios museos, quintas que eran escaparate de una arquitectura diversa, una escultura que recordaba a los últimos charrúas y un rosedal. No conocía bien la ruta y el conductor del autobús le confirmó su sospecha de que se había pasado de parada, aunque le desaconsejó bajar en esa zona. La alternativa era seguir alejándose de su objetivo, algo a lo que Ramón no estaba dispuesto. Bajó. El azar le tenía reservado conocer la otra cara de la operación basura. Enseguida percibió un olor a podrido, como de vaca muerta, como a heces en salmuera, como a pobreza enquistada y húmeda. El arroyo Miguelete era una cloaca a cielo abierto, donde había agua pero no oxígeno. A él iban a parar los residuos domésticos e industriales, los perros muertos, la basura que los hurgadores desechaban, los chasis de los automóviles robados, las ruedas, la ropa demasiado sucia o rota, las bolsas de estiércol de pollo… Muy cerca, convivían personas con perros callejeros y ratas enormes. Por el libro sabía que esas orillas habían sido recorridas por las familias más pudientes de la ciudad y que el arroyo debía el nombre a las fuerzas militares de voluntarios españoles que habían combatido contra los portugueses. Pero él nunca se sentía orgulloso ni patriótico por un pasado que no era suyo, sobre todo cuando iba instalado en el cajón desastre que almacenaba todos los abusos de una parte de la humanidad frente a sí misma. Miró los carros de caballos aparcados: eran los que él veía desde su ventana, llevados cada día a la ciudad para recoger sus desechos. Había niños jugando con las latas vacías. Las oscuridades a veces eran tan luminosas que impedían ver la exclusión.
La ciudad que dejó atrás, al otro lado del Atlántico, tenía una música cargada de decibelios y prisa. Pocitos, en cambio, se movía con un ritmo impreciso de ópticas, salones estéticos y boutiques, aunque el paso de los carros de los clasificadores sembraba la semilla del desconcierto. Iba creciendo. Miraba por la terraza del salón: siempre estaban allí, con rostros diferentes teñidos del color de la pobreza. Una imagen de subdesarrollo en un barrio europeo. Seguían saliendo de los márgenes de la urbe hacia los lugares más opulentos y allí se deslizaban apenas mutando el panorama de la calle, como una presencia constante que no perturba el acontecer. Buscaban botellas de plástico, vidrios, brotes de enseres cubiertos de robín, programados para dejar de funcionar. Ramón empezó a cuidar la selección de sus desechos y se imaginaba cómo la recibirían aquellos montevideanos a quien él no conocía pero que la gente de su entorno se empeñaba en ver como «los otros». Calculaba la hora que el portero sacaba la basura, se asomaba por el visillo de su cuarto y esperaba el desfile de carruajes. Si alguno de ellos recogía su bolsa de envases sentía satisfacción del trabajo bien hecho, aunque inmediatamente su racionalidad le corregía: cómo estar orgulloso por consumir más, por usar lo que otras personas no podían, por comprar cosas que eran prescindibles, por vivir en un lugar privilegiado en un país donde todavía había tantas exclusiones. Quizás él también había acostumbrado su mirada a esa obscenidad en Madrid, en los lugares de sus veraneos, pero en ese aquí y ese ahora la desigualdad, por vez primera, se le revelaba intolerable.
En su balcón, de dos metros cuadrados, las plantas se secaban por el exceso de exposición a la luz solar. Desde allí podía contemplar el abandono total en el que se encontraba sumida la casa de enfrente. Mientras el tiempo acompañó, una cuadrilla de adolescentes pasó la noche a la intemperie. Por la mañana aparecían acurrucados, como los niños que dejaron y no dejaron de ser. Un día, al bajar la basura, se dio cuenta de que había un chico separando envases de trozos de tomate y cáscaras de zapallo. Era pequeño, aunque le fue imposible calcular su edad. Por un momento, Ramón se quedó inmóvil, sin saber muy bien qué hacer con su bolsa. Él los había enjuagado para evitar el mal olor. La dejó a su lado. Quiso decir algo, pero el sonido que producía la búsqueda del chico selló su boca. La melodía podría escucharse si el resto mundo se detuviera —pensó—: los plásticos friccionando, los desechos sólidos como platillos de batería, el papel de periódico en su escandaloso crujir, los vidrios emitiendo resonancias agudas... Ramón no sabía cómo implicarse en esa tarea y se sintió mezquino. Después se giró para continuar su camino, todavía con la nebulosa de la orquesta, y vio a su vecina con su hija menor. Iban agarradas de la mano, quizás para ir a comprar alguna cosa cuyo envoltorio alimentaría la basura del día siguiente. La calle explicaba, polisémicamente, cómo estaba construido el mundo. Uno podía hacer un esfuerzo por oír esa música o podía evitarla. La anestesia que alguna vez lo hizo insensible a aquellas imágenes empezaba a no ser eficaz. Un ladrillo se tambaleaba en un muro que probablemente no tardaría en caer.
Las raíces de los árboles levantaban las baldosas de las aceras y compensaban la desoladora imagen racional de distribución de la vida en compartimentos de cemento. Todavía quedaban algunos carteles de las últimas elecciones. Había llegado a Uruguay en un momento de intenso debate social. Un lustro atrás, la ciudadanía había votado en un referéndum a favor de la derogación de una ley sobre la privatización de las empresas públicas. En el banco le habían pedido que no hicieran declaraciones posicionándose políticamente. La embajada española estaba intentando abrir camino a sus empresas, pero tenía que ser discreta y no quería que sus nacionales hicieran lo contrario. Prudentes y calladitos hasta que el terreno se despejase. Desde que llegó, había escuchado esa petición de reserva en varias ocasiones. Su propio sector estaba revuelto. La desregulación de la banca a lo largo del mundo permitía la expansión y la concentración. Su entidad no quería quedarse rezagada y esperaba noticias sobre los movimientos en el tablero financiero. Hasta hacía unos años, el Estado se había hecho cargo de las cuatro instituciones bancarias privadas luego de que quebraran. Después, un nuevo gobierno cambió la composición del accionariado. Desde Madrid, el banco le presionaba para que construyera una buena red de contactos y demandara más apoyo a la embajada.
Al contemplar las primeras tormentas eléctricas pensó que el fin del mundo se acercaba, aunque a su alrededor los montevideanos no reaccionaban y seguían tomando mate, cargando mate, colando mate que presumían hacer mejor que los argentinos. La Rambla dejaba a un lado al estuario del río que nadie nombraba, bastaba con su omnipresencia. Le gustaba salir y exponerse a sus idas y venidas sucesivas que eran de mar. Así olvidaba la existencia de los coches, matizaba el olor a nafta. La marea le había dicho que todo marchaba bien. Ese verano, los vendedores ambulantes ofrecían alfajores, frailes y torta frita con dulce de leche o membrillo en la playa y aprovechaban su voz para dar música a la tarde: «Recién hechita la ‘rosca-roscá’». El cambio precipitado de estación le había beneficiado, aireado un cuerpo que empezaba a encerrarse en un caparazón, pero que también exigía transiciones que matizaran una impaciencia pesada como las nubes plomizas que apagaban el sol del febrero montevideano. Abierto, ante sus ojos, un poco más allá, estaba el océano. De la voluntad de Ramón dependía adentrarse en sus misterios.
Rumbo al trabajo, Ramón atravesaba el Parque Rodó. La ciudad todavía desperezándose. Muchos días se encontraba con un vagabundo que empezaba a escribir con las luces del alba tras pasar la noche sobre cartones y periódicos. La primera vez que hablaron, el habitante de la calle reconoció su acento español y le contó que años atrás se había presentado a un premio de Cádiz del que nunca obtuvo respuesta. A veces se lo encontraba ataviado con un chaleco naranja y sosteniendo una bandera roja. Se ganaba la vida malamente como guardacoches a un costado del parque donde se estacionaban los usuarios del club Defensor y de las canchas de tenis. Según cómo hubiese dormido, y de cómo hubiera sido la calidad del vino, amanecía más cuerdo o más loco. A veces sonaba cabal lo que contaba, pero a media plática se enredaba en laberintos de una realidad bipolar, demencial, plagada de esquemas fuera de época, caducos y reaccionarios. Ramón era incapaz de seguirlo entre cataratas de información entremezclada. Estaba escribiendo la historia del célebre exboxeador Vieira, con quien decía haberse encontrado hacía unas noches en el Mercado del Puerto, tirado en el suelo, con el pantalón bajado, violado por otros alcohólicos, en medio de alucinaciones eróticas. Pese a su supuesta pérdida de memoria, le contaba su experiencia de trabajo en la frontera cuando era veinteañero. Ramón había escuchado el rumor de su colaboración con la dictadura como oficial raso, participando en varias torturas. Parecía haber enloquecido antes de las primeras elecciones democráticas. Cuando le preguntaban por su sobrenombre, el vagabundo repetía la cantinela: una mañana se despertó dormido en un banco del parque; lo había olvidado todo. Tenía una llave en el bolsillo, pero no recordaba cuál era su casa y tampoco portaba documentación ni nada que pudiera darle una pista de su identidad. Así que se hizo un espacio ente los rincones que cada uno de los habitantes del parque tenía ya asignado: en el patio andaluz, a la entrada del Castillo, a la orilla del lago... El suyo quedaba justo en el muro trasero del Museo de Arte Contemporáneo, donde se exhibían los cuadros de Figari, Barradas, Torres García o Blanes. Allí había encontrado un lugar para la desmemoria: la que necesitaba para poder dormir en paz.
Ramón sentía Montevideo en dos ritmos: uno prestissimo, representado por un fluir de coches creciente, profesionales con trabajos de tarde y mañana que partían volando cuando llegaba el fin de semana hacia los balnearios del este; y otro pausado, simbolizado en la viejita que observaba podando el césped con unas tijeras frente a su casa, amparada bajo una chepa que solo le permitía girar su rostro hacia un lado para mirar a la gente que pasaba. Iba despacito, apenas cortaba más de un metro cuadrado por día, pero al cabo de una semana, el pequeño trozo de pasto quedaba impecable. Si a alguien se le hubiese ocurrido llevar una máquina cortacésped, esa mujer hubiese muerto. A veces la veía en medio de la carretera, barriendo las hojas, ajena al tránsito, inmune al miedo. Solo ella y sus metros cuadrados de césped, solo ella y los árboles que vertían hojas secas, solo ella y su dignidad. Un cuerpo que parecía simbolizar algo que se extinguía. Un retorcimiento quizás solo debido a una protesta contra el paso del tiempo. Su sordera casi absoluta le aislaba del caos y del ruido. Un día, Ramón paró muy cerca su auto para saludarla. Ella mantuvo su mirada penetrante y subiendo y bajando la cabeza le dijo:
—Está refrescando... —y todavía sus ojos más fijos en él, añadió— Y mañana lloverá.
—¿No me diga? —contestó Ramón educadamente elevando el tono para que pudiera oírlo.
—¿Cómo que no me diga? —le reprimió la señora—, ¡si todo el mundo lo sabe!
Ramón tuvo que continuar el trayecto forzado por el coro de cláxones que pedían ahora un allegro prestissimo con fuoco, sin poder controlar el escalofrío que recorría su cuero: «Algo sabía todo el mundo que él desconocía». Un misterio que, pese a todos sus esfuerzos, pese a sentirse parte de la comunidad montevideana, todavía le impedía ser de allí.