«Pensó además en que la gente podría aprender un par de cosas de las abejas en cuanto al mantenimiento del orden. Después de todo, las abejas por sí solas habían logrado crear un sistema comunista en sus colmenas gracias a su orden y su trabajo. Las hormigas, por su parte, solo habían alcanzado la fase del socialismo real y natural; eso se debía a que no tenían nada que producir, así que habían perfeccionado sin más el orden y la igualdad. Pero ¿la gente? La gente no tenía ni orden ni igualdad…»
Así reflexiona Serguéi Sergueich, protagonista de Abejas grises, la última novela del ucraniano de origen ruso Andréi Kurkov, escrita en 2019 y cuya traducción al español fue publicada el año 2022 por Alfaguara. Ambientada en el conflicto de 2014 entre Ucrania y Rusia en el Donbás, la obra es una suerte de preámbulo de la actual guerra entre Moscú y Kiev, próxima a cumplir un año en febrero.
¿Por qué debemos interesarnos en destacar este relato desde Chile, el último rincón del mundo, a miles y miles de kilómetros de distancia? Por la sencilla razón de que, una vez más, la literatura nos entrega claves para buscar algo de verdad en el vasto escenario de una conflagración donde la propaganda de lado y lado y los intereses geopolíticos alimentan noticias falsas y análisis sesgados.
Los partes de guerra, los discursos de Vladimir Putin contra la OTAN, replicados en el mismo tono por Volodímir Zelenski y sus aliados occidentales, contribuyen poco a hacer claridad sobre lo que ocurre en los frentes de batalla en una dimensión humana. Los soldados rusos y ucranianos, las milicias de separatistas del Donbás, los irregulares ligados a los ejércitos son meros datos y fichas en una suerte de tablero de ajedrez donde cada jugada no logra romper la sensación de tablas.
Más aún, la población civil parece ignorada, más allá de despachos periodísticos que muestran las consecuencias de los bombardeos, con sus secuelas de víctimas, llantos y maldiciones contra los presidentes ruso o ucraniano, según el bando de las fuentes.
Pero el corresponsal de guerra, como su nombre lo indica, no reportea en los extramuros de los teatros de operaciones, ni tampoco en el centro de estos, donde muchas veces la guerra pasa por encima. La gente en su cotidianeidad es ignorada. Ni más ni menos, esto es lo que muestra Abejas grises, un título que es una referencia y al mismo tiempo una metáfora a la zona gris que se creó en el Donbás, cuando luego de que Putin anexara Crimea a Rusia, se levantaran los separatistas prorrusos en Donetsk y Lugansk, que entraron en guerra contra Kiev con el respaldo de Moscú.
Entre el frente ucraniano y el prorruso se creó la zona gris. Malaia Starogradovka, un pueblito más pequeño que su nombre, de apenas tres calles, queda en esa tierra de nadie, casi todos sus habitantes emigran y solo permanecen en él Serguéi, un exinspector de minas de carbón devenido apicultor, y Pashka Jmelenko, con quien cultiva una «amistosa enemistad» desde la época escolar.
«Sérguei lo miraba (a Pashka) y pensaba que, si no hubiesen acabado los dos solos en el pueblo, nunca habría vuelto a hablar con él. Habrían continuado con sus vidas paralelas en calles paralelas y no habrían intercambiado ni una sola palabra. De no haber sido por la guerra».
La guerra los convierte en el único testimonio de la existencia y permanencia del pueblo. Dos hombres en torno a la cincuentena que aprenden a convivir y sobrevivir. Los bombardeos son un eco lejano y permanente, la energía eléctrica desapareció hace tiempo, hay que hacer largos y a veces peligrosos recorridos a poblados cercanos para conseguir pan y precarios alimentos o para cargar el teléfono móvil.
Sérguei y Pashka, dos hombres que se apoyan por encima de sus simpatías, hacia Ucrania el apicultor, hacia los prorrusos el otro. Se visitan en sus casas, transitando en invierno bajo la nieve y comparten una taza de té o un trago de vodka, preocupados de que no se agoten las reservas de carbón.
Un día descubren a la distancia el cuerpo de un hombre abatido, sin saber a qué bando pertenece. Una noche Sérguei es visitado por Petro, un joven soldado ucraniano con quien entabla una inestable amistad, mediada por lacónicos mensajes de celular. Pashka, a su vez, acoge a Vladlen, un siberiano que se instala en un cobertizo desde donde oficia como francotirador para abatir ucranianos, hasta que una mina instalada subrepticiamente en su refugio lo hace volar por los aires.
Y así la vida continúa. Nuestro protagonista mantiene en el garaje de su vivienda, junto a una vieja furgoneta Lada, seis panales de abejas. La miel que ellas le proporcionan es su fuente de sustento, su moneda de trueque para adquirir víveres en poblados donde aún quedan tiendas de alimentos.
Cuando el invierno termina, es la hora de que los panales se reactiven tras la hibernación de sus obreras. Entonces, Sérguei debe cargarlos en un remolque y partir con su Lada a buscar campos floridos en Ucrania. Pashka queda como único habitante de Malaia Starogradovka y se encargará de cuidar su casa en su ausencia.
En el peregrinaje con sus abejas, el apicultor encontrará amor y gentes generosas. Lo acompañarán también sus sueños, donde a veces aparece Vitalina, la esposa que no soportó la vida en el pequeño pueblo y lo abandonó antes de la guerra llevándose a su hija Angélica.
En este deambular, los controles fronterizos y policiales darán a Sérguei testimonio de una tierra en situación de conflicto. Su viaje configura el paisaje humano de una geografía llena de historias y plagada de contradicciones, donde la realidad de las gentes es mucho más compleja, y también más simple, de lo que pintan los mapas políticos.
Desde su zona gris o tierra de nadie, acompañado por sus abejas, el cosechador de miel verá y a ratos soportará las desconfianzas de los ucranianos que lo creen ruso, y luego en Crimea, de los que lo creen ucraniano, y también de los rusos ortodoxos que lo cuestionan por su amistad con una familia de tártaros musulmanes.
Leer a Kurkov es adentrarse en las complejidades del conflicto ruso-ucraniano, en la sinrazón de una conflagración que, como todas las guerras, se alimenta de intolerancias y cálculos geopolíticos donde las aspiraciones hegemonistas destruyen la convergencia de culturas y grupos humanos.
El propio autor es parte de esa diversidad. Nació en 1961 en la Unión Soviética, cuando San Petersburgo aún se llamaba Leningrado. Desde el año 2008 sus obras están prohibidas en Rusia por sus críticas a Putin. Vive en Alemania y viaja con frecuencia a la zona occidental de Ucrania.
Se dice de Abejas grises que es una novela de humor dentro de una trama dramática. En una entrevista con la revista El Confidencial, Kurkov lo explicó así:
En 2014 muchísimas personas murieron y yo perdí el sentido del humor. Y temía haberlo perdido del todo, pero volvió un año después porque no solamente es una forma de mostrar lo trágico de una manera más ligera, sino que también sirve de protección psicológica. En la época soviética ya era una suerte de resistencia frente al sistema (…) Cuando algo divertido ocurre en un contexto de guerra, aunque sea poco divertido te parece que es divertidísimo porque un poco de humor se convierte en una gran cantidad de humor en ese contexto.
Abejas grises comenzó a gestarse en la propia guerra de 2014 y de algún modo traduce tanto la experiencia del autor en ese conflicto como la construcción del personaje de Sérguei:
En 2014 fui tres veces a una zona de guerra y recuerdo estar en un lugar en el que el frente estaba muy cerca de la frontera rusa y la gente era reacia a hablar. Andaba metida en sí misma, muy cautelosos. Era gente que podía haber sido refugiada, pero decidieron quedarse en su tierra y tuvieron que elegir entre dos temores: el miedo a ser una persona que no tuviera nada, ni casa, ni amigos ni nada o quedarse en su casa en la guerra. Y es curioso porque mucha gente decide quedarse, tiene más miedo a irse y convertirse en un refugiado a que les bombardeen dentro de su casa.
(Paula Corroto, Andréi Kurkov: el escritor ucraniano vetado en Rusia, El Confidencial)