Cada tarde llega a mi estudio un vacío tan grande que todo lo llena, entonces miro las estribaciones del Macizo del Garraf y veo esa montaña omnipresente, que parece una mujer tumbada, muy similar a otras de otros tantos lugares del mundo. Muchas veces, nuestro cerebro nos gasta bromas y las pareidolias son algo frecuente porque así lo queremos.
Aquí, es conocida como la Dona Morta y marca el límite del término municipal de Castelldefels. Hemos subido allí muchas veces con mis hijos cuando eran pequeños, por el camino de La Sentiu y La Guixera, en un tiempo no muy lejano, pero más amable con mi cuerpo.
De tarde en tarde, la cubre un finísimo manto de nieve y esta rara circunstancia hace que la veamos con un sudario, así se justifica la creencia de que un día vino a estas tierras una mujer desconocida que fue encontrada sin vida. Aunque nunca se llegaron a saber las circunstancias de la muerte, pasados los años en el mismo lugar donde reposaron sus restos, la montaña fue cambiando de formas hasta tomar las de la infortunada.
Estos días parece que por fin acaba un otoño tardío y extrañamente cálido.
Los primeros fríos
han dejado el parque ausente
de niños y caricias,
periódicos olvidados
que el viento arremolina
con susurros tristes.
Hace tiempo que los tranvías
van a ninguna parte.
Por la tarde, diviso algunos rostros que, al estar lejos apenas distingo, pero creo reconocer a los amigos que se fueron con la covid.
Bajo y los abrazo uno a uno.
¡Hola, África!
¡Hola Isidro!
¡Hola, Roser!
¡Hola, Antonio!
¡Hola, Remei!
¡Hola, Silvia!
¡Hola, Francisco!
¡Hola, Pilar!
¡Hola, Marta!
¡Hola, Ana!
Pese a que los interrogo, no me dicen nada y solo aparece una sonrisa triste en sus bocas ya inorgánicas. Es la calle y lo que pasa por ella: los recuerdos y sus arcanos.
La melancolía empapa el recuerdo de unos ojos celestes, ya sin historia. ¡Vosotros nunca envejeceréis en mi camino!
De pronto, como un plan urdido por algún seguidor de Bosé o Djokovic, me llegan desde muchos lugares noticias inquietantes sobre los efectos de las vacunas.
Eli: se me ha alterado la regla. ¡Yo, que era un reloj!
Miguel Ángel: ¡las dichosas vacunas me han ocasionado una fibrosis pulmonar!
Aurora: mi tío hace quince años se curó de un cáncer, pero ahora ¡le ha rebrotado con la vacuna!
A Eli, su doctora de cabecera le dice que esas irregularidades en su periodo pueden ser que sí o pueden ser que no una consecuencia de la vacuna.
Miguel Ángel consulta con la neumóloga sobre esa posibilidad, pero la doctora le informa que desconoce si su enfermedad tiene relación con los rumores que circulan.
Al tío de Aurora, su oncólogo le asegura con rotundidad que «al mal lo ha despertado» la vacuna.
Hemos pasado de tener miedo a la covid, a tenérselo a las vacunas. ¡Qué tristeza! Tras otra noche de insomnio, una luz novicia sacude mi ventana.
Kalita tiene seis años y me espera a las 12 para que la rescate del colegio, a donde acude de muy mala gana, pues este año no termina de congeniar con su nueva profesora.
Por el camino, vuelvo a ver la hiedra que está cada vez más rojiza, con su tiempo ya a punto de cumplirse. Otoño, sus luces y lo que en ellas habita. La herencia de un verano cada vez más largo y feroz, que impone su ley de malas costumbres.
A la vuelta, encuentro en el suelo una preciosa piña, tal vez la perdió un muchacho al que vi al pasar, que llevaba un saco y un gancho en una pértiga larga.
Se la enseño a la niña y me vengo arriba, pues por un momento me creo Félix Rodríguez de la Fuente y le digo con la audacia que pone la altivez:
—¡Huele! En ella está el olor de la naturaleza, de la creación, de la vida, de la madre tierra con el delicado perfume de la madera.
La toma entre sus manitas, se la acerca a la nariz, la percibe y me dice:
—¡Avi, yo creo que a lo que huele la piña es a resina!