¿Otra vez lo mismo?
¡Que tonta que soy!
¡Que tonto que sos!
Todo hago mal.
Siempre hace todo mal.
Este no cambia más.
Uno, dos tres. Uno, dos, tres.
Esto no me sale.
No nací para esto.
Él dice que va a cambiar.
Buen día.
Buenas noches.
¿Cómo estás?
¿Vas a repetir el plato?
¿Y algo más?
Sin repetir y sin soplar.
Podemos dejar las cosas que nos hacen mal.
Con Joaquín nos conocimos en un café el 23 de Julio del 2011, yo como la mayoría de las veces llegaba tarde al trabajo, pero no por eso iba a dejar de tomar mi café en la estación de servicio. No había lugar así que decidí compartir mesa con el extraño de anteojos y buzo bordó, que no me parecía amenazante.
Le regalé unos pañuelitos porque lo veía renegar con lo que para mí era un resfriado pero según él era una alergia. Después de conversar un rato me pidió mi número de teléfono y es así, que de repente tenía a alguien con quien charlar al final del día, para contarle como me había ido.
Al principio fue difícil volver a encontrarnos, por la distancia y los horarios de trabajo demandantes que teníamos. Pero esas mismas ganas de vernos fueron las que modificaron las agendas. Al cabo de unas semanas, de los cafés en una YPF, pasamos a merendar los fines de semana en el centro, en lugares un poco más amigables.
A los pocos días del primer beso, nos pusimos de novios y al mes comenzamos a vivir juntos, en su departamento. Recuerdo que una de las frases que más repetía, para justificar cada una de sus propuestas era «yo te amo y te quiero en mi vida». Para los dos esta nueva relación, era un voto de confianza a las relaciones, ya que veníamos de experiencias en las que no nos habían tomado demasiado en serio. Se encargaba de cocinar ya que era la tarea que menos me gustaba, cuando llegaba tarde del trabajo me esperaba con mis golosinas favoritas, los días que veíamos los partidos preparaba la picada y nuestros pijamas que eran nuestro uniforme especial. Nos gustaba salir a caminar durante horas y hacer nuestras propias competencias de baile y canto en casa. Los sábados intentábamos conocer algún lugar nuevo, mientras que los domingos nos quedábamos en casa viendo alguna película de superhéroes.
A su lado me convertí en alguien que todavía ni yo termino de conocer. Nunca había sentido tanto miedo al estar con alguien. Al principio traté de ignorar esa sensación porque sabía que en parte se debía a mis prejuicios hacia lo masculino y mi historia. Todos los días veo como una mujer «muere» en manos de su pareja, desaparecen, son golpeadas, abusadas. Escucho cada tanto algún «piropo» en la calle. Y la mayoría de las mujeres que me rodean, al igual que yo, tuvieron alguna pareja que las dañaba física o verbalmente. Es por eso y con la confirmación del otro lado que me lo repetía, sentía que «estaba exagerando» y que esa era la causa de mi pánico. No eran los chistes sobre femicidios, las amenazas en broma como «si te mato acá, no se entera nadie». Tampoco eran sus gritos cuando se enojaba con cosas insignificantes de la casa. Ni tampoco los golpes a los muebles. No fueron los insultos en la discusiones. Las denuncias de parejas anteriores. Las mentiras, que según él no eran mentiras, eran confusiones a la hora de hablar, porque yo lo ponía muy nervioso. Tampoco las acusaciones hacia mi persona. Todo al parecer era producto de mi «exageración», yo simplemente tenía un punto de vista diferente sobre como resolver los conflictos, y tanto el de él como el mío eran válidos.
Cada vez que quería terminar la relación, Joaquín me remarcaba que tengo tendencia a huir, que es esa la causa por la que construir una relación conmigo se vuelve tan complicado. Lo intenté una vez y fue la primera vez que lo vi llorar. Lo intenté una segunda, y comenzó a ir a terapia, porque se había dado cuenta de que tenía algunas «actitudes» que quería cambiar. Pero nada cambiaba, excepto mi miedo que era cada vez más grande aunque no tuviera fundamento, ya no podía ni siquiera quedarme dormida antes que él. Las golosinas seguían ahí, igual que las «confusiones». En el pasado año nuevo me fui, tuvimos una conversación áspera, estaba muy enojado y aunque no me creyera yo estaba muy triste. No podía vivir con tanto miedo, porque el miedo pesa mucho. Me enamoró de él, que se enamoró de mi; que como repetía «me quería en su vida». Por eso antes de irme, le regalé esa frase que me repetía mi entrenador después de que me lesioné, «si pudiste una vez, vas a poder volver a hacerlo».
Pruebas tenemos de qué nos enamoramos, vamos a hacerlo de nuevo. Pruebas tenemos de que aprendimos cosas nuevas, vamos a hacerlo de nuevo. Pruebas tenemos de que sanamos, vamos a hacerlo de nuevo. Podemos repetir cosas, ¿pero podemos elegir lo que para nosotros es bueno?