La distinción entre pasado, presente y futuro es solo una ilusión obstinada y persistente.
(Albert Einstein)
Premisa. De una existencia serena como un océano en calma, surge una turbulencia, una semilla de nada que se multiplica en puntos de energía, expandiéndose explosivamente en marcos de tiempo y espacio. De una manera u otra, todo canta esta canción profunda, más allá de las palabras, la consciencia, la cultura, la evolución, y el tiempo y el espacio. ¡Y todos bailamos la existencia!
El tiempo pasa, sin duda, en nuestra percepción de estos campos del universo. La amistad, la familia y todas las relaciones humanas, con los inevitables altibajos que enmarcan el desarrollo de esta obra magna, donde todos somos actores, productores y directores únicos de nuestras personalidades e historias. Y con nuestras atracciones y aversiones guionadas, vamos interpretando nuestros papeles dentro y fuera de nuestras constelaciones de relacionamiento. Y dividimos nuestro continuo en apariciones de luz solar, en estaciones, noches y días, para definir los intermedios.
En los intermedios, reflexionamos quizás, sobre el intervalo pasado y resolvemos mejorar nuestras próximas presentaciones, ya sea cambiando estilos o volviéndonos aún más recalcitrantes en nuestro juego de roles. Todo esto, mientras los otros actores principales y secundarios, y los extras entran y salen de la obra irremediablemente. Algunos se han ido con el río, hay otros nuevos traídos por cigüeñas. Algunos deciden pasar a otro escenario, a otro teatro. A veces nos sentimos aliviados por eso, a veces estamos tristes.
Esta magnífica conversación del ser, llevada a cabo por el universo, estaba latente en el silencio original. La espontaneidad de este silencio, de irrumpir en esta conversación, está más allá de explicación por pensamiento, el cual también surgió del silencio. La conversación, que emerge de la latencia del silencio infinito, es infinitamente animada, variada, y espectacular, tanto que incluso se extravía y olvida su origen.
Este olvido es parte del múltiple monólogo en multitud, de su propio descubrimiento. Pero aun cuando las multitudes de la plaza están hipnotizadas por sus fuegos artificiales, siempre hay amantes en rincones escondidos, con ojos llenos de luz conversando sobre el amor.
Entonces se abren ventanas antiguas, luminosas, ríos de vida que se manifiestan en torrentes, y los ritmos del corazón producen música, y cada momento se vuelve nuevo y sagrado. Entonces la forma y el espíritu bailan a orillas del infinito y cada instante es una fuente de alegría.
A veces vivimos en el futuro y recordamos hoy y mañana. Nada habría sucedido o sucedería, no habría memoria ni historia. Confundidos en ese momento nos convertimos en instante de silencio, sin nada que contar, sin sueños, ni eventos que anticipar. Y en ese hiato solo está todo, y todo es nada, derramándose extáticamente en ninguna parte. Como un suspiro sin aliento, como un amor sin final.
¿Cuántas veces hemos sentido la brisa del invierno anunciando esta estación irremediable? Este paso implacable del tiempo, esta danza constante de espacio y personaje que cargamos, con opiniones tan arraigadas, con tantas creencias de afirmación y negación. Sin embargo, el amor atraviesa toda sustancia y pensamiento, y enhebra el tapiz del ser, cuando observamos el mundo desde esos instantes de adentro. Y siempre deja una marca en tu interior, un quiebre en tu corazón, una nostalgia anticipada, que vuelve como una vieja canción y te suaviza y te abriga.
Los fríos dedos del invierno sostienen mi mano ahora, haciéndome consciente del tiempo, de ese amigo irremediable que se va. Diciéndome que reúna anhelos y pertenencias, y los empaque donde pueda, que cierre cuentas, que establezca una dirección de reenvío desconocida, y comience a despedirme de mis compañeros de viaje, porque ya se está acercando la estación terminal. ¡Y qué viaje tan increíble fue este!
Una vez sentí, recostado sobre la eternidad de una pared que daba testimonio de una vida de amor puro, que los espacios, de alguna manera se habían derretido en una amalgama, donde todo era igual de maravilloso, y que una procesión de cosas simples desfilaba, ante mis ojos semiabiertos en asombro. Las distancias eran como canciones de cuna, y cada forma pequeña, en aquel ámbito polvoriento donde me sentaba, era un objeto glorioso de dimensiones inconmensurables.
Los laberintos de las experiencias entretejidas se almacenaban en la memoria, como un solo hilo hilvanado en el tapiz de mi vida, en una imagen de pasar, el día, las horas, los minutos los segundos, recostado contra aquella pared, en aquella brecha simbólica entre el amante y el amado, que contenía una profundidad de belleza, dicha y maravilla sin precedentes.
Los ciclos giran y seguirán girando como tienen que hacerlo, dan vueltas y vueltas. Y contamos con apuro los giros de la rueda que nos hila a cada uno. Tenemos tanta prisa, que se nos pierden los espacios y nos perdemos la oportunidad de saborear cada puntada, cada dobletillo de la textura del tejido exquisito, que cada uno de nuestros tapices contiene. Tenemos tanta y tanta prisa, para no llegar tarde a cada punto del ciclo que pensamos que es nuestro, o por no perdernos una de nuestras poses, o de esos espacios, que creemos llevan nuestro nombre en una especie de juego de bienes raíces del ego.
Sin embargo, los giros no cesan de girar por doquier, en los orbitales de los átomos de nuestros cuerpos, en los sistemas planetarios que enmarcan nuestra consciencia, en las ruedas del karma que constelan y ajustan el equilibrio de nuestras relaciones.
Es solamente cuando reposamos en total entrega, sin prisa alguna de sincronizar ningún ciclo, ni de reclamar ningún espacio, y cuando nos recostamos con plena confianza en la insondable pared del amado y nos dejamos caer en ese abismo, sin reparos de cómo, cuándo y porqué, que encontraremos ese punto de origen y reposo, que genera estos tiovivos para perderse y encontrarse en esa dicha verdadera.
No hay nada de nuevo, no hay nada en realidad llamado año, hay solo felicidad, y más que felicidad, pero viene de uno mismo. Tú puedes hacer que cada ciclo sea nuevo, que cada espacio sea sagrado, cada momento feliz, cuando ceses de contar los giros de la rueda, cuando cierres tus ojos para ver la belleza que te rodea siempre, todo el tiempo, ahora.
Ya dejemos ya de contar y solo seamos. Las estaciones cambian perennes mientras crecemos, amamos y celebramos. Mientras sufrimos y ejercemos la compasión, nos descubrimos los unos a los otros, al pasar los momentos y al reflexionar sobre la belleza de la imaginación de la existencia.
Aquí estamos de nuevo hoy, abrazándonos en el ciberespacio, deseándonos lo mejor en electrón y fluorescencia, reconociendo a la distancia nuestra presencia, invocando nuestro encuentro para cantar de nuevo.
Una vez más se oye el canto colectivo de alegría, el ruego de que nuestros corazones queden sin fronteras por un instante, y que alarguen sus brazos las gentes para rodearse el uno al otro, en una confirmación externa de nuestra unicidad interior.
Hoy de nuevo con el cambio de las estaciones celebramos palabras sabias pronunciadas en antaño. Hagamos más este año, vayamos más allá de la tradición. Demos vida a esas palabras, amando más, y haciendo uso del perdón. Comprendamos profundamente que en realidad tú y yo nos somos nosotros sino uno.
Y abramos las puertas de la taberna del corazón, regocijándonos ante el hecho indisputable, de que existimos, de que podemos amar, de que podemos ser cualquier cosa que verdaderamente queramos ser.
¡Que seamos felices! Qué descubramos el antiguo amor que siempre nos rodea en este imperecedero presente de belleza. Sonriamos con serenidad para que todos esos ciclos imaginarios de años, días, horas y vidas se vuelvan nuevos, se tornen felices, y nos sigan.
El tiempo es el espacio entre la primera y la última imaginación.
(Meher Baba)