Que se ignora más de lo que se sabe es una obviedad que muchas veces pasa desapercibida, incluso para los intelectos más brillantes. Entre otras cosas, Lord Kelvin es muy recordado por haber dicho que la física, a finales del siglo XIX, estaba concluida y no quedaba más asunto por descubrir o aclarar. Lo único que restaba por hacer, prometió, eran unos cuantos ajustes a los libros de texto, una que otra enmienda en las leyes y las observaciones, festejar bajo la certeza de que el universo y sus secretos estaban al descubierto, comprendidos y controlados.
La hibris de los griegos —esa confianza desmedida en las cualidades de nuestra especie— es tan común en la experiencia diaria, que lo curioso es que pocos se den cuenta aún de ello. Palabras grandes como las de Lord Kelvin son más comunes de lo que parecen, en especial hoy día en que los estímulos se nos hacen cortos y muchos marchamos a la búsqueda de nuevas emociones, ya sean para el cuerpo o la mente. Pero la ignorancia de lo que encontraremos más adelante en el tiempo debería ser la principal causa de humildades, y aunque existen quienes son conscientes de cuáles son los vacíos en el conocimiento, es más interesante reconocer que existen millones de detalles en los que nadie aún ha reparado, aquí abajo, en este sueño. Una bruma que cuelga frente a los ojos, un desconocimiento total de lo que desconocemos, y que pone en entredicho cualquier comentario contundente y absolutista sobre este o aquel asunto de la ciencia, la tecnología o el devenir de nuestra historia.
El desarrollo de la relatividad y la física cuántica pusieron bajo la luz los límites tras las palabras de Lord Kelvin, el sabio Lord Kelvin, el fantoche —dirían unos— de Lord Kelvin, de la misma manera como posibles obviedades para nuestros descendientes dejarán en ridículo las certidumbres que se tienen hoy. Algunas de ellas por pecar de ridículas; otras tantas, por intentar morder más de lo que nuestra mente puede masticar.
La hipérbole y la magnificencia nunca han dejado de ser monedas de negocio, pues se amparan en el deseo de una vida mejor y más digna, o solo tal vez menos aburrida y más interesante. Entre algunos físicos, la idea de la Teoría del Todo promete vincular y explicar todos los fenómenos bajo las estrellas, «comprender la mente de Dios», como escribió alguna vez Stephen Hawking, y abrir las riquezas del universo a nuestra especie. Una idea hermosa y llena de pompa que encantaría a Lord Kelvin, pero de la que no se puede estar muy seguro de que no sea otra gran promesa. Gente de mucho genio, entre ellos el propio Stephen Hawking, han apuntado que los teoremas de Kurt Gödel sobre la incompletitud juegan en contra de la base matemática de una teoría semejante, pero también hay que decir que lo hace la propia historia de la ciencia, llena de nuevos enfoques, sensibilidades y descubrimientos que alteran los monolitos intelectuales y generan visiones más amplias del mundo. Si ocurrió más de una vez en el pasado, ocurrirá más de una vez en el futuro, y, en caso de ser el universo infinito en el espacio y en el tiempo, ¿por qué no lo será también en los principios que lo constituyen? Reglas y fundamentos bajo más reglas y fundamentos. Una biblioteca sin fin en la que se engrosaría el acervo del saber humano, pero una que de ninguna manera acercaría a la especie a una comprensión final de ella misma o de la realidad en la que que se encuentra. Tortugas sobre tortugas.
Pero las grandes promesas que nos hacen sentir bien con nosotros mismos no se limitan al mundillo de la física teórica, o de la ciencia en general. Se filtran también en todos los asuntos comunes de la experiencia, inflamadas por el espíritu de los tiempos en los que a una sociedad le toca vivir. «Esta aplicación/red social/tecnológica lo cambiará todo», dicen unos. «Fulana o Merengano revolucionará la música del momento», dicen otros, y lo primero lo único que logra es agregar otra capa innecesaria a la complejidad de la que nos hemos rodeado, mientras que la segunda contribuye a empeorar el ruido del que disfrutan nuestros vecinos los domingos por la mañana. Promesas y promesas que parecen ciertas a nivel de superficie, hasta que se agota la inversión o el combustible mediático, y se asientan las circunstancias de nuestro contexto. Al volver al presente después de ser heroicos y valerosos en un mundo de realidad virtual —o atrevidos y galanes en una aplicación de citas— y recordamos que mañana debemos volver a ese trabajo que detestamos. Que tendremos que verle la cara un jefe más tonto que nosotros, o a una pareja que nos saca de quicio y de la que no sabemos cuándo fue la última vez que sentimos algo, a un grupo de amigos con los que tal vez ya no compartimos ni los gustos más rudimentarios, o una comunidad de vecinos en la que ni uno sabe el nombre del otro.
Incluso quienes trafican con el bienestar del alma lo hacen bajo grandes promesas. La cantidad de servicios en línea y aplicaciones de relajación que aseguran noches de sueños profundos, una mayor tranquilidad de mente, o un renovado amor personal, lo hacen bajo el estándar al que la revolución digital y las exigencias del ambiente corporativo nos tienen mal acostumbrados: la alta velocidad. Con solo escuchar cantos de ballenas por unos cuantos minutos, y solo tomar algunas respiraciones por otros cuantos minutos —todo eso durante unas cuantas semanas—, a los usuarios se les garantiza una tranquilidad del espíritu que los dejará preparados para afrontar cualquier problema o circunstancia. Todo lo cual se viene abajo luego de encontronazos con las realidades de la sudorosa, cansada, injusta y aburrida vida de todos los días. Que las personas quienes han logrado el dominio de sus pasiones —o incluso encontrado en sus corazones el Reino de los Cielo— lo hayan hecho después de años de meditación, silencio y trabajo no es algo que al departamento de marketing le guste recordar. Es un asunto para el que ninguno de nosotros tenemos el tiempo o la paciencia, sobre todo cuando es más fácil bajar una aplicación y confiar en que lo que los expertos nos han prometido es un hecho.
Por su parte, quienes gozan de carisma y labia llevan décadas prometiendo un futuro fantástico que no termina de materializarse, o al menos no de la manera en la que este se promete. Tendremos nuestras colonias en la Luna y Marte en unos cuantos años, se nos ha dicho desde los sesenta, si no antes, pero es que ahora sí que las tendremos. A más tardar para el 2045, según estimaciones del billonario más carismático del momento; estimaciones modestas pero acertadas, tan modestas y acertadas como lo fueron las estimaciones que prometieron ciudades lunares a finales de los ochenta. Un futuro que se asemeja más a un problema de ingeniería y economía, revestido de suposiciones técnicas y alegatos cursis por el sentir explorador, en lugar de una auténtica aventura del ingenio humano. Y aunque es verdad que la tecnología no se detiene, y la conquista del Sistema Solar es una posibilidad muy real, aunque en un futuro lo suficientemente lejano como para incomodar a inversionistas y escritores de ciencia ficción por igual, por el momento los desarrollos más importantes están enfocados a los algoritmos, la inteligencia artificial y los entornos virtuales. A todas esas tecnologías y servicios más bien terrestres, enfocadas a mejorar los márgenes de ganancias de empresas y automatizar procesos industriales, al mismo tiempo que funcionan como sedativos y paliativos emocionales para una población, aquí en Occidente, cada vez más precaria y solitaria. Tal vez es más fácil emular Marte en el Metaverso; construirlo con todos los datos geográficos, geológicos y climáticos recogidos por el historial de misiones robóticas que han pasado por su superficie, y después decir que estuvimos ahí. Vía fácil para escapar de los lodos del día a día.
Pues escape de este mundo, parece, es lo que algunos buscamos. Sobre todo ahora que entramos en un periodo similar al de las distopías que disfrutábamos en nuestra infancia, menos sexy y cerebral, pero más banal y siniestra. Una en la que las grandes promesas de un paraíso mediado por la tecnología, el progreso científico y el entretenimiento, la virtualidad, la farmacología y el glamur, apenas son suficientes para ocultar los vacíos de toda la vida. Esos que han estado, y seguirán estando, ahí donde nadie salvo uno mismo puede observar. Ya que en verdad parece una canción triste que incluso en esta época, la más agraciada de todas, aún dependamos de meras promesas materiales para mitigar los tormentos más perennes que llevamos en el interior.
Las grandes promesas no surgen por ellas mismas. Nacen en la mente de hombres y mujeres con el carisma y la elocuencia suficiente para enamorar a unos cuantos, si se trata de literatos o intelectuales, o a poblaciones enteras, si lo suyo es traficar con la política y las esperanzas. A gente desconsolada e infeliz —que los somos todos— y que ya se ha cansado de esta o de aquella bajeza y no tienen privaciones en cambiar de este personaje carismático a aquel otro personaje carismático, siempre y cuando sus promesas liberen la suficiente cantidad de dopamina. Esos personajes que están sentados en las presidencias de países y corporaciones, que hoy ya son lo mismo, y que, en aras de la seguridad, la salud o el decoro, no tienen vergüenza en hacer públicas en sus redes sociales la clase de lodazales a los que están dispuestos a llevarnos. «Huelo sangre», escribió W. H. Auden: «Huelo sangre y una era de desquiciados prominentes».
Para Lord Kelvin, el supuesto fin inminente de la física no solo significaba la conclusión de la ciencia, sino también el mayor triunfo del ingenio humano. De esa especie mínima que de alguna manera logró sobreponerse a los elementos para tomar control de toda la Creación. No hay mayor sentimiento que pensarnos maestros de nuestras circunstancias, directores de nuestro destino, y eso incluye también a esas personas cuyo gran intelecto, de ninguna forma, las hace ajenas a los anhelos más íntimos de todos los hombres. El telar de las Moiras es real, pero nunca será claro a nuestros ojos, y las incertidumbres que ponen en entredicho a las grandes promesas existen no solo en la vastedad del universo, sino también en la caverna de nuestro ser.