Cumplí sesenta y cuatro años de vida laboral continua, sin largos períodos de vacaciones ni menos algún año sabático. No quiero hacer apología del deber cumplido ni menos encomiar aquel dudoso aserto: «El trabajo honra y dignifica», cuya repetición intempestiva, en la sobremesa familiar, teniendo yo ocho años de edad, me acarreó un duro coscorrón de mi padre; tampoco pretendo hilvanar una queja postrera ni invocar la triste contrición del infortunio, ley por lo demás universal para la inmensa mayoría, desde que Jehová, patrono y mandamás del Paraíso, condenara a su hijo Adán a: «ganar el pan con el sudor de tu frente», infligiendo a Eva un escarmiento harto más trabajoso, como «parirás con dolor», lo que lleva implícita una carga adicional —durante milenios— sin horarios ni retribución pecuniaria. Pero, ¿quién se atreve a cuestionar la justicia divina o a llamar estigma al designio que nos impele al yugo cotidiano, máxime si es patriarcal?
Había pensado celebrar mi propio aniversario en compañía de algunos amigos haraganes, poetas en eterna cesantía o simples jubilados prematuros de la repetida jornada, pero opté por buscar un paliativo literario, que no excluye brindar en la soledad, aunque no sea buen hábito. Releí el libro de Paul Lafargue, El derecho a la pereza, y lo encontré mejor que hace treinta años. Como ustedes saben, este bueno de Lafargue fue yerno de Carlos Marx, casándose con su hija Laura. Ambos, comunistas -de los primeros no contaminados por la vida burguesa de los paniaguados en servicio activo-, puros como cristianos de las catacumbas en doctrina y menester, sin secretario general ni Santo Pontífice, respectivamente.
Yo no sé si Marx fue asiduo al refranero popular (es posible que no, porque ello contradeciría los fundamentos de su tesis revolucionaria con arrestos cientificistas), pero le vendría muy bien, en el caso del díscolo yerno, aquel: «cría cuervos, que te sacarán los ojos». Y los agudos ojos del padre del socialismo científico veían el trabajo humano como una necesidad inexcusable y de clara connotación reivindicativa; por supuesto, entendiendo su carácter de mercancía al servicio de los insaciables rentistas de la plusvalía, antes de la instauración del gobierno del proletariado. En la otra orilla, las iglesias, los reyes y los capitalistas, pretendían —aún lo hacen— sacralizar el trabajo como ofrenda cotidiana al Todopoderoso, con fines de trascendencia escatológica, incluidos los consabidos premios y castigos, camino de purificación que nos elevará por sobre las miserias corporales.
Por supuesto que tales mediadores, en su mayoría, han preferido y prefieren los premios tangibles del reino de este mundo.
Paul Lafargue, médico, periodista y revolucionario, nació en Santiago de Cuba, enero de 1842, y murió en Draveil, Francia, en noviembre de 1911, a los 69 años de edad (la que ahora tengo cuando escribo estas reflexiones). Escogió, de común acuerdo con su amada compañera, Laura Marx, el suicidio, que ambos cumplieron a cabalidad y sin hesitaciones. El padre de Lafargue era un acaudalado propietario de extensos cafetales en Cuba (esto lo asemeja a Fidel Castro, hijo de terrateniente gallego, aunque ambos difieran en su óptica del trabajo y de sus inexcusables servidumbres).
Contemplo la fotografía de Laura, hija de Karl Marx y esposa de Paul Lafargue, y creo discernir un rostro bello e inteligente, de mirada inquieta. Ella fue, antes que su compañero, entusiasta activista de esa revolución proletaria que soñaban como universal y preveían, junto al padre-suegro y al tío Federico Engels, como inevitable.
¿Qué extraño cambio de pensamiento llevó a Paul Lafargue a escribir este delicioso libro que llama a reivindicar la pereza? No lo sabemos, ni siquiera por hipotéticas suposiciones, pero lo que queda claro es la reacción indignada de su suegro, quien no trepidó en expulsar a Paul del Paraíso Revolucionario, junto a su amada hija, otrora fiel a su padre y difusora febril de su doctrina.
Ambos deambularían por varios grupos disidentes hasta concluir en la mutua inmolación de la muerte escogida, sin ganar el pan con el sudor de la frente ni menos de parir con dolor.
Estoy tentado a seguir el camino de Laura y Paul —no en el negro vórtice del suicidio, aclaro— sino en la defensa del derecho —más que a la pereza, a elegir el ocio creador—, acceder a ese estado ideal con el que sueñan los artistas ante la posibilidad de desprenderse de obligaciones y esclavitudes cotidianas, para entregarse de lleno al oficio amado, sin más cortapisas que las del propio talento ni otras barreras que las del tiempo vertiginoso que pugnamos por asir.
Aunque a menudo enfrento una contradicción que no logro dilucidar. Ocurre que en estados contemplativos y de reposo, a la orilla del mar o en paisajes de montaña, me huyen por completo las musas y sólo apremia el deseo de caminar a campo traviesa, haciendo alto en tabernas y bares de ocasión; es decir, el prurito de perder el tiempo y dar la espalda al Carpe diem.
Se cumpliría con esto el imperativo de la tensión ambiental para escribir, una suerte de cilicio del tiempo que acosa en las horas de labor, que acicatea como demonio balbuceante en medio del afán encadenado. Muchos maestros de estética y exegetas sostienen que el arte es fruto de la necesidad, hijo del dolor y vástago iluminado de toda carencia material. Huelgan ejemplos; los más recurridos: Cervantes, Van Gogh, Dostoievski.
Pero también las palabras, por sí mismas, pueden constituir maravilloso consuelo; bien lo saben los asiduos lectores. Por eso, prescindiendo de toda posible catarsis liberadora personal, me sumerjo en el discurso de Lafargue:
Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones donde domina la civilización capitalista. Esta locura trae como resultado las miserias individuales y sociales que, desde hace siglos, torturan a la triste humanidad. Esta locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda por el trabajo, llevada hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de sus hijos. En vez de reaccionar contra esta aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas han sacralizado el trabajo. Hombres ciegos y de escaso talento, quisieron ser más sabios que su dios; hombres débiles y despreciables, quisieron rehabilitar lo que su dios había maldecido. Yo, que no me declaro cristiano, economista ni moralista, planteo frente a su juicio, el de su Dios; frente a las predicaciones de su moral religiosa, económica y libre pensadora, las espantosas consecuencias del trabajo en la sociedad capitalista.
Sé que algunos fruncirán el ceño, para decir que estas son cosas del pasado, porque las condiciones de los trabajadores, hoy en día, son mucho mejores, etcétera. Pero en un país de escasa población, como el nuestro, con sus dieciocho millones de habitantes, al promediar la tercera década del siglo XXI, tenemos a trescientos cincuenta mil niños realizando labores pesadas y rutinarias, alejados para siempre de ese mundo-tiempo que llamamos infancia y que los escritores solemos ponderar como una virtual Arcadia. Huelga hablar de dos millones de mujeres que perciben por su trabajo cifras inferiores al salario mínimo. En fin, la inequidad sigue reinando por sus cabales, agudizándose a extremos inimaginables durante la terrible pandemia que padecimos, cuyo fin sigue siendo tan incierto y temible como el bicho coronado que acecha desde las tinieblas.
Paul Lafergue apela a las luces del Evangelio:
Cristo, en su Sermón de la Montaña, predicó la pereza: «Miren cómo crecen los lirios en los campos; ellos no trabajan ni hilan, y, sin embargo, yo les digo: Salomón, en toda su gloria, no estuvo nunca tan brillantemente vestido». Jehová, el dios barbado y huraño, dio a sus adoradores el supremo ejemplo de la pereza ideal; después de seis días de trabajo, descansó por toda la eternidad.
Por el contrario, ¿cuáles son las razas para las que el trabajo es una necesidad orgánica? Los auverneses; los escoceses, esos auverneses de las Islas Británicas; los gallegos, esos auverneses de España; los pomeranios, esos auverneses de Alemania; los chinos, esos auverneses del Asia. En nuestra sociedad, ¿cuáles son las clases que aman el trabajo por el trabajo mismo? Los campesinos propietarios y los pequeños burgueses: unos inclinados sobre sus tierras, los otros apasionados en sus tiendas, se mueven como el topo en su galería subterránea, sin enderezarse jamás para observar a gusto la naturaleza…
A fin de encontrar trabajo para todos los improductivos de la sociedad actual, a fin de dejar la maquinaria industrial desarrollarse indefinidamente, la clase obrera deberá, como la burguesía, violentar sus gustos ascéticos, y desarrollar indefinidamente sus capacidades de consumo. En vez de comer por día una o dos onzas de carne dura como el cuero —cuando las come—, comerá sabrosos bifes de una o dos libras; en vez de beber moderadamente un vino malo, más católico que el Papa, beberá bordeaux y borgoña, en grandes y profundas copas, sin bautismo industrial, y dejará el agua a los animales.
Como buen socialista utópico, Paul Lafargue creía que la adopción de medios tecnológicos en los grandes países capitalistas iba a producir, de modo inmediato, una considerable disminución de la jornada de trabajo de los proletarios, cosa que no ha ocurrido, salvo en ciertas áreas de servicios más o menos privilegiados. Sin embargo, por esa misma dialéctica perversa entre la mano de obra empleada y la cesante, los dueños de los medios de producción pueden exigir a sus ocupados exceder el horario de trabajo. El argumento es tan simple como brutal: «Si no te gusta, búscate otro trabajo; afuera hay cientos esperando la oportunidad que dejarás vacante».
En el régimen de pereza, para matar el tiempo que nos mata segundo a segundo, habrá espectáculos y representaciones teatrales todo el tiempo (quizá Paul Lafargue intuía la futura televisión pública); será el trabajo adecuado para nuestros legisladores burgueses. Se los organizará en grupos recorriendo ferias y aldeas, dando representaciones legislativas.
Si la clase obrera, tras arrancar de su corazón el vicio que la domina y que envilece su naturaleza, se levantara con toda su fuerza, no para reclamar los Derechos del Hombre (que no son más que los derechos de la explotación capitalista), no para reclamar el Derecho al Trabajo (que no es más que el derecho a la miseria), sino para forjar una ley de bronce que prohibiera a todos los hombres trabajar más de tres horas por día, la Tierra, la vieja Tierra, estremecida de alegría, sentiría brincar en ella un nuevo universo…
Cómo no van a resultar encantadoras y, a la vez, atractivas, estas conclusiones del breve libro:
Nuestros moralistas son gentes muy modestas; si bien inventaron el dogma del trabajo, dudan de su eficacia para tranquilizar el alma, regocijar el espíritu y mantener el buen funcionamiento de los riñones y otros órganos; quieren experimentar su uso sobre el pueblo, in anima vili, antes de volverlo contra los capitalistas, cuyos vicios tienen la misión de excusar y autorizar.
Pero, filósofos a cuatro centavos la docena, ¿por qué se exprimen así los sesos para elucubrar una moral cuya práctica no se atreven a aconsejar a sus amos? ¿Quieren que se burlen de vuestro dogma del trabajo, del que tanto se ufanan? ¿Quieren verlo escarnecido? Veamos la historia de los pueblos antiguos y los escritos de sus filósofos y de sus legisladores.
«Yo no sabría afirmar», dice el padre de la historia, Heródoto, «si los griegos han tomado de los egipcios el desprecio hacia el trabajo, porque encuentro el mismo desprecio establecido entre los tracios, los escitas, los persas, los lidios; en una palabra, porque en la mayoría de los pueblos bárbaros, los que aprenden las artes mecánicas, e incluso sus niños, son vistos como los últimos de los ciudadanos… Todos los griegos han sido educados en estos principios, particularmente los lacedemonios».
No voy a criticar a Lafargue por ser un soñador utópico, válgame Dios, sino por no haber llevado su anhelo hasta las últimas consecuencias y por optar a la más penosa de las jubilaciones: el suicidio. Además, algo del pesimismo lúcido de Fernando Pessoa y una dosis de su humor exhibe este yerno díscolo que amó a la bella Laura, hija revolucionaria y precursora.
Ahora, con un suegro como Carlos Marx, no había muchas alternativas de liberación personal ni de sueños creativos, menos bajo la sombra de ese coloso del pensamiento, aún no enterrado y en vías de resucitar, cada vez que la recurrentes crisis del capitalismo nos amenazan.