A vida é a arte do encontro.

(Vinícius de Moraes)

En el transcurso de una sesión memorable celebrada en el Parlamento español, el diputado Iñaki Anasagasti tuvo la oportunidad de recordarle a José María Aznar —a la sazón, presidente del Gobierno— la cita que encabeza el presente artículo. Lo hizo porque el jefe de filas del Partido Popular (PP), en el transcurso de un programa televisivo dedicado a la promoción del libro, presumía de ser, si no un voraz lector de poesía, sí, al menos, un amante que solía frecuentar el género con cierta asiduidad.

Así que, por si acaso lo había olvidado, el político vasco, con el genio que le caracteriza, dejó caer esa perla del gran poeta y exdiplomático brasileño con el preciso objeto de trasladar al ánimo de la gran derecha española la idea de que, aun obteniendo la mayoría absoluta, es preferible, en las labores propias de la administración, contar con la aquiescencia o colaboración del contrario antes que recurrir al método del mando y ordeno, al que tan acostumbrado estaba y sigue estando el personaje en cuestión, eximio representante de nuestra clase política más altiva e intratable.

En la vida, pero sobre todo en la política —que es una de las manifestaciones más trascendentes del devenir, por las consecuencias que acarrea para nuestra existencia—, el arte no es sino el de hallar el punto de concordancia con el otro —semejante, pero diferente— para articular una voluntad colectiva que resulte unitaria al tiempo que diversa.

Es en el respeto a la diversidad donde hallaremos el punto de unión que nos abre el espacio necesario para construir un lugar común. Carmelo Lisón Tolosana, antropólogo, lo ha formulado de esta manera: «La diferencia que realmente hace diferencia engloba semejanza».1

Al incorporar la visión del oponente, sopesando matices y aspectos de su propuesta o de su carácter, ensanchamos nuestra capacidad de diálogo. Y en el diálogo, invariablemente, daremos con la llave que nos abra la puerta del conocimiento mutuo; del descubrimiento de uno mismo en el lugar del otro. A partir de ahí, ya no tiene razón de ser el enfrentamiento como producto de una segregación negativa o la exaltación de aquello que afirmamos en nuestro campo para negarlo, de forma implícita, en el del contrario.

De este modo, por ejemplo, recordaremos que el proyecto europeo de afirmar, ampliándolo, un espacio común, no puede albergar por más tiempo en su seno el enaltecimiento de efemérides que —aun cuando no lo deseemos ni en conciencia lo pretendamos— suponen o entrañan la humillación intrínseca del contrario, históricamente vencido en tal o cual año.

Viene a cuento esta reflexión cuando, una vez más, constatamos el hecho cansino de celebrar victorias propias a costa de ajenas derrotas.

Esta realidad, de nuevo, se me ha hecho evidente al visitar la hermosa región de Provenza un 11 de noviembre. Recordaré que, a lo largo de ese día, se celebra en toda Francia el armisticio de la Primera Guerra Mundial tras la capitulación de las armas alemanas.

La pregunta, entonces, brota como la contradicción resultante de una paradoja: ¿Acaso Alemania y Francia no son ya el eje en torno al cual tratamos de reformular un proyecto común? ¿Qué sentido tienen, pues, esos himnos, desfiles, banderas… ese sentimiento patriótico que se abre paso en el corazón de cada francés para conmemorar la libertad reconquistada? ¿De qué libertad hablamos?

Esa libertad no impidió el asesinato de Jean Jaurès; ni tampoco el brutal exterminio de Rosa Luxemburgo y Karl Liebnecht. Todos ellos, como sabemos, partidarios de la paz y activos combatientes contra la espantosa carnicería que se desató en Europa desde 1914 a 1918. Un conflicto, además, que sirvió para detonar la Revolución rusa, que, latente, brotó del seno de un ejército exhausto, mal dirigido y humillado por oficiales incompetentes al servicio de un régimen tan déspota como cruel.

Aquella no fue sino la libertad de abrir nuevas vías para el comercio; y la disputa tuvo lugar por causa de una competencia que no deseaba, en modo alguno, sino afirmar la propia supremacía en detrimento de las demás que concurrían en el mundo/mercado de aquel entonces.

Así pues, un sentimiento de repetición estéril se abre paso cuando se comprueba, en no importa qué ciudades de qué países, ese tipo de conmemoraciones inútiles de carácter nacionalista. Es en esa tesitura cuando aparece la sensación de que el pasado vuelve para plantearnos la ecuación de un enigma no resuelto. Y otra pregunta, necesaria, se va positivando desde el negativo de una fotografía que pide ser revelada en la amable oscuridad de una luz que, tamizada, nos abre otra perspectiva ante el futuro que nos aguarda.

¿Por qué no celebramos aquellos hechos que, así en la vida como en la historia, nos unen en un mutuo reconocimiento de carácter constructivo? Las obras de Beethoven, de Cervantes, de Shakespeare, de Voltaire, de Schiller, de Mozart, de Goethe, de Molière, de Tolstoi —por citar solo algunos autores universales, que ya son de todos—, ¿no son acaso la argamasa, inteligente y sensible, de una voluntad que llama a construir un mundo nuevo sobre las ruinas de un orbe empeñado en autodestruirse?

Mientras no aprendamos esta sencilla lección que nos brinda la experiencia de tantas generaciones como nos han precedido, de nada servirán propuestas como la que estamos relanzando una y otra vez desde Europa.

Lo diremos una vez más y cuantas sean necesarias: el camino no es la guerra sino la paz. Y la paz no se erige mediante la ampliación de bloques militares y aumento de presupuestos de defensa.

Fue Mijaíl Gorbachov quien, en este sentido, nos brindó un ejemplo edificante: ante la realidad del progresivo hundimiento de la antigua Unión Soviética, su respuesta no fue la represión masiva de una ciudadanía postrada, sino el reconocimiento de que aquel universo, cerrado sobre sí mismo, había llegado al final de su periplo. Aunque tarde, su voluntad fue la de imprimir un giro radical en la política que, hasta entonces, había dominado la lógica de un planeta dividido y enfrentado a la posibilidad del holocausto nuclear. Y, a las puertas del invernal infierno que se vive actualmente en uno de aquellos territorios, la pregunta obligada es esta: ¿seguirá siendo Europa el triste peón de intereses ajenos, o, por el contrario, aún posee la capacidad de desplegar una iniciativa autónoma susceptible de arbitrar la posibilidad de un diálogo que, no por tardío, resulta menos apremiante?

En la respuesta a esta y otras cuestiones que aquí planteamos, cifrado, se halla nuestro destino. Para llegar a buen puerto, el mismo nos pide revocar todo aquello que nos aparta de nosotros mismos, invitándonos a practicar, no el arte de la fuga, sino el del encuentro.

Nota

1 Carmelo Lisón Tolosana, «Retablo de máscaras gitanescas».