Sergio era el bobalicón de la clase. Había pegado el estirón de la pubertad antes que los otros compañeros, por lo que a sus 12 años ya era un gigante de 1.80 m. Pese a su tamaño —altura y peso, pues rondaba los 120 kg— seguía teniendo cara de niño asustado. En realidad, era un tierno niñito asustado.
De figura imponente, resultaba incapaz de matar una mosca, por eso todo el resto del grupo, incluidas las mujeres, lo acosaba de continuo. No era mal alumno, aunque tampoco destacaba por sus notas. La pésima ortografía era su sombra negra. Incluso su nombre, en más de alguna ocasión, lo había escrito con errores: «Cergio». Término medio en todo: ni triste ni alegre. Siempre con una sonrisa a flor de labios, aunque nada la justificara, soportaba estoicamente las burlas.
En su casa no decía una palabra de las ofensas recibidas en el colegio. Secretamente, sufría horrores. Su rostro aparentemente alegre era una burda máscara que ocultaba un furioso volcán listo para estallar en cualquier momento.
Después de mucho insistir, consiguió que sus padres aceptaran inscribirlo en un gimnasio. Oficialmente iría a hacer ejercicios para reducir el ya incipiente abdomen. El fin real, oculto para sus progenitores, era tomar clases de boxeo. Nunca lo dijo en su hogar, pero ya desde el inicio dejó atónitos a sus preparadores: su fuerza en los puños era desproporcionada. No podían creer que un jovencito de 12 años pudiera abrir un considerable hoyo en la pared de un directo. ¡Y no se quebraba los nudillos!
Fue allí donde conoció a Mirtha. La jovencita, escultural muchacha quinceañera que concitaba la lasciva mirada de todos los varones del gimnasio, inmediatamente quedó fascinada con Sergio. Y él con ella. Fue Mirtha quien lo animó a salirse de su lugar de objeto atormentado, eternamente acongojado, sufriente. «Sos una cosa acosada», dijo con pícara sonrisa.
Esas palabras fueron suficientes para despertar en Sergio sus ansias de venganza. El dolor acumulado era tan fabuloso que una pequeña chispa podía encender el fuego. Y el fuego se encendió. Más que fuego, fue una monumental hoguera con ribetes sádicos, una pira inapagable que iba ardiendo cada vez más.
Eran varios los promotores del acoso, pero en especial dos: Marcelo y Martín. Sergio pensó en ir eliminando a todos los molestos; los líderes del grupo encabezaban la lista, aunque había muchos más.
Fue buscando la manera de encontrarse uno a uno con aquellos de quien deseaba vengarse, siempre a solas, sin testigos. El baño de la escuela era el lugar ideal. Fue así como los tres primeros «ajusticiados» requirieron, en todos los casos, sendas hospitalizaciones. Sus cross al rostro eran demoledores. Uno de los atacados terminó con el tabique nasal fracturado, necesitando operación; el otro perdió su ojo derecho. Un tercero, de los que más se burlaba, perdió cuatro piezas dentales y debió recibir cirugía restaurativa en el labio superior.
Las autoridades del centro educativo estaban escandalizadas. No había ninguna prueba que pudiera incriminar a nadie. Se dio parte a la policía de Montevideo para que actuara, pero la institución no supo bien cómo tomar cartas en el asunto. Destinó algún investigador, aunque este poco pudo hacer.
Se sospechó que podía ser Sergio quien estuviera tras todo esto tomándose venganza, pero no había modo alguno de demostrarlo. Eso no pasaba de la conjetura. El vengador, sabiendo que ya se habían encendido las alarmas en la escuela, prefirió cambiar un tanto las reglas de juego. Seguirían las venganzas —ya le había entusiasmado la obra—, pero tomándose otros recaudos. Ya no sería en la escuela.
Ante las sospechas que podían levantarse sobre su persona, Sergio optó por la seguridad. El ansia de venganza podía esperar. Más aún: si no tomaba las precauciones del caso, el plan podía estropearse.
Pasaron varios meses desde los primeros heridos. La dirección del establecimiento intentó por todos los medios mantener un bajo perfil para con lo sucedido. Dos de los jovencitos fueron retirados del colegio, y sus padres abrieron juicios. La policía y el sistema de justicia no sabían cómo proceder. Sergio sí.
«El sufrimiento padecido no podía quedar así», se decía. Su ahora noviecita lo alentaba a seguir adelante con su empresa. Quedaban todavía los principales, los instigadores: Martín y Marcelo. El acoso hacia él, luego de los rostros destruidos a trompadas, había cesado por completo. Ahora todo el mundo se acercaba amistosamente a Sergio. Incluso Beatriz, la más bonita de todas las muchachas, se le arrimaba en son de conquista. El ayer acosado ahora seguía sonriendo con su cara de bobalicón, pero permitía que la clase completa fingiera ser su amiga. Él también fingía.
Así fue como pudo conocer la dirección de la casa de Martín. Una tarde, con cualquier excusa, prepararon una visita de Mirtha al lugar. La jovencita, a quien el otrora acosador no conocía, logró que Martín saliera de su morada. Mientras lo distraía/seducía con cualquier banal argumento, de detrás de un árbol apareció Sergio, oportunamente enmascarado. De un aparatoso gancho al hígado derribó a Martín, quien ya en el suelo recibió ocho patadas en la cabeza. La conmoción cerebral sufrida le impidió terminar ese año escolar.
En la escuela ya todos estaban consternados, alumnos, maestros, autoridades, padres de familia. El verdadero sentimiento que cundió era de terror. ¿Quién sería el próximo?
Sergio jugaba a la perfección su papel de tonto. Igual que todos los jovencitos y jovencitas, se mostraba atribulado por los acontecimientos. Con su familia, que ya se había enterado de los sucesos, fingía extrañeza y preocupación. Algunos estudiantes sospechaban de él, pero no lo podían creer, pues los vejámenes ya habían desaparecido. Ahora todos lo querían, lo respetaban, incluso algunos lo admiraban. De esa forma, no había motivos. O no los había aparentemente. El odio acumulado seguía ahí. «La venganza es el placer de los dioses», escuchó por allí; la frase le pareció apoteósica.
Faltaba muy poco para finalizar el ciclo lectivo. Restaba aún por ajusticiar al principal, el que realmente había promovido los abusos desde dos años atrás, y que a inicios del presente año había llegado al colmo de orinar en la cabeza de Sergio: Marcelo.
Quiso la casualidad que, a dos días del final de las clases, terminando un recreo, ambos jóvenes se encontraron en el baño de varones. Estaban ellos dos solos; el resto de los muchachitos ya se había retirado (algunos iban a fumar a escondidas allí; eran sus primeros cigarrillos, por supuesto con toda la adrenalina de la travesura). Marcelo pretendió ser simpático, pero el tremendo uppercut de derecha de Sergio a la mandíbula del atacado no le dejó terminar la frase comenzada. Al caer, su nuca golpeó mortalmente contra un inodoro.
Sergio, al constatar la gravedad de lo sucedido, abandonó el baño con todo sigilo. Nadie vio lo acontecido. Solo un buen rato más tarde, al constatar la maestra que faltaba Marcelo en el salón, se prendieron las alarmas. Cuando llegaron los paramédicos en la ambulancia, el joven yacía boca arriba. No había nada que hacer: el golpe en la nuca había sido fatal.
El noviazgo de Sergio y Mirtha no duró mucho. Al hacerse pública la muerte de Marcelo, la muchacha interrogó estupefacta a su novio. Sergio negó rotundamente su participación. «Se debe haber resbalado y golpeado la cabeza al caer», respondió con frialdad. Como no había ninguna otra señal de agresión —el golpe en la mandíbula no podía constatarse—, finalmente se impuso la explicación de un accidente fortuito. Sergio, satisfecho, sonreía en silencio.
Andando el tiempo, la vida de todas y todos quienes habían vivido esos acontecimientos, siguió cursos muy diferentes. Mirtha alguna vez contó, cuando daba testimonios a la Comisión para la Paz que estudiaba el caso de los desaparecidos durante la dictadura de los años 70-80, que ella seguía sin entender qué había sucedido. A Sergio dejó verlo desde aquella época de la escuela primaria. Supo por terceros que él se había metido a la policía. Ella, al Movimiento Tupamaros, la guerrilla marxista del Uruguay. En una redada, junto con varios compañeros de militancia, fue hecha prisionera. Ya en la sala de torturas, el verdugo que se ocupó de ella se le hizo familiar. Aunque llevaba capucha y hablaba muy poco, su voz era inconfundible. Apenas si la golpeó. Se electrizó cuando escuchó que iban a violarla. El torturador del caso, a los gritos, mandó que se fueran los otros y que él se ocuparía. No termina de entender, ahora que pasaron muchos años, cómo fue que, medio drogada, apareció libre, no habiendo sido violada, arrojada en un descampado a las afueras de Montevideo. Lo más curioso, lo que se le hace absolutamente ininteligible, es el papelito que llevaba en su bolsillo del pantalón. «Grasias», decía.