El día que Lilián aprendió a manejar, se desencadenaron una serie de pequeñas tormentas que parecían no tener relación entre ellas, pero que, con un poco de atención y ojo fino, se podría descubrir el hilo conductor y ponerles remedio para que dejaran de ser temas que me quitaran el sueño. Es difícil de aceptar, pero parece que soy de lento aprendizaje y que me cuesta trabajo darme cuenta de las cosas, más cuando se trata de Lilián, ella es un terrible punto ciego que no logro ver en su justa dimensión.
Todo tiene que ver con el tema de la vocación de Lilián: ha intentado de todo. Estudiar y dejar de estudiar, probó varias carreras universitarias y técnicas, nada le gustó. Intentó dibujar, bordar, cocinar y obtuvo muy malos resultados. Quedarse en casa la hace sentir que es una inútil, no está lejos de la verdad, ¿pero quién soy yo para decírselo? Se supone que debo animarla y apoyarla. Sería terrible que no contara con mi sustento en la búsqueda de la felicidad. Así lo decía, lo exigía y hasta ponía los ojos en blanco. Así lo decía y cuando yo la escuchaba sentía la misma alegría que sintió el emperador Cuauhtémoc cuando le quemaron los pies.
La apoyo, más que por convencimiento o por consentimiento, por una cuestión de honor. Así es o así debe ser y yo apechugo y cumplo con mi deber. Ahora dice que está en un compás de espera y decidió inscribirse a esas plataformas tecnológicas para que socios conductores —les dicen socios, qué barbaridad— se conecten fácilmente con usuarios que buscan viajes seguros. Yo soy de otros tiempos, antes luchabas por tu licencia para manejar un taxi, la conseguías y la cosa no acababa ahí, había que gestionar el permiso y las placas para dar el servicio. Ser taxista era toda una ocupación para la que había que estar preparado, no todo el mundo estaba a la altura. Hay que saberse las calles, los rumbos, las rutas, los caminos de la ciudad y hay que tratar bien al pasaje para que vayan contentos y se bajen del coche felices.
Las cosas se han facilitado y ese es su nuevo proyecto. No pasan examen de conducción, nadie verifica nada, la licencia la sacan en línea. Ahora todo es por Internet. Así, sin ponerse a prueba de nada y dejando que todo avance sobre la marcha, así fue como a Lilián se le fueron acomodando las cosas para que se dedicara a ser socia de estas plataformas. A ella no le gusta que le digan que es chofer de taxi. Lo ve mal, dice que se oye feo.
En realidad, el problema es que Lilián maneja muy mal y ella cree que es tan competente como un corredor de Fórmula Uno. No. Para nada. Ni de cerca. Para prueba, había que tener la curiosidad de revisar su carro: descarapeladas por aquí, defensas despostilladas, rayones en la pintura, hendiduras en las portezuelas, pequeños golpes. Debo confesar que tampoco lo tiene muy limpio. El otro día despegué un chicle mascado del asiento del copiloto. Ese cochecito siempre está pegajoso.
No es eso lo único que contribuye a mi insomnio. Con honestidad, también es la colección de malos hábitos que adquirió para conducir: empujó el asiento del conductor de su auto hasta adelante, como si tuviera la firme intención de comerse el manubrio; ajustó los espejos laterales para tener la mejor visión de las portezuelas, aunque eso no le permitiera ver a los coches que circulaban a su lado, ella dice que así le gusta; no usa las direccionales en ninguna circunstancia. Lo peor es su manera de frenar, en vez de disminuir la velocidad en forma gradual, parece que patea el pedal del freno. Eso y que tampoco es orientada, cero orientada. Entonces, se la pasa mirando la pantalla de su celular para ver esa aplicación de tráfico y navegación que le dice cuál es la mejor ruta, pero siempre termina en andurriales que sé que son muy peligrosos. Si se lo hago notar, ella suspira y tuerce la boca. No quiero ni imaginar cuántas veces al día deja de ver al frente por concentrarse en el teléfono.
Cada que la tarde declina y la noche se oscurece, comienzan mis tribulaciones. Ceno sin apetito, me lavo los dientes con desgano, me unto crema en las manos con distracción, me abotono el pijama mal y el paroxismo llega al momento de meterme a la cama y poner la cabeza en la almohada. El cansancio se acumula en la espalda alta, detrás de los omóplatos y siento como si un par de agujas se me clavaran con furia. Los ojos se secan, las mandíbulas se aprietan y así no hay quien pueda dormir.
Curioso: tiemblo y sudo al mismo tiempo, con independencia del clima. Doy vueltas y apenas quedo en una posición cómoda, llega la urgencia de moverme. El reloj marca con gran lentitud el avance el tiempo y yo solo estoy al pendiente del teléfono para ver si suena o si la campanita anuncia un mensaje entrante. De pronto, el monstruo come sueños se materializa y es como si tuviera la capacidad de ver el futuro.
Por lo general, esas predicciones no se cumplen, pero una vez por semana me entero de que Lilián había tenido un percance de tránsito y, desde luego, había que irla a auxiliar. ¿Ni modo de no ir? Déjela sola, a ver si así aprende, incluso Frank el pintor me lo decía. Y es que no hay mes que ese pobre coche no se pase por el taller para una reparación. Ojalá, en vez de andarme dando consejos, me hiciera descuentos por ser su cliente frecuente. Ojalá.
Aunque me mortifica ver como de mi cuenta de banco salen cantidades regulares para sufragar las composturas, eso no es lo que más me preocupa. Tampoco son las habladillas y los consejos no solicitados de Frank, el pintor, ni los peligros —más imaginados que reales— por los que atraviesa Lilián cada que se pone al volante del carro, ni nada de eso. Gente preocupada hay mucha, por las mejores y las peores razones en el mundo. En eso, yo formo parte de la estadística.
Es el insomnio lo que estaba en el centro de mi preocupación. Es esa imposibilidad de dormir lo que me mortifica y me modifica. En serio, ya no soy esa persona amable. No hablo por hablar, por ejemplo, no tengo el mismo nivel de concentración, he dejado de saludar a mis vecinos, olvido las llaves en todos lados, se me pasan citas importantes. Encima, está la falta de energía física me hace ver con el pelo desarreglado, despeinado, fuera de lugar. Todos están notando esas alteraciones del comportamiento: el otro día me salí con las pantuflas puestas. Y de las emociones, mejor ni hablamos: se me salen las lágrimas y ni yo sé por qué estoy llorando, me enojo y grito. Vivo en un estado de frustración total, cuando me acuesto no puedo conciliar el sueño.
Ahora, hasta hago cosas raras. Tengo diecisiete gatos en casa y tres perros. ¿Por qué? Porque cuando veo una mirada de empatía no la puedo resistir. Siento que son los únicos que no me juzgan y hasta he llegado a creer que me quieren. Seguro me quieren más que Lilián, eso sí. Si me siguen, así sin otro filtro que agregar al lente, los dejo entrar a la casa. Tal vez tengo la ilusión de que el trabajo extenuante de cuidar tanto animal me haga dormir, que el calor de su cuerpo, el ronroneo o el agitar de colas me ayuden, al menos un poco.
He probado de todo: la leche tibia me revuelve el estómago, el té de tila de plano me da ganas de vomitar, las valerianas y las manzanillas me raspan la garganta y me aumentan la angustia, el sabor a caldo de pollo me reconcilia un poco con la vida y el vaporizador con esencia de lavanda hace que algo se armonice, pero la armonía dura unos cuantos segundos. Apenas me recuesto, el insomnio me martiriza. Ya sé que la primera solución es descubrir la causa y, si es posible, eliminarla.
Sí, para solucionar un problema, lo primero que hay que hacer es detectarlo. Yo lo tengo muy detectado. ¿Cómo le voy a quitar el coche a Lilián? Sería un golpe durísimo. Sería un golpe bajo. Le rompería en mil pedazos su sueño. No, imposible. Ya sé, también, que si el problema no se puede eliminar, o mientras trato de hacerlo, mi insomnio se debe tratar con medicación.
¿Sabe cuál es el problema, doctora? Que si me tomo esas pastillitas que usted me recetó entro en un túnel negro. No sueño. No tengo sueño ni sueños. Eso, eso es una calamidad. Y, encima, Lilián me está pidiendo que le cambie el coche.