—Hola. ¿Te puedo hablar un momento? Creo que te conozco…

Era el primer día del año y él estaba durmiendo en una silla de playa reponiéndose de la fiesta de la noche anterior. Entreabrió los ojos y se esforzó por encontrar la voz que le había hablado entre el desorden de gente, olas, nubes y gaviotas que lo rodeaban. Cuando el mundo dejó de girar, descubrió a una joven arrodillada a su lado. Era delgada y tenía puestos unos lentes de sol. Pensó en un ángel caído y su asombro aumentó cuando ella le dijo que había leído su novela y que solo quería un autógrafo. Esto le pareció de lo más inverosímil, sin duda un espejismo producto de los excesos de anoche.

Desde que había publicado ese libro, casi un año atrás, apenas se habían vendido sesenta ejemplares en la única librería que aceptó colocarlos en sus estantes. El resto de las trescientas copias que había mandado a imprimir estaban enterradas en una maltrecha caja de cartón en un rincón de su departamento. ¿Gracias a qué indescifrables mecanismos su libro había podido llegar hasta las manos de esta muchacha de piernas esplendorosas que no dejaba de sonreírle?

Se sentó en la silla de playa y le dijo que por supuesto. Recibió el bolígrafo que ella había sacado de su bolso y le preguntó cómo se llamaba: Alexandra. Bueno, entonces… Para Alexandra, con cariño. Le entregó el libro y el lapicero y ensayó su mejor sonrisa. Le preguntó qué le había gustado más de la novela. Ella respondió que el protagonista, un hombre que de verdad sabía cómo hacer feliz a una mujer. Él se quedó callado pensando en una réplica ingeniosa o provocadora, pero ella se le adelantó con otra pregunta:

—¿Podemos conversar un segundo?

—Claro, siéntate aquí si quieres.

—No, así está bien.

Le contó que estudiaba Ingeniería de Sistemas, pero que en verdad lo que más le importaba en la vida era leer y escribir poemas. Cuando terminó la secundaria, había querido estudiar Literatura, pero sus padres le dijeron que de ninguna manera, que no iban a permitir que desperdiciara su talento dedicándose a algo tan inútil. Ella era muy obediente así que no insistió demasiado. Pero ahora que ya había terminado la carrera y trabajaba, se había independizado de sus padres y estaba considerando la posibilidad de publicar un libro con muchos de los poemas que había estado escribiendo todos estos años. Anoche había estado con unas amigas celebrando el Año Nuevo y antes de volver a su departamento quiso venir a la playa. Cuando lo vio durmiendo tranquilamente, la casualidad de encontrar al autor de la novela que acababa de leer le pareció una señal innegable de que debía publicar sus poemas a como diera lugar. Y por eso se le había acercado, para que él la ayudara con la publicación. Deseaba encargarle la edición del libro. Le daría todo el dinero que pidiese.

Él no podía creer que en esta ocasión se le facilitaran tanto las cosas. Ahora la presa había venido cándidamente hacia él… Por supuesto que podía ayudarla, la editorial donde él había publicado su novela tenía también un sello de poesía. El editor era su amigo así que podría darle una mano. Ella le pidió su número de celular y quedó en llamarlo para una reunión en la que, además de definir los detalles del trabajo de edición, le enseñaría todos los poemas que quería incluir en el libro. Luego le dijo que ya tenía que irse y entonces él se puso de pie. Se despidieron con un beso en la mejilla. La quedó observando con excitación mientras ella se alejaba caminando lentamente sobre la arena, rumbo a la salida de la playa. No le quitó la mirada hasta que la vio, a lo lejos, subirse a una impecable camioneta negra.

Recibió la llamada tres semanas después. Estaba en su departamento viendo en la televisión una serie policial cuando escuchó que su celular vibraba sobre la mesa. No figuraba el número de quien hacía la llamada. Pero la reconoció de inmediato, era ella y su voz inquietante. Le proponía una reunión en su casa de playa al sur de la ciudad. El sábado a las cuatro de la tarde. Él le preguntó si vivía sola y sonrió cuando ella le dijo que sí. Ni bien cortó la llamada, caminó hasta la mesa de noche de su habitación y sacó el revólver. Se sentó en la cama y luego de extraer las tres balas que había en el tambor, empezó a limpiarlo. Había llegado nuevamente el momento. Y esta vez, insospechadamente, un libro que aún no sabía bien por qué quiso escribir y publicar había sido el anzuelo. Un libro…

Luego de dos horas de viaje en microbús, bajó en medio de la carretera. Se acomodó bien la gorra de béisbol y esperó varios minutos hasta que apareció un taxi. Se sentó en el asiento de atrás y aunque el conductor quiso entablar conversación, él solo le respondía con monosílabos. Al cabo de quince minutos llegaron a la entrada de la playa particular. Una tranquera impedía el paso a aquellos automóviles que no eran de los propietarios de las casas de la zona. Le entregó unos billetes al chofer y bajó del vehículo, que se alejó con el ronquido enfermo de su motor. Caminó hasta la esquina que ella le había indicado y no tuvo que esperar mucho, pues al cabo de unos segundos surgió una camioneta que avanzó lentamente hasta él. Cuando el vehículo llegó a su lado, la pudo ver, ahora también con los anteojos de sol, sonriéndole. Solo que esta vez le pareció que se trataba de una sonrisa marchita. Ella le dijo que subiera, su casa estaba un poco más allá.

Durante el camino, ella le preguntó cómo había estado estos días y si el viaje hasta allí había sido complicado. Él le respondió que había sido un recorrido largo, pero nada incómodo. Las cosas marchaban bien en estos primeros días del año, que se veía bastante prometedor. Por ejemplo, esperaba con ansiedad el momento de empezar a ayudarla con la publicación de su libro.

El auto entró a la cochera de una casa de dos pisos. Se bajaron y él le preguntó nuevamente si vivía con otra persona. Mientras caminaban por un largo corredor hasta la sala, ella le respondió que no, porque desde que había comprado la casa gracias a un préstamo, le gustaba pasar el verano allí sola, leyendo y escribiendo.

La sala era amplia y luminosa. Sobre una mesa de vidrio había varias hojas desordenadas. Ella las señaló y le dijo que de ahí nacería su libro. Le pidió que les fuera dando una mirada mientras ella iba por unos vasos de limonada a la cocina. Él se acercó a la mesa y tomó algunas de las hojas. Simuló leerlas, mientras trataba de definir en qué momento actuaría. Al parecer, ella no le había mentido y sí, vivía sola en esa casa. Hasta el momento todo estaba saliendo bien. Nadie lo había visto subir a la camioneta y nadie lo había visto entrar a la casa. Ahora se trataba simplemente de esperar el momento adecuado.

Antes de que ella volviera de la cocina con las limonadas, él había leído rápidamente un par de poemas tomados al azar. Luego de dar un primer sorbo a su vaso, le dijo que había quedado absolutamente deslumbrado por la belleza de sus textos. ¿De verdad?, dijo ella con emoción. Por supuesto, ese libro sería todo un éxito. El inicio de una serie de publicaciones. Después de esto, comenzaron a hablar sobre los detalles del proceso de edición.

Los minutos pasaban y por las amplias ventanas la tarde veraniega se iba despidiendo con tristeza. De pronto, ella se le acercó, lo tomó de la mano y le dijo que, desde que había terminado de leer su novela, se había enamorado de él y que ahora que su deseo de conocerlo se había hecho realidad gracias al azar, iba a aprovechar al máximo de su buena suerte. Él le puso un dedo en los labios y le dijo que no hablara más. Se besaron por largo rato y luego él la tumbó sobre el sofá. Le quitó la blusa con urgencia y le subió la minifalda. Estaba a punto de penetrarla, pero ella lo detuvo y le dijo que no tenían por qué correr ningún riesgo. Se escabulló y fue corriendo hacia las escaleras, iría a su habitación por un preservativo.

Mientras él la veía subir con los senos al aire y el cabello desordenado, dudó. ¿Por qué quitarle la vida si podía obtener de ella ese goce que hasta el momento solo había podido obtener mediante la violencia? Esta vez no había tenido que forzar a nadie, sino que voluntariamente ella lo había buscado. Finalmente, una mujer hermosa se había sentido atraída por él. Sin embargo, cuando estaba ya al borde de un cambio, reapareció en su memoria, como un monstruo en las entrañas, la herida. No, ella solo lo estaba usando. Como todas esas putas, solo pensaba en sí misma, solo quería beneficios para ella y nadie más que ella, él apenas si era su instrumento. Todas esas zorras eran iguales: unas arribistas que abriendo las piernas y gimiendo falsamente conseguían lo que querían. La rabia empezaba a calentarle la sangre, a apoderarse de su cuerpo. Su respiración empezó a agitarse y entonces pensó que la combinación de esta furia incontenible con la excitación sexual fulminaría su pecho en pocos segundos. Extrajo la pistola que había escondido debajo de un cojín.

Ella bajó ahora casi desnuda, calzando solo unos zapatos de tacón alto. Él la vio descender y caminar a la cocina. Quiso seguirla, pero ella le hizo una seña con la mano. Se quedó en la sala, escuchó cómo abría la refrigeradora, descorchaba una botella, y luego la vio aparecer con dos copas en la mano. Las puso sobre la mesa y se le acercó para besarlo. Minutos después, se echó sobre el sofá y le entregó el paquete con el preservativo. Le dijo que le hiciera el amor como si estuvieran a punto de morir. Él quería sacar ya la pistola, pero no pudo resistirse a probar primero ese cuerpo joven y hermoso que se le estaba ofreciendo. Le ordenó que se pusiera boca abajo y en ese momento aprovechó para volver a esconder el revólver. Rasgó la envoltura del condón y se lo puso atropelladamente. Hicieron el amor entre gritos, gemidos e insultos durante diez minutos.

Cuando acabaron, ella alargó la mano y cogió una de las copas de vino y le propuso un brindis. Él obedeció. Se miraban fijamente sin hablar. Luego de varios tragos recién él pudo ponerse de pie y caminar hacia donde había escondido el revólver. Cuando ella vio que estaba apuntándole con el arma, dejó caer su copa, se levantó del sofá y le preguntó gritando qué es lo que estaba haciendo. Él, mientras quitaba el seguro del arma, le ordenó que no se moviera. Le apuntó al pecho y le dijo que era una ramera, una puta que pretendía usarlo, una escoria para la sociedad con la que él debía acabar, una… Entonces, sintió que súbitamente se le cortaba la respiración y en segundos vio que un remolino negro se tragaba todo lo que estaba a su alrededor. Llegó a apretar el gatillo, pero el disparo no impactó en ella, sino en la pared. Cuando se derrumbó en el suelo, empezó a convulsionar, a botar espuma por la boca como poseído por un demonio. Ella lo miraba con los brazos cruzados. Delicados ríos de lágrimas rodaban por su rostro. Pero se dijo que era absurdo ponerse así. Había acabado con ese hombre evitando que siguiera cometiendo esas atrocidades que, alguna vez, también habían cometido contra ella. Pensar que cuando hackeó el correo electrónico que encontró en la solapa de esa inolvidable novela de amor, había pensado encontrarse con un alma tan pura como la suya.

Bajó todas las persianas, caminó nuevamente hasta el cuerpo inerte y le volteó el rostro con un furibundo puntapié.

Nota

Este cuento forma parte del libro Ficción TV (2022), disponible en formato físico y digital.