La isla, novela póstuma de Aldoux Huxley (1894-1963), publicada en 1962, aunque no llegó a igualar la fama de un Un mundo feliz, escrita treinta años antes por el mismo autor, es una obra de sumo interés para la época actual.
En la utópica isla de Pala, prohibida para los extranjeros, llevan tres generaciones tratando de combinar lo mejor del mundo occidental y el oriental: han sido capaces de dotarse de una organización social y de una tecnología agrícola que les ha permitido acabar con el hambre y la pobreza y, por otro lado, han desarrollado una espiritualidad, unas prácticas de meditación y de atención al «aquí y ahora» y un sistema de educación que conjuran la parte más codiciosa y egoísta del ser humano. Por la isla revolotean un tipo de aves parientes de los papagayos que pronuncian con frecuencia la palabra «Atención». Y, como no han querido contaminarse con la sociedad de la abundancia, se han negado a otorgar concesiones a las grandes compañías petrolíferas huyendo de las jerarquías, desigualdades y moral no deseada que las megaempresas traen consigo.
Merece la pena detenerse en los valores que Huxley imaginó para Pala y que se inculcaban a infantes y jóvenes porque, 60 años después, todo indica que en Occidente padecemos una importante crisis de principios. Por supuesto que tenemos otros graves problemas, como el cambio climático, las grandes desigualdades sociales, el millón de especies de animales y plantas que hemos puesto en peligro de extinción, las inacabables guerras o el auge del odio hacia el otro, hacia la persona inmigrante, homosexual, pobre o votante de otro partido.
Pero, cabe preguntar, ¿acaso esos graves problemas no están estrechamente relacionados con la falta de valores éticos y con el auge, en este «modelo» de sociedad, del egoísmo, el individualismo, el consumismo y la supremacía del «yo» sobre los «demás», como si una persona pudiera sobrevivir siquiera un día sin el concurso de la panadera que cuece el pan, el lechero que ordeña la vaca, el agricultor que cultiva lechugas y zanahorias, el carpintero que levanta la mesa donde almorzamos, la médica que vela por nuestra salud o el mundo de la cultura que alimenta nuestro espíritu?
En La isla, Will Farnaby, periodista contratado por el presidente de una de las grandes compañías petrolíferas, consigue arribar en un velero a las costas de Pala. Lleva la encomienda de contactar con influyentes personajes, partidarios de «escorar» más el país hacia Occidente y entusiastas, por supuesto, de explotar el abundante petróleo del subsuelo. En su peligroso desembarco, Farnaby sufrirá un accidente, lo que dificulta su deportación. Los dirigentes de Pala deciden entonces tratarlo como huésped y mostrarle cómo funciona la isla. Y no hay que contar más para no estropear la lectura.
Volvamos a los valores. Aunque los cambios sociales son necesarios para la mejora de las sociedades, parece habernos faltado la combinación de los gobiernos transformadores —y los movimientos sociales que los sustentan— con el «cambio interior». Sin este, el riesgo de que las transformaciones fracasen es elevado. Lo hemos visto tanto en los países en desarrollo —recuerden el caso de Ortega en Nicaragua, convertido en otro Somoza, o el de Mugabe en Zimbabue, líder contra el apartheid y el colonialismo, transformado después en otro dictador—, como en EE. UU., con la llegada de Trump a la presidencia o en Europa, con el auge de la intolerante extrema derecha.
El sistema occidental ha llevado al extremo el «sálvese quien pueda». Los avances logrados antaño con los acuerdos entre el capital y el trabajo, la cooperación entre naciones, el multilateralismo o las Naciones Unidas, están tocados. La especulación financiera, los intereses de la banca, de las grandes compañías tecnológicas, petroleras, farmacéuticas, de armamento, campan por sus respetos. Y si el problema del socialismo soviético fue olvidar al individuo, el problema del capitalismo actual es olvidar a la colectividad. «La sociedad no existe, existe el individuo», peroraba Margaret Thatcher.
En una leyenda cherokee, un abuelo le cuenta a su nieto que, dentro de cada persona, luchan dos lobos: uno representa la ira, la envidia, los celos, la tristeza, la codicia, la arrogancia, el resentimiento, la mentira, la falsedad, el orgullo, la superioridad; el otro simboliza el amor, la alegría, la paz, la esperanza, la serenidad, la humildad, la bondad, la lealtad, la generosidad, la verdad… El nieto pregunta: «Abuelo, ¿qué lobo gana?» Y el cherokee responde simplemente: «El que tú alimentes».
En Pala, la isla imaginada por Huxley, la población se inspira en el budismo. «Te muestro el sufrimiento —dijo Buda—, pero también su final». La respuesta está en el conocimiento de uno mismo, en la aceptación de lo honroso y lo deshonroso que somos, única forma de poder cambiar. Los clásicos de la filosofía griega también insistían en ese «conócete a ti mismo», un conocimiento que permite alimentar al «lobo bueno» y que nos conduce a los demás: «No quieras para los demás lo que no quieras para ti», la regla de oro de la filosofía kantiana.
La pregunta es: ¿podemos todas las personas llegar al conocimiento o es algo que queda reservado a los iniciados, a los iluminados? En Pala creían que sí, que la mayoría de la población podía conseguirlo. ¿Cómo? Sobre todo, a través de la educación.
En la isla utópica se enseñaba desde la infancia a tener plena consciencia del mundo y a gozar de esa consciencia. «Las cosas más corrientes, los sucesos más triviales, son vistos como joyas y milagros», explicaba uno de los líderes espirituales a Will Farnaby. ¿Por qué habrían de recurrir a autos y motocicletas de lujo, a las costosas bebidas de importación si, además de que no podían permitírselo, tampoco lo necesitaban, pues lo que deseaban era ser felices de una manera distinta a la que ofrece el consumo compulsivo?
En Pala hemos conseguido resistir la tentación a la que sucumbió Occidente: la del sobreconsumo. No enfermamos de la coronaria tragando seis veces más grasas saturadas que las que necesitamos; no nos hipnotizamos hasta el punto de creer que dos receptores de televisión nos harán dos veces más dichosos que uno.
En la infancia y adolescencia se enseñaba a experimentar lo que une a todos los seres humanos, lo que nos iguala y, a la vez, la singularidad que cada uno de nosotros/as somos. Se analizaba cada caso, cómo era cada niño/a, su grado se sociabilidad, su talento para las distintas ramas del saber y las artes, su mayor o menor predisposición a caer en las garras de cualquier charlatán embaucador, para evitarlo, para reforzar su autodominio. Y cuando se había diagnosticado la personalidad de cada uno, se hacían coincidir poco a poco, en las aulas, los distintos tipos de personas, para que todos entendieran que cada individuo tiene derecho a ser respetado.
Huxley ya imaginó para su isla la necesidad de explicar desde la infancia que todo lo que tiene vida guarda relación: los bosques con la lluvia, la lluvia con los arroyos, las aldeas con los arroyos y el campo que las rodea... «Podremos vivir en este planeta mientras tratemos a la naturaleza como queremos que nos traten a nosotros». Y en Pala toda la población dedicaba un tiempo a la agricultura o a algún tipo de trabajo manual. La satisfacción con el trabajo estaba por encima de la productividad.
Aprovechando las cavilaciones de Huxley, permítanme un salto a la sociedad actual. Primer asunto: ¿no tiene todo el sentido la existencia de una educación pública de calidad para que los estudiantes se mezclen, conozcan sus similitudes y sus diferencias y se respeten y tengan en cuenta, además de que así se igualan las oportunidades y se aprovechan todos los talentos? Y, al contrario, ¿no habría que evitar la educación privada y elitista para los hijos de los más pudientes, una segregación que provocará que las futuras élites no se reconozcan entre las demás personas y que, cuando ejerzan el mando en empresas y gobiernos, se desentiendan de su suerte? Si los dirigentes empresariales que se niegan a negociar subidas en los salarios mínimos o revisiones en la remuneración acordes con la inflación hubieran crecido en las mismas aulas que los empleados y trabajadores, ¿se mostrarían igual de obstinados?
Segundo asunto: ¿no tiene también todo el sentido la educación para la ciudadanía, la educación en valores, en actitudes éticas hacia los demás, como la integridad, el respeto, la amabilidad, la gratitud o la generosidad? No es necesario recordar que quienes se oponen a la educación en valores son los mismos que propugnan el «sálvese quien pueda» y los que acaban bajando los impuestos a los más ricos. Son personas dignas de todo respeto, por supuesto, pero mientras no vean la necesidad de ocuparse más de los demás, será mejor que los grupos que las representan permanezcan en la oposición.
Otro elemento potenciador de los valores éticos serían las prácticas en el campo y en sectores como el sistema de salud, la educación, los cuidados o el medio ambiente. Los jóvenes en ese «servicio civil» aprenderían ocupaciones útiles y enriquecedoras y a valorar el trabajo para los demás. Después, si el sector privado no provee suficientes empleos, el sector público debería garantizarlos con una remuneración digna, para que todas las personas se sientan partícipes de su colectividad.
En la Pala que imaginó Huxley se recogen otros muchos asuntos: carecían de ejército, el control de la natalidad no ofrecía dudas; el cooperativismo florecía, aunque había espacio para la iniciativa privada en pequeña escala… pero nadie podía volverse mucho más rico que el común de la gente.
La dimensión espiritual, los valores éticos, son esenciales para entender nuestro lugar en el mundo, para construir una relación profunda con nosotros mismos, con el resto de la humanidad y con la naturaleza, para encontrar el sentido a una vida que de otro modo carece de sentido. Los gobiernos transformadores, interpelados por la sociedad civil organizada, deben impulsar de manera valiente los valores éticos en las escuelas sin dejarse influir por los gritos de los conservadores, esos de: «¡Contra el adoctrinamiento en las aulas!» También pueden potenciar espacios para la meditación y el yoga, para conocernos mejor, estar más centrados y tener más en cuenta a los demás. Hay brotes verdes: algunas universidades occidentales estudian ya el efecto benéfico de la meditación en las personas que la practican, y hay maestros que no descuidan las lecciones éticas en las escuelas. Consideran, correctamente, que el cambio individual, junto con el social, es el camino. La isla de Pala puede servir de inspiración.