Frontera de Siria con Jordania, finales de 2013.
Nabila sabía que embarcarse hacia ese destino sería como cortar el agua con los dedos. Estaba decidida a meterse en un agujero del mundo y ponerse por unas semanas en la piel de quienes lo padecían. Recordó su vida en Antigua. Vivir mirando por la mirilla, revisando lo que estaba a su alrededor, pensando que en cualquier momento alguien le pondría una pistola en la cabeza o sería víctima de un secuestro exprés o de una violación. Ahora le atormentaban los misiles, los proyectiles que lanzarían drones pilotados muy lejos de allí. Las grietas azules eran bocas abiertas en el hielo transparente por donde cabían ausencias injustificadas y mucha impunidad. Amenazas como gigantes helados que aparecían en un cuadro donde el agua estaba pintada. Un gran soufflé de hielo horadado, herido, sin minerales. Violencia perteneciente a otro tiempo que quedó para recordarnos la parte siniestra de la naturaleza humana. Ante la ausencia de oxígeno, el azul permanece. Nabila seguía atenta a ese paisaje mental y estéril. Árboles que los vientos volteaban para un lado: soldados retorcidos como en una obra del Bosco, librando una batalla, algunos amputados. Habían sido testigos del avance del glacial sobre su propia leche, de sus derrumbamientos, de su erosión, de sus témpanos que se precipitaban dejando un estruendo capaz de perturbar la quietud y el silencio.
En su vuelo a Amán se encontró incómoda. O quizás era una paranoia. Un hombre que decía haber trabajado para la seguridad de Estados Unidos ocupaba el asiento de al lado. Ya le había pasado años atrás, en una reunión internacional que concentraba a organizaciones de la sociedad civil procedentes de todo el mundo. Otro espía llamó a la puerta de su habitación pidiéndole ayuda porque el hotel estaba abarrotado. Siendo ella tunecina, que hablara inglés no era un dato que pudiera darse por supuesto. El agente, un robot con encanto que aportaba detalles innecesarios, estaba bien entrenado e iba preparado para jugar en distintos terrenos. Nabila quiso ir un poco más lejos para confirmar sus sospechas. Pasaron parte del día juntos y, aunque se despidieron al atardecer, el americano encontró la fórmula para volver a su habitación y desnudarse. Nabila tuvo que llamar a recepción mientras él se esfumaba dejando los calzoncillos olvidados. Lo imaginó enviando información a la CIA sobre su modelo de computadora o la marca de champú que usaba, guardando muestras de pelo o la impresión de huellas dactilares en bolsas de plástico. Si un segundo espía le había sido asignado en ese vuelo a Amán, este parecía más relajado e imprudente. Era difícil creer, como le contó, que aquello fuera un viaje de placer. La zona ya no estaba para visitas turísticas. Le entregó su tarjeta. Había trabajado durante muchos años como ingeniero nuclear para el laboratorio Los Álamos y hablaba ruso como segunda lengua. Le dijo que era la primera vez que viajaba a Jordania, aunque en el área conocía bien Turquía. Había sido uno de los destinos más frecuentados por motivos de trabajo, junto con Rusia, Japón, Francia o Reino Unido. Nabila se cercioró de que no hablaba árabe. Si todavía servía a la inteligencia norteamericana, su misión sería muy técnica. Durante el vuelo trató de explicarle cuestiones complejas sobre la ingeniería nuclear, descripciones sobre la mala calidad de las bombas rusas que ella no podía entender. Nabila aprovechó el efecto del vino tomado durante la cena para dormirse; aquello le había dejado exhausta. Para su sorpresa, el supuesto espía respetó su descanso y, cuando bajaron del avión, no trató de seguirla a ningún lado.
Esa misma noche, Nabila soñó con Jean-Paul. Iban en un autobús repleto de personas que lanzaba bramidos desde sus antiguos engranajes, como señales de alarma. Bordeaba una carretera que serpenteaba un puerto de montaña de curvas cada vez más cerradas. Era un país extranjero empobrecido y desigual como muchos que Nabila había conocido. Decenas de ojos la interrogaban. Las ventanas estaban abiertas, sus goznes oxidados, los cristales rotos; el aire penetraba cabelleras alborozadas, rezumaba el sudor de los cuerpos. En los altillos se agolpaban desordenados los equipajes: bolsas de tela o plástico, hatillos o sacos. Muy diferentes a las maletas de cabina de los aeropuertos. Algún animal gimoteaba en una caja de cartón. El vehículo avanzaba con dificultad por cuestas cada vez más empinadas, bordeando el río. Un volantazo inesperado precipitaba lo que había estado temiendo: el autobús se escurría por el acantilado. Nabila podía salir a tiempo por una puerta entreabierta mientras Jean-Paul se hundía en el río con el resto de los viajeros. Tardaba unos instantes en llegar a la superficie. Ella lo observaba desde las alturas, alabando su naturaleza de pez. Jean-Paul se daba unos segundos para recuperar la respiración antes de sumergirse de nuevo en el agua para buscar supervivientes. Nabila le gritaba por poner en riesgo su vida. Las montañas reverberan el eco de su voz. Aunque el gesto le pareciera inútil por el tiempo transcurrido, Nabila se avergonzaba de no tener su valor para lanzarse a esas profundidades oscuras. Jean-Paul subía por fin y reparaba en su presencia. Los dos eran ya conscientes de lo que acaba de pasar. No conocían a los pasajeros, pero iban en el mismo autobús, hacia el mismo lugar, y todos acababan de perecer en el fondo del río. Nabila se despertó intentando descifrar las señales: ¿el autobús representaba alguna causa común?, ¿había que salir a tiempo de algún lugar?, ¿era Siria ese lugar?
En el hotel de la capital jordana trató de relajarse. No iba a ser la primera vez que pisara suelo sirio. En aquella otra ocasión se había unido a una visita turística a las ruinas de Palmira. Todavía recordaba a la guía hablando de los beneficios de esa tierra para el cutis y la piel. Muchos de los congregados dejaron de prestar atención y empezaron a recogerla en bolsas de plástico y botellas de agua vacías. Nabila pensó en la voracidad del ser humano, parecía que no bastaba con los tesoros y pinturas milenarias orientales que amontonaban los museos occidentales. Pero este viaje, en plena guerra, era muy distinto. El horror se había impuesto y ella había elegido exponerse. La sombra del temor la perseguía. Demasiadas batallas en un campo de minas sin avisos ni señales. Sintió su peso cayendo sobre una alfombra imaginaria con las mismas cenefas que la de su abuela. De alguna forma, ella estaba allí, sosteniéndola, invitándola a salir a otra dimensión. Muy pronto empezó a flotar desprendiéndose de los muros que la protegían. El viento cálido la arrastró hacia el mar, que mojó su cuerpo procurándole una suerte de purificación. Después recorrió el bosque y las hojas, adheridas a su piel la envolvieron, junto con la arena de la playa y el polen que viajaba buscando lugares frondosos donde reproducirse. Sentía que era aire envuelto en hojas de alcornoque, aderezado con agua salada, embadurnado de barro. Por donde su cuerpo pasaba, manejado por el viento como un muñeco inflamable, iba impregnándose de todo aquello que le circundaba. Relajada al fin, sin más tarea que la de esperar los designios de los elementos, no pudo evitar que al atravesar una zona industrial arrastrara miasmas de CO2 en su corazón.
Unos días antes de dejar Túnez, inquieta por su propia decisión, había asistido a un centro ayurvédico. Creyó que solo quería aliviar el malestar en sus cervicales. La terapia a partir de los chakras comenzaba con un lavado de pies. Todo le pareció inesperado y, al mismo tiempo, previsible. Eligió tres cartas entre siete con los ojos cerrados mientras las luces iban perdiendo intensidad. Cada una simbolizaba a un chakra. Después su olfato se decidió por uno de los tres: Anahata, el cuarto chakra, localizado en el centro del pecho, en el esternón. El chakra donde confluían las energías, a medio camino de los demás, centro del amor verdadero e incondicional. El chakra que recordaba cómo tomar decisiones guiadas por el corazón, que superaba la barrera del yo de los tres chakras inferiores y se abría al nosotros, que recordaba que cualquier acto hecho hacía los demás también se dirigía hacia uno mismo. La masajista le había dicho: «Tienes que quererte más. Lo das todo y es importante dejar un poco para ti también». Una voz de su interior ponía las palabras de su padre: «Tú vales mucho». Hacía años que se había ido para siempre, pero ella seguía necesitándolo. Tanto que de pronto se dio cuenta de que el motivo principal de aquella visita no se debía a las cervicales.
Era difícil encontrar un equilibrio cuando su propia convicción le arrastraba al infierno. Cada mañana regresaban las noticias: otra embarazada había muerto en un puesto de control fronterizo dando a luz; las niñas y mujeres se vendían en mercados de esclavos; el mar se había tragado los sueños de personas que huían de la opresión y la pobreza. Una no podía quedar al margen estando tan cerca. Las mismas organizaciones con quienes había colaborado durante los últimos años habían sido aniquiladas, sus dirigentes torturadas, asesinadas. Las violaciones crecían en medio de los combates, los misiles, las balas, las lanzas de las guerras pretéritas. La falocracia. Todas preparadas para penetrar la carne, para hacernos menos humanos, para demostrar otra vez que no necesariamente éramos el ser vivo más intuitivo del planeta. Nabila creía que la batalla había que darla destruyendo los valores que el patriarcado imponía, poniendo a salvo de su dictadura a hombres y mujeres. Construir desde un muro en blanco. Siempre había demasiados idiotas y mediocres acatando las órdenes de los sátrapas. La inteligencia exigía el desafío de lo establecido cuando el honor rompía todas las lógicas.
El primer campo de refugiados que visitó la dejó sin habla. Aun así, superó su malestar para charlar con las personas que llevaban meses allí instalados: niñas sin escuela, profesionales sin ocupación, obreros sin fábricas, campesinas sin tierra. Las mujeres fueron más receptivas a sus preguntas. Expresaban el sentimiento desde el cuerpo, con pequeños detalles que encerraban un mundo en historias personales. Selma, que daba atención sanitaria en el campamento, le contó que había huido después de que todos sus compañeros fueran asesinados en un ataque al consultorio médico donde trabajaba. Otras conversaciones brotaban espontáneas mientras realizaban actos cotidianos como lavar la ropa. Les gustaba recordar de dónde venían. Nabila contemplaba contoneo de sus brazos, expresando abertura o recogimiento, regocijo o congoja; y también la fuerza de las pisadas contra el suelo que servían para soltar lo que engarrotaba al cuerpo, lo que no dejaba espacios para esparcirse y crecer.
Se había detenido el corazón. Lo veía palpitar en el vaso de agua teñido de sangre. Los niños conocían que ese espacio de cristal, por muy transparente que fuera, paralizaba. Era una cárcel para cuerpos que laten. El ahogo de las pasiones, la balada de un reloj sin disimulo, el estímulo fugaz de una explosión… Meteoritos de goma que no destruyen ni mutan la naturaleza de las cosas. Amal le había contado que los antiguos egipcios creían que cuando alguien se moría pasaba por el juicio de Osiris, donde Anubis ponía el corazón del difunto en una balanza. Si pesaba menos que la pluma de Maat, símbolo de la verdad universal y la justicia, el alma se condenaba, pero si la balanza quedaba compensada, entonces la persona alcanzaba la inmortalidad. El corazón de Nabila, pesado o no, tenía el color de la tierra africana, el sabor del Mediterráneo, la textura de la madera del olivo y la intensidad del cielo expandido de los atardeceres. Un corazón ardiente que estaba a punto de penetrar a Siria.
Contempló el esqueleto de un árbol a través de la ventana del auto con el que acababa de traspasar la frontera: las hojas secas danzaban por un suelo que dejaba a la vista sus raíces. Parecían querer gritar desesperadas ante tanto calor y tanta guerra. Por primera vez en su vida deseó tener poderes sobrenaturales y un bastón de canelo para parar toda esa locura, como el que usaba el jefe de la comunidad mapuche para representar la paz. Recordó el sabor picante de su semilla que una vez probó. Sería muy duro padecer lo que otros llamaban «daños colaterales» de las guerras. Pero ya era tarde para dar marcha atrás. Abrió su cuaderno azul y, pese al movimiento, quiso dejar escritas palabras que no tardaría en llevarse el viento:
Otra vez vuelo
sin despegar los pies del suelo
Asumo el riego por conocer a la otra
Incorporo las mutaciones
a una máquina que cree saber lo que necesita.
Podría decir no
y convertirme en quien no soy
renunciar a buscar en sus voces
aquello que nunca encuentro
en las estancias cómodas del mundo.