A veces vienen poemas,
se apiadan de mí
y me cuentan historias tristes,
pero ninguna como la tuya.
Cuando después de tres años volví a Hiroshima, ignoraba que me iba a ocurrir un acontecimiento difícil de olvidar.
En Japón y en septiembre, anochece muy pronto, sobre las 17:30, ya es la hora en que es difícil oírle al crepúsculo una palabra de consuelo.
El mismo día en que llegué de Tokio, alrededor de las 16:00, entré al Parque de la Paz por la parte opuesta a la de la sobrecogedora Cúpula de Gendaku, el único edificio que, estando muy cerca de la explosión atómica, permaneció en pie el 6 de agosto de 1945. Después de la guerra se pensó en demolerlo, pero la oposición de los habitantes de Hiroshima hizo que se conservara en el mismo estado en que quedó como un símbolo descarnado de la barbarie humana y en 1996, la UNESCO lo declaró Patrimonio de la Humanidad.
Está junto al río Ōta y por las noches con la iluminación artificial se destaca el interior, donde muchas personas fueron vaporizadas por la bomba, lo que añade, si eso fuera posible, más horror y tristeza a esas ruinas.
De pronto, vi a lo lejos el monumento a Sadako, me sorprendió haberlo localizado con tanta facilidad y me dirigí hacia él.
Al llegar, como no había nadie, pude fijarme con más detenimiento en las estatuas de los niños que están junto a ella. Según he leído, son «ángeles» que representan a las criaturas que también murieron. En ese momento, no puede dejar de pensar en todos los niños que han muerto en nuestras costas, porque sus padres buscaban un mundo mejor para ellos. Recordé la imagen estremecedora de Alan Kurdi, el niño sirio, tan pronto olvidado, que yacía boca abajo ahogado en una playa de Turquía, cuando su familia huía de la guerra.
¡Pika-don! ¡Pika-don!
Gritaban los niños que marchaban
sin cumplir el mandato de envejecer.
Dejaron sus nombres
donde se teje la geometría del dolor,
yo lo he visto, desde donde te escribo
con gramática infantil.
Regresé al hotel con el atardecer ya avanzado y con la satisfacción de haber podido ver a Sadako en mis primeras horas en Hiroshima.
A la mañana siguiente, volví al parque sobre las 8:00. También el día despunta muy pronto en Japón, pues sobre las 5:30 entran a raudales rayos gamma, infrarrojos, ultravioletas y algunos otros, en las siempre mal emparejadas cortinas de los hoteles.
Fui por el mismo camino de la tarde anterior, ya que era el más directo desde el lugar donde estaba hospedado, pero me sorprendí al no ver la estatua de Sadako donde la había visto. Tuve momentos de estupor y de duda. ¿Qué estaba pasando? Me cercioré de que había hecho el mismo recorrido, pero no entendía la situación.
Seguí caminando con recelo hacia el lugar donde me parecía que estaba el monumento y, efectivamente, tras los árboles, allí estaba ella, con la gran grulla metálica que se eleva por encima de su cabeza. Esta grulla jamás volará, pero queda el deseo de la niña y de muchos millones de personas de que vuele nuestro anhelo para que sean abolidas las armas atómicas. ¡Nunca más, Little Boy! Como primer paso para conseguir paz y justicia en el mundo.
En días posteriores, sentí la misma turbación e incluso el temor, conforme me acercaba, al no encontrar una explicación lógica acerca de lo que me ocurría cada vez que iba al parque.
Tengo que hacer la aclaración de que no creo en sucesos paranormales, esotéricos ni en nada parecido. Soy, tal vez, excesivamente racional y no comprendía cómo la había visto con tanta nitidez el primer día, si estaba delante los árboles que sobrepasan en altura el monumento.
Estas cuestiones son las que hacen que uno se pregunte, si el cerebro, ese órgano que a veces sentimos como ajeno a nuestro cuerpo, no juega con nosotros.
Por supuesto que este asunto no lo comenté con nadie, porque no me iban a entender y lo más a que podía aspirar era a una mirada condescendiente.
Traía en mi maleta grullas de origami que habían hecho los niños y los amigos en España para llevárselas a Sadako. La llegada del tifón Nanmado, que me impidió salir de la habitación del hotel, me dio la oportunidad de buscar la forma de presentarlas, pues según la tradición, deben ir cosidas una a una de una forma especial. La señora Tomoko Aikawa, presidenta de la Fundación Sadako de Hiroshima, que se dio cuenta de mi impericia, me indicó que podía llevarlas pegadas en un álbum. Eso fue lo que hice y la recepcionista del hotel puso en la portada: 世界の平和! (paz en el mundo). ¡Gracias Aiko y gracias, Tomoko!
En Japón, la grulla es un ser mitológico que «vive» mil años y de ahí surge la leyenda senbazuru que literalmente quiere decir «mil grullas».
En total dejé 260, lejos de la cifra mágica, que es cuando se transmutan y los kami hacen que se cumplan los deseos. Nosotros no pedimos un deseo personal, sino que repetimos 260 veces lo mismo que está escrito en la base del monumento de la niña hibakusha: «Ahora y siempre, paz en el mundo».
Allí, el día 20 de septiembre quedaron nuestras grullas, entre miles, tal vez millones depositadas por manos anónimas y amorosas de todo el mundo.
Con la inquietud de no encontrar respuesta al extraño suceso del primer día, marché, tempus fugit, una mañana o una tarde, tal vez fue una noche de plenilunio o durante un cuarto menguante con nostalgia creciente, cuando septiembre se marcha en silencio, achica crepúsculos, envía cartas al otoño y transforma colores. Allí dejé a Sadako y a los ángeles, sabrá Dios hasta cuándo.
El parque ahora tiene
el color de los tristes.
Entonces, he pedido un deseo:
venir a verte con mis niñas morunas.
Pero quisiera recordarte
en la leyenda del hilo rojo
y en los reflejos
de las casas encendidas
de la última noche junto al Ōta.
Cuando regrese a Barcelona, seguramente, estará amaneciendo. Con las primeras luces llegará un día nuevo que pondrá cansancio viejo entre los músculos.
Vendrán conmigo palabras ya dichas que no han querido quedarse, porque no tienen razón de ser en otros labios, pues la memoria es un paisaje al que nunca se vuelve y el tiempo es un compañero extraño que muchas veces traiciona y deja vacíos tan grandes que todo lo llenan.
Mi íntimo sakura es que por la primavera llegues al Mediterráneo. Verte rebrotar, poder vivir sin permiso de nadie y guardar el legado de los que se fueron.
Gastar la vida y saber que solo se aprovecha si se aloja en el corazón.
Pero, ahí estás tú, siempre adolescente.
Entonces entorno los ojos, escalas hasta ellos y fluyes: Lágrimas negras, cantó Compay Segundo.