A principios de este mes tuve la suerte de viajar a La Gomera. Hacía muchos años que por distintas circunstancias no había regresado a la isla. Allí, desde un pequeño pueblo, Agulo, divisaba Tenerife con el Teide, coronándola, majestuoso e impávido, mientras una bruma ocre de calima se iba asentando sobre sus faldas.
Al tiempo que observaba el sol saliendo e inundando con su luz dorada toda aquella maravillosa estampa, me preguntaba cómo se habrían sentido los gomeros de antaño ante tan extraordinaria visión.
De inmediato, recordé la leyenda de Garajonay, que da nombre al Parque Nacional que ocupa una gran extensión de la isla de La Gomera.
Poco a poco sentí que me alejaba con las nubes hacia ese pasado lejano, para conectar con otra época y emocionarme, igual que sus antiguos pobladores, al divisar a lo lejos la isla del fuego.
Jonay, hijo de un mencey tinerfeño
Jonay miraba desde las altas cumbres hacia la isla que tenía tan cerca y tan lejos. Presentía que allí encontraría su destino. Una fuerza invisible lo empujaba en esa dirección. No sabía explicar aquella sensación que lo había acompañado en las últimas estaciones. Sentía que era el preludio de la primavera tras un largo invierno.
Muy pronto llegaría su oportunidad.
Gara, la princesa gomera
En aquel entonces el tiempo discurría animado por el vínculo que unía a los antiguos aborígenes con los dioses, que se regían por sus leyes y ritos, en conexión con la naturaleza y todo cuanto los rodeaba.
Durante la fiesta de Beñesmer, que daba paso al año nuevo, las jóvenes gomeras acudían a Los chorros de Epina para conocer su porvenir. La princesa de Agulo, Gara, estaba impaciente y se apresuró a llegar.
En cuanto la joven se acercó a los chorros, el agua se enturbió y un sol inflamado, consumiéndolo todo a su paso, ocupó la visión.
Gara no esperaba aquello. La imagen del fuego, incendiándolo todo, no la dejaba dormir. Acudió al sabio del poblado en busca de consejo, contrariada ante tan extraña visión, pues como cualquier joven, quería para sí misma un futuro venturoso.
El sabio le advirtió que no debía acercarse al fuego, pues se consumiría con él. Gara siguió con los festejos sin saber muy bien en qué forma le revelarían los dioses la visión de los chorros.
Un amor condenado
Jonay había viajado a La Gomera con motivo de los festejos. El profundo anhelo que percibió en Tenerife se transformó en certeza en cuanto vio a Gara. Supo, de inmediato, que ella era la razón de su inquietud y sintió como la princesa del agua acariciaba con su tibia mirada el amor que yacía dormitando en su interior.
Se enamoraron al instante y un sentimiento precioso surgió entre ambos, sin embargo, estaba condenado.
En cuanto hicieron saber a sus padres su deseo de estar juntos, Echeyde entró en erupción y el mar se cubrió de destellos de fuego. Gara recordó la advertencia del sabio: «huye del fuego o te consumirá».
Aquel era el peor de los presagios. Los jóvenes fueron separados por sus padres, lo que aplacó la furia del volcán.
Jonay no podía olvidar a Gara. Ahora que la había conocido, solo pensaba en ella. De vuelta en Tenerife anhelaba la tibia y dulce mirada de su amada. Una noche se lanzó al mar y nadó hasta La Gomera. Cuando, por fin, se reunió con ella, supo que su amor iba más allá de ellos mismos y que perduraría para siempre.
Los jóvenes huyeron hasta El Cedro. Allí, en el punto más alto de la isla, se juraron amor eterno y atravesaron sus corazones con una estaca afilada, lanzándose al vacío.