Túnez, 2013.
Quedaban un par de semanas para viajar a Siria y Nabila se sentía incómoda por no haber sido del todo honesta con Amal. Frente a su juventud y espontaneidad, ella se mostraba más estratega y reflexiva. Le daba miedo que la egipcia le hiciera cambiar de planes: era la única persona a quien había concedido ese poder. Si fue arrebatado ya poco importaba. Tenía un runrún metido en el cuerpo y no sabía cómo despegárselo. Habían sido felices durante los dos años que llevaban viviendo juntas y, aunque era elegida, esa separación le dolía en algún espacio impreciso de su organismo, como si fuera congénita.
La había conocido en una reunión para coordinar acciones que dieran protagonismo a las mujeres tras las revoluciones árabes. La decisión de un vendedor ambulante tunecino de quemarse a lo bonzo en Sidi Bouzid, después de que la policía le impidiera vender sus productos en la calle, había desencadenado la protesta en varios países. La tragedia, simbolizada en ese gesto, también dio alas para pensar que se podían revertir las inercias sociales y políticas. Todo lo que estaba estipulado en libros sin palabras. Nabila acudía al encuentro como líder de la sociedad civil; Amal llevaba unas semanas en Túnez como corresponsal de la CNN tras acontecimientos con resultado agridulce. Había jugado un papel muy activo, pero Nabila no reparó en ella hasta una de las sesiones finales, cuando la egipcia relató cómo presenció la toma de la plaza de Tahrir por varios miles de personas desde la torre de la televisión pública nacional donde había trabajado. Procedían de distintos lugares, grupos sociales y contextos educativos, compartían su disconformidad con el desempleo, el exceso de brutalidad policial, la ley de emergencia o la carencia de viviendas y de alimentos. Amal contó que, junto a ella, otros periodistas, fueron testigo de lo que ocurría, aunque la dirección del ente público —elegida por su grado de obediencia y de destreza para la censura— dio órdenes de no informar sobre aquel momento histórico al que asistieron impertérritas. «Intenté comunicarme con algunas personas, segura de que esa manifestación acabaría rompiendo las fronteras, pero los teléfonos habían sido cortados en la zona. La multitud seguía congregándose en la plaza con el objetivo de derrocar a Hosni Mubarak —había señalado Amal en el seminario acaparando toda la atención. Me sentí absurda entre aquellos muros, sosteniendo un teléfono mudo, buscando entre las miradas cabizbajas de mis colegas la misma indignación que yo experimentaba. El abuso fue demasiado lejos. Recogí mis cosas. Sabía que no volvería a aquel lugar nunca más. Los días que siguieron —continuó relatando Amal— acampé en la plaza, imbuida de la energía que me aportaba saber que miles de personas reclamaban el fin de las prohibiciones y las mentiras. Vi pasar los aviones de combate de las fuerzas armadas egipcias sobre nuestras cabezas, aunque eso solo provocó que más gente saliera a protestar. A pesar de los intentos de incomunicarnos —dijo la egipcia—, todos sabíamos que el mundo nos observaba. En esos instantes empecé a fraguar la idea de contar con un espacio de libertad donde poder ejercer mi oficio sin necesidad de usar un salvoconducto». Después de aquellas palabras, el encuentro centró el tema en la falta de la libertad de expresión y sus consecuencias, sobre todo para las mujeres recluidas en los espacios privados.
Tras aquellos días de agitación, la vuelta a la rutina le permitió —como sabría Nabila mucho después— ponerse en contacto con un amigo fotoperiodista que le ayudó a llenar de contenido un blog. Para Amal era un imperativo moral informar de lo que estaba pasando. El éxito de lectores hizo que la CNN le ofreciera un puesto fijo, con un salario que sobrepasaba en mucho el de la televisión pública. Amal siempre había sido reacia a trabajar para ese medio: a su parecer vendía las bondades del mundo occidental y simplificaba lo que ocurría en los países del sur; aunque aceptó el trabajo con la seguridad de que los problemas de enfoque llegarían tarde o temprano. En el corto plazo importaba retransmitir lo que estaba ocurriendo en la calle, ampliar la denuncia fuera de las fronteras. Pronto comprobó que los miedos no eran infundados: sus informaciones sobre la prohibición de los partidos políticos y los Hermanos musulmanes propiciaron que la cadena, por miedo o presionada desde algún palco del Olimpo, pidiera su traslado a Túnez con la excusa de que necesitaban cubrir la convocatoria de elecciones para la Asamblea Constituyente. Se lo pensó dos veces; estaba en demasiadas listas negras para rechazarlo. Sabía que de una manera u otra acabarían neutralizándola. El integrismo pujaba constantemente para censurar sus análisis, especialmente cuando sus notas eran ricas en matices y aportaban contextos veraces. Los Hermanos musulmanes habían sido aliados de Estados Unidos en la región, se consideraban los más suaves dentro del islamismo: abrían puertas porque suplían el papel del Estado cuando este no cumplía con sus deberes sociales. Ella no simpatizaba con el movimiento, pero se negaba a repetir lo que otros medios propagaban. Occidente, una vez más, tiraba la piedra y guardaba la mano. «Estados Unidos apoyó a los talibanes para que lucharan contra la influencia soviética y el socialismo en Afganistán y después lanzó una guerra contra ellos —explicó en el seminario. La URSS trató de unir comunismo y religión en ese país e inventó el islamcomunismo. Se aceptaban componendas de todo tipo y en el camino estaba claro que quienes perdían siempre eran las mismas. En 1916, un inglés y un francés se sentaron con un mapa y decidieron cómo repartir el Imperio otomano. ¡Incluso George W. Bush llegó a decir que Pakistán era un país árabe!». Nabila la escuchaba en el encuentro mientras recordaba los paralelismos que hacía en Guatemala cuando ella trataba de explicárselo a sus amigos: esos territorios habían sido arabizados como América Latina había sido colonizada y convertida al catolicismo. Aunque todavía fumaba un paquete de tabaco al día, tuvo que contener las ganas para no ausentarse de aquella discusión. Amal parecía feliz sabiendo que una de las defensoras de los derechos de las mujeres más populares de los países árabes la escuchaba y no sintió que abusaba del tiempo en el turno de palabra:
—En Egipto, el feminismo había arraigado en los años veinte. La mujer logró el voto en los cincuenta, pero parece que no hay conquista que dure cien años si no se trabajaba cada día por mantenerla. Los nuevos poderes conformados tras la revolución han vuelto a prescindir de ellas, a pesar de su participación en las revueltas, y no parece que se estén abriendo muchos espacios para integrarlas en todos los niveles de la vida social.
Nabila, ya intrigada por aquella periodista tan parlanchina, pidió el micrófono. Ninguna de las representantes parecía dispuesta a romper aquel monólogo.
—También en la Revolución francesa lucharon por la consecución de la libertad y terminaron marginadas de la vida pública. Hoy las redes sociales nos han ayudado a movilizar mucha gente, aunque hay que desconfiar de la búsqueda de atajos a través del Twitter. Se necesita tejer la red, estar en la calle. La llamada aislada de la selva vale para congregar a mucha gente, pero es inútil si no se complementa con un trabajo diario de agenda, relación, análisis, proyecto político, planificación, seguimiento y evaluación. El éxito fugaz no puede asirse a ningún lado. Las mujeres tenemos que poner fin al trabajo aislado y organizarnos mejor, conseguir que cada día seamos más las que estamos dispuestas a decir que no, encontrar cauces donde participar. De lo contrario se incrementa el aislamiento y se pierde el poder de cambiar las cosas.
Después de aquella conversación crecieron los proyectos y las ilusiones, también en el ámbito personal. Ahora Nabila se daba cuenta de que no había pensado bien las consecuencias de su decisión de marcharse a Siria. Las probabilidades de que perdiera la vida por el camino eran muchas. Aquel no era un país para Amal a pesar de que llevaba meses colaborando con Nabila en las denuncias y búsqueda de abogados para las víctimas del conflicto y otras guerras sin nombre de la región. Abrir su correo electrónico era encontrarse cada día con una larga lista de abusos: un padre y dos hijos habían violado a la hermana de un hombre que había tenido una relación con la hija y hermana de los primeros. La mujer carecía de derechos en las leyes tribales. Una historia de horror se contaba en cinco segundos: mujer joven asesinada sin motivo en la calle. Poderes públicos corruptos que alimentaban la impunidad. Mantenimiento de privilegios de unos pocos. El dolor de las que pierden junto a la rabia de la imposibilidad de justicia. Amal lidiaba con los problemas derivados de la búsqueda de financiación, aunque en los últimos años habían llegado muchas pequeñas donaciones, incluso de países latinoamericanos. Su trabajo sería mucho más fácil si no hubiera tantas divisiones en el seno de asociaciones y fundaciones que iban persiguiendo lo mismo sin voluntad de coordinarse. Nabila reflexionaba a menudo acerca de esta imposibilidad. Había competencia por la financiación y se negaban la palabra. Esa era una de sus tareas más laboriosas: que distintas organizaciones del área mediterránea que trabajaban por los derechos de la mujer se encontraran, escucharan y reconocieran. Pero incluso a pesar de sus esfuerzos y energía, muchas veces las exclusiones y escisiones acababan siendo inevitables.
Cuando terminó el seminario, Nabila —que se sabía deseada por su inteligencia y locuacidad— puso a funcionar todas sus artes. La tarea no fue difícil, aunque tuvo que encontrar una excusa para invitarla a comer a casa de la madre y después pedirle que fuera comprensiva con su tradicionalismo. Cuando la señora le pidió que le sujetara el pollo por las patas, lo último que pensó es que se acercaría con un cuchillo para cortar de un tajo el cuello. Al ver la sangre saliendo a borbotones, Amal tiró al animal al suelo y abandonó toda la idea de comer ese día. Nabila rio mientras su madre empezaba a desplumarlo. El susto del arranque era fácilmente suavizado por el encantamiento que Nabila era capaz de transmitir con sus palabras y sentido del humor. Lo pasaron bien recorriendo la historia de Túnez desde los álbumes familiares que su madre todavía apilaba en el salón. Contenían un universo de idas y venidas, de tías que se ocupaban de que Nabila creciera con una educación que no tuviera nada que envidiar a la del resto de sus hermanos. Si ellos eran formados para la hombría, el recato nunca acabó de encontrar un lugar entre las faldas de Nabila. La sobremesa se alargó hasta entrada le noche. El mundo estaba lleno de conflictos, puntos de exhibición de la peor parte del ser humano, pero también había seres sensibles como Amal a los que amar. Aunque los ritmos se hubiesen pervertido, había que seguir, eso decía el río, navegar emborronando el papel, nadar hacia los sueños.
En todo aquello pensaba Nabila mientras le escocían las heridas de lo que estaba por venir. También en cómo le sorprendió Amal con su guitarra cuando ella fue a su apartamento por primera vez. Nabila, que no se había dado todavía cuenta de los instrumentos que pendían de la pared, reparó en el pequeño banco que usaba para apoyar el pie, solitario, junto a una silla de madera. Cuando le preguntó para qué servía, Amal descolgó de la pared una de las guitarras y empezó a tocar. Había guardado el secreto de una voz prodigiosa y un amplio repertorio. El sol, como aquella tarde, se filtraba por la galería de la ventana, alumbrando su resplandor metálico. Tarde o temprano partiría a Siria y Amal no le acompañaría. Era demasiado riesgoso. Esperó la llegada de su compañera esbozando sentimientos que dejó olvidados en la libreta de notas de la cocina:
Lo que creemos que tenemos se nos va. Mejor acostumbrarse a despedirse de todo aquello que en otro tiempo pareció ser el núcleo de nuestro universo. Aferrarse es inútil y además nos hunde: nos convierte en defensores de propiedades y conocimientos fijos, en acumuladores de afectos que impedirán abrir otras puertas. Perdemos la oportunidad de avanzar por los caminos inexplorados, sin dejarnos volver a sentir las cosas por primera vez.
Nabila amontonaba el dolor de las pérdidas, que en todo caso no impedían la recolección de nuevos sentimientos y aprendizajes. El equipaje pesaba, pero le horrorizaba la idea de dejar de caminar.
Dos semanas más tarde, Amal se daría cuenta de la existencia de esa nota y un presentimiento rompería su corazón.