Los derechos políticos, se ha dicho con razón, están en la base de cualquier otro derecho humano. Como entes sociales que somos, nuestra relación con los otros, con los demás, está determinada desde el nacimiento hasta la muerte por el espacio-tiempo en el que vivimos. No hay modo de eludir nuestra determinación vital en términos de nuestro lugar en el mundo, de la clase social y de la ideología dominante de nuestro tiempo, personal y social, de nuestro tiempo histórico.
Podemos argüir que la dignidad personal, la igualdad fundamental de todas y todos están por encima o en la base de cualquier otro derecho. Sí, pero eso es algo ideal y paradigmático. La realidad nos muestra y nos obliga a partir más bien de la diferencia, a reconocer la desigual posición entre personas, clases, comunidades, naciones. Es evidente que aún estamos lejos de esa realidad en justicia universal a la que aspiramos. Gandhi decía: «¿Por qué hablar solo de derechos y no también de deberes humanos?».
Cada uno tiene sus héroes, sus tótems, sus dioses, individuos y figuras sobresalientes que la imaginación colectiva convierte en símbolos propios de la mitología. Así se tejen historias, interpretaciones y fabulaciones de hechos que se atribuyen a los personajes que se pretende endiosar, para «bien» y para «mal». Cada historiador, biógrafo, literato o gente del común construye sus propios paradigmas. Detrás, como telón de fondo, la cultura política de épocas y lugares, del mundo en el que viven los hombres que las narran o escriben, aparecen inevitablemente los verdaderos rasgos, los valores y disvalores, de las comunidades a las que pertenecen. El relativismo cultural gana terreno al esencialismo universal. Desde luego también en el ámbito de los derechos humanos.
A diferencia de Marx, que devela y privilegia el análisis de estructuras y luchas de clases sociales desde una óptica dialéctica y materialista con intenciones de cientificidad, Carlyle es uno de los historiadores que pone el acento en la personalidad de individuos, de las «grandes» figuras, de los «grandes hombres» que marcan y definen el curso de los acontecimientos: los césares, los napoleones, los hitlers, los churchills, los maos o los stalines, que serían los que determinan las grandes avenidas y los caminos de las sociedades, particularmente en momentos de crisis. Más que los profetas y salvadores, son los grandes matones, tipo Gengis Kan, los que atraen la atención y el morbo por las huellas trágicas y los sufrimientos que van dejando a su paso.
En 1840, Thomas Carlyle (1775-1881), historiador escocés, presentó seis conferencias sobre «los héroes» en distintos campos, desde la religión y la política hasta las artes y las ciencias. Aquí alguna referencia de sus individualistas y románticas ideas:
Me he propuesto deciros algo sobre los Grandes Hombres; cómo surgieron en el tráfago del mundo; cómo moldearon la historia del mundo; qué ideas tuvieron de ellos los hombres; qué hicieron. Vamos a tratar de los Héroes, de su acogida y de sus obras; lo que llamo «Culto de los Héroes y lo Heroico en la Historia». Esto, el relato de lo que ha hecho el hombre en el mundo, es en el fondo la Historia de los Grandes Hombres que trabajaron. Fueron los jefes de los hombres; los forjadores, los moldes y, en un amplio sentido, los creadores de cuanto ha ejecutado o logrado la humanidad. Todo lo que vemos en la tierra es resultado material, realización práctica, encarnación de Pensamientos surgidos en los Grandes Hombres. El alma universal puede ser considerada su historia.
Los héroes de hoy («los héroes están fatigados»)
¿Cómo se respetan y se ejercen hoy las garantías a la dignidad fundamental de toda persona, a los que llamamos derechos humanos, por parte de los «grandes» de nuestro tiempo, sean en democracias «maduras» o en «transición»? ¿Quiénes son demócratas y quiénes solo parecen serlo?
Todo esto viene a cuento ahora que están circulando en español nuevas biografías de dos «grandes» contemporáneos: Winston Churchill y Henry Kissinger. ¿Qué tan grandes, a tan corta distancia, podemos considerar que en verdad lo han sido? («tan malo el pinto como el colorado» dicen, decimos los mexicanos). Personajes del mundo hegemónico, del imperialismo anglosajón, que ni de lejos pueden equipararse con figuras verdaderamente heroicas y justicieras como, por ejemplo, Fidel Castro, Martin Luther King, Nelson Mandela o el Che Guevara. Como tantas otras cosas, estos temas se ven desde arriba o desde abajo, desde fuera y desde dentro. Para algunos la «objetividad» (¿cuál) impone y condiciona todo criterio de verdad. Para otros, esta solo puede alcanzarse relativamente desde el compromiso de quien toma partido, es decir desde la ineludible y no esencialista parcialidad. Los cronistas que representan la visión popular, la del común, asumen y expresan la consciencia colectiva de su lugar y de su tiempo. Y hacen así la historia desde abajo y a contrapelo, como quería Walter Benjamin.
Winston Churchill
Con el devenir del tiempo, a «toro pasado», los provincianos nacionalistas ingleses quisieran endiosar a un individuo cuyas «hazañas» en Sudáfrica y Sudán lo llevaron a promover y participar en acciones «genocidas» de gran dimensión. Racista y supremacista, llegó a afirmar, por ejemplo: «No admito que se haya hecho un gran mal a los pieles rojas de América o a los negros de Australia por el hecho de que una raza más fuerte, una raza de mayor nivel, haya entrado y tomado su lugar». O bien admitió el uso de armas químicas contra kurdos y afganos, diciendo: «Estoy firmemente a favor de usar el gas venenoso contra las tribus incivilizadas». Y asimismo provocó la muerte por hambre de tres millones de bengalíes en 1939.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, con la invasión de Polonia por parte de Alemania, Inglaterra y Francia reaccionaron declarando la guerra. El rey Jorge VI le pidió a Churchill, quien tenía 65 años, que fuera primer ministro. Los partidos políticos formaron un gobierno de coalición para afrontar la guerra. Churchill marcó el tono de su liderazgo en su primer discurso ante la Cámara de los Comunes: «No tengo nada que ofrecerles más que sangre, sudor y lágrimas». Fue el primero de sus famosos discursos guerreristas que unían e inspiraban a los Aliados. Pero, en tiempos de confrontaciones bélicas interimperialistas, ¿a quién le importaban los derechos humanos?
El exalcalde de Londres, Boris Johnson, hizo un repaso del llamado «factor Churchill» (horrendo personaje —decimos nosotros— que sin duda debe estar pagando la factura de sus crímenes imperiales en los infiernos):
Estadista, militar, escritor, pintor, reportero de guerra... al controvertido primer ministro británico Winston Churchill se le recuerda como uno de los políticos más relevantes del siglo XX.
Con motivo del cincuentenario de su muerte, al hacer una reflexión sobre el liderazgo político y social en nuestros días, dice de Churchill que fue un político tan admirado como cuestionado. Amante de la buena mesa, la bebida y el tabaco, fue un político de amplias miras y uno de los pioneros en Gran Bretaña en defender la sanidad pública, la educación y el bienestar social, sin por ello renunciar a su incorregible incorrección ni como militar, ni como periodista en Sudán y Sudáfrica, ni como ministro paseando por los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial o enfrentándose a Hitler... «El factor Churchill» no es solo un libro para los interesados en la Historia, es también una reflexión sobre el liderazgo y la importancia del ser humano para acometer empresas importantes; una lectura fundamental para todo el que quiera saber de qué están hechos los «grandes líderes».
Henry Kissinger
De manera equivalente podemos valorar la actuación de otro «gran hombre», si recordamos su papel en la Guerra de Vietnam o en el golpe de Estado de Pinochet en Chile; y a quien, no obstante, se le otorgó el premio Nobel de la Paz. En su libro Orden mundial: reflexiones sobre el carácter de las naciones y el curso de la historia (Bogotá, Penguin Random House; Grupo Editorial, S.A.U, 2016), Henry Kissinger presenta una curiosa reflexión sobre las causas de la armonía y de los conflictos en los asuntos globales. Kissinger expone en esta obra su visión del reto fundamental del siglo XXI: cómo construir un orden internacional compartido en un mundo con perspectivas históricas divergentes, plagado de conflictos violentos, tecnología desbocada y extremismo ideológico. ¿Y los derechos humanos, dónde quedan, qué distancia media entre los discursos y la realidad opresiva y brutal generada por la promoción y defensa de los intereses imperialistas de los EE. UU.?
A los norteamericanos nunca les ha gustado reconocer abiertamente sus intereses egoístas e imperialistas. En el mundo posterior a la Guerra Fría, Kissinger propone la necesidad de que el «idealismo norteamericano» sea moderado por el análisis geopolítico, para abrirse paso por el tortuoso camino de las nuevas y complejas realidades... Ya fuera luchando en guerras mundiales, o en conflictos locales, sus gobernantes siempre afirmaron que «estaban combatiendo en nombre de principios y no de intereses». ¿Quién podría creerlo?, ¿quién podría dormir hoy tranquilo, dijo Norman Mailer, sabiendo que rociamos con napalm y luego quemamos una aldea en Vietnam?
El autor insiste que a pesar de ello: «La guía esencial para la política de los Estados Unidos deberá ser una clara definición del interés nacional». Kissinger, fiel a sus más profundas convicciones teóricas, recuerda que el sistema internacional que más tiempo duró sin una gran guerra fue el que siguió al Congreso de Viena. Combinó la legitimidad y el equilibrio, los valores compartidos y la diplomacia del equilibrio del poder. Unos valores comunes redujeron las demandas de las naciones, mientras el equilibrio limitaba la capacidad de insistir en ellas. «En el siglo XX —afirma Kissinger— los Estados Unidos han intentado dos veces crear un orden mundial basado casi exclusivamente en sus propios valores. Esto representa un esfuerzo heroico, al que se puede atribuir mucho de lo bueno que hay en el mundo contemporáneo. Pero el wilsonismo no puede ser la única base para la época posterior a la Guerra Fría»
¿Qué validez pueden tener los relatos de personajes que, en nombre de la libertad y de la democracia, aún para defenderse del nazifascismo o del fantasma del comunismo, han propiciado o acometido guerras de conquista, crímenes de lesa humanidad, genocidios, sin más efectiva justificación que la protección de sus intereses materiales y no de los principios y valores que dicen custodiar, como son los derechos humanos?
Al considerar la estatura histórica de personajes destacados no se puede menos que evaluar los hechos y las coyunturas de los escenarios donde actuaron y los fines y valores que en realidad buscaron. Gente como Churchill y Kissinger son —para las verdaderas luchas por la justicia y la libertad— figuras de las cuales no cabría ocuparse, si no fuese por la importancia y la prepotencia de los países que gobernaron. Esos «héroes» contemporáneos están bien para la mentalidad y la prensa hegemónica en imagen, audición e impresión, pero no para una visión equilibrada de la Historia universal. Uno escoge, en función de su conciencia histórica y de sus valores éticos y políticos, a sus héroes y antihéroes. Pero la marcha de la historia humana va poniendo a cada uno en su lugar. Todo mundo es libre de escoger a los héroes y a los antihéroes de su libertad.