Somos una reminiscencia, una evocación,
un eco, una polifonía trascendente de un tiempo ya pasado.
Capítulo I: Serpĕrian (fragmento)
Al principio existía Serpěre, que vagaba sola por el universo, escudriñando sus confines, con la intención de establecerse en algún lugar y alumbrar a su progenie. Después de milenios de incesante búsqueda, por fin encontró un planeta que le pareció propicio. Estaba situado en un remoto y desconocido sistema estelar, muy lejos del mundo que la había visto nacer. Esa recóndita tierra adoptaría muchos nombres en el transcurso de las distintas eras que siguieron a su llegada, pero se llamó Serpěrian en su honor, unos cientos de años antes de que comenzara nuestra historia. […]
[…] Serpěre concibió y ungió a sus hijos con su poder. Uno tras otro, salieron de su boca, envueltos en una fina membrana acuosa parecida a la que rodeaba a los huevos de los anfibios. En Serpěrian los llamaban los Esenciales, por tratarse de los que primero habían ocupado el planeta y los que se convertirían en los ancestros de todos sus habitantes. Su Madre les transmitió parte de su naturaleza y sabiduría, otorgándoles distintos dones y potestades. La tradición describía a veintidós, aunque solo se conocía el nombre de algunos de ellos, puesto que se los consideraba vestigios de una época pretérita y arcaica.
El primero en nacer fue Mágos, que poseía un don extraordinario: era capaz de realizar cualquier encantamiento y tenía poder para desarrollar la materia. Con este don cubrió la tierra de colinas onduladas, bosques, vegetación, y hermosas flores para deleitar a su madre.
El Oráculo llegó luego y, en cuanto aspiró su primer aliento de vida, anunció una profecía que subsiste hasta nuestros días […] El cuarto hermano fue Imperator, que erigió un gran imperio con súbditos y ejércitos y que diseñó armas y el arte de la guerra […]
[…] Todos los hijos de la diosa ocuparon aquella tierra y sus confines, donde proliferaron y se mezclaron con los humanos. Así nacieron las tribus, fundadas por los descendientes de Serpěre en su honor, quien les otorgó sus nombres y su soberanía.
El decimoquinto hijo de la diosa se transformó en un demonio. Quiso reinar por encima de cada una de las criaturas que poblaban el planeta y esclavizarlas, rebelándose incluso contra su propia madre. Instauró una raza de entes oscuros que amenazaba con destruir toda la creación. Era tal su codicia y maldad que sus hermanos tuvieron que enfrentarse a él en una épica cruzada, dirigida por las huestes de Imperator. La guerra se prolongó durante años y asoló una gran parte del mundo, del que se desprendieron numerosas porciones de tierra que se tornaron islas. Ante la imposibilidad de derrocar a su hermano, pues era un dios como ellos, idearon un plan para atraparlo. Erigieron una barrera infranqueable en el extremo más septentrional del continente, las Montañas Huérfanas, y un abismo detrás de ellas. Allí moraría por toda la eternidad en una prisión de fuego y consternación de la que nunca podría salir.
El rey del Abismo, como se lo conocería a partir de ese momento, maldijo a su madre por no impedir que sus hermanos lo desterraran. La condenó a vivir sola en una isla, donde se consumiría y languidecería durante siglos. Los Esenciales intentaron por años interminables encontrarla. […] Mágos creía que, mediante la magia negra y las artes oscuras, su indigno y malvado hermano la había encantado y encerrado en un laberinto para ocultarla de la vista de todos. Y que, en algún lugar, también había escondido el único artefacto capaz de abrirlo: el ingenio de llaves. Este, además, permitiría, a quien lo descifrara, el acceso a las dimensiones que contenía su inquietante obra.
Tristes y desolados, después de años de cruentas luchas y ante el destino aciago que había sufrido su madre, cada uno prosiguió su camino. Muchos de los Esenciales desaparecieron después de aquellos sucesos. Unos se elevaron hacia el cielo, y otros se difuminaron al tocar el aire, como disueltos en una bruma. Algunos entraron en mundos invisibles que solo ellos podían percibir. […]
[…] Durante generaciones, los eruditos y sabios de Serpěrian se afanaron por interpretar la profecía del Oráculo y descubrir qué relación tenía con las malévolas maquinaciones del rey del Abismo y el cautiverio de Serpěre. Todo parecía estar vinculado. Solo unos pocos se atrevieron a pronosticar que la elegida sería una niña, aquella que descifraría los misterios del laberinto. Se creía que este se ubicaba en Aeternus, una de las islas que rodeaban el continente. […]
[…] Algunos comenzaban a perder la esperanza y a creer que la profecía no era sino una antigua exhortación; sin embargo, se equivocaban. Mucho tiempo después de las terribles circunstancias que habían asolado Serpěrian, y que culminaron con el encierro de la diosa, surgió una niña. Se llamaba Alice y no pasaba desapercibida. Irradiaba un fulgor personal, un magnetismo, un halo brillante y poderoso que rodeaba cada partícula de su ser. […]
El prior de la Orden de los Monjes Tordos confiaba en que fuera ella la que por fin abriera el laberinto y liberara a la diosa. La espera se le antojaba ya demasiado larga. […]
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